Opinión
El sindicalismo social y los Centros Sociales siguen siendo imprescindibles

El CSO La Ingobernable acaba de ocupar en el centro de Madrid para abrir una Oficina de Derechos Sociales. Hacemos un poco de historia de su relación.
Tercera Ingobernable
Okupación de la tercera sede de la Ingobernable, en la calle Cruz. J de la Jara
Pablo Carmona

Es miembro de la Fundación de los Comunes.

Nuria Alabao
3 may 2021 12:03

Eran las cuatro de la mañana de un domingo a primeros de enero de 1994. Un grupo de activistas de diversos centros sociales okupados de Madrid y dos trabajadoras de Telefónica, con material “prestado” por esta empresa, se metían en un pozo de comunicaciones situado en un polígono industrial de la periferia. Por el pozo pasaban cientos de grandes cables de teléfono que daban línea a miles de usuarios de la red. A la mañana siguiente, buena parte de los primeros rascacielos de la ciudad, sedes de algunas multinacionales, amanecerían sin línea telefónica ni comunicaciones.

Esta acción formaba parte de la lucha contra la reforma laboral que el Partido Socialista estaba intentando sacar adelante. La nueva ley profundizaba en la línea de dar cobertura legal a nuevos sistemas de precariedad en el Estado español. A pesar de las huelgas y las protestas, finalmente los contratos temporales, de aprendizaje para jóvenes, el abaratamiento de los despidos, las ventajas fiscales y las empresas de trabajo temporal, quedaron legalizadas.

Realidades precarias y rebeldes sin casa

El resto de la historia es sabida. Sindicatos, patronal y gobiernos de todo signo acordaron desde aquellos momentos unas reglas del juego. El nuevo mercado laboral tenía que desregularizarse para que jóvenes, mujeres y migrantes ocupasen los puestos de trabajo de menor remuneración y en condiciones de temporalidad e inestabilidad. Desde entonces, nueve millones de precarias rotarían a la velocidad de la luz entre el paro, los trabajos temporales y los sueldos de miseria.

Sobre esa receta se apoyaron sectores enteros de nuestra economía: el del telemarkenting, la hostelería, la mensajería o las grandes franquicias de comercio, entre otros. Los bajos costes laborales –la población como mano de obra barata– se confirmaban como uno de las apuestas centrales de nuestra economía. Al lado, o en los márgenes de esta precariedad, se encontrarían aquellas a las que su actividad ni siquiera, o a penas, se reconoce como trabajo y a las que Virgine Despentes denominó el proletariado del feminismo: empleadas domésticas, trabajadoras sexuales y aquellas que habitan la informalidad, ejemplo de estas economías ultraprecarizadas que producía la economía española.

Completamente supeditada a la inversión financiera-inmobiliaria y al turismo, esta economía necesitaba mano de obra hiperexplotada, como la que llegó durante esos años en forma de cientos de miles de personas migrantes. Trayectorias migrantes que quedaron atravesadas por un sistema legal definido por políticas de racismo institucional que legalizaban el control despótico de varios millones de personas reducidas a pura fuerza de trabajo sin derechos y, en muchos casos, expuesta a su detención y expulsión.

La precarización generalizada se dio de bruces con un mercado inmobiliario desbocado. A principios de los noventa, la vivienda, lejos de ser un derecho básico, se confirmaba como un bien de mercado que obligaba a hipotecarse de por vida o a pagar alquileres desorbitados, a trabajar mucho –cuando es posible– para pagar el techo que te cobija. Lo que estaba en juego aquí no eran solo los derechos laborales, sino toda una serie de derechos: a una vivienda digna, a circular libremente o a ser reconocidas como trabajadoras. En resumen, la garantía básica de subsistencia, la reproducción de una vida digna de ser vivida. La precariedad no solo era laboral, sino vital y a pesar de los ciclos de crecimiento económico, se iría dibujando -hasta hoy-, como un paisaje de fondo: el de aquellos que ya caminan al filo, a quienes en cada crisis se le deja caer sistemáticamente.

Sindicalismo social

Las reformas laborales, las leyes de extranjería, las políticas de vivienda, el urbanismo salvaje y el no reconocimiento del trabajo doméstico llevaban a la multiplicación de los problemas y las realidades de lucha. Estas, planteaban a su vez una pregunta central: ¿cómo se podían organizar quienes quedaban excluidas por esas políticas?¿Cómo sobrevivir en la ciudad precaria, ante las vidas precarias? Las alianzas de partida eran pequeñas y, sobre todo, estaban muy dispersas: pequeñas plataformas de precarios, organizaciones migrantes, de empleadas del hogar, de desahuciadas y las incombustibles organizaciones anarcosindicalistas engrosaban los escasos referentes.

Ante ese magma se buscaban nuevos modelos de organización y de articulación. A la respuesta se la denominó: sindicalismo social. Sindicalismo, porque se querían recuperar y defender las raíces de un modo de hacer política que arrancaba de los problemas y los malestar concretos de ese contexto precario. No se partía de una formulación ideológica o teórica abstracta, sino de aquellas situaciones que atravesaban las vidas cotidianas y lo que las afectaba, de sus carencias concretas. De todos aquellos malestares o vulneraciones de derechos que nos acorralan en la soledad e individualizan, pero que a todas luces son problemas colectivos y que solo se pueden resolver así: con la fuerza de la organización colectiva.

A su vez, se denominaba social porque no partía de la vieja centralidad del sujeto obrero dominante en las organizaciones sindicales clásicas: varón cis-hetero, blanco, con derechos y sostenido por el salario familiar.

El sindicalismo social estaría protagonizado por las personas migrantes, trabajadoras domésticas, manteros, desahuciados y jóvenes precarias. Sus realidades quedaban al margen de los pactos del sindicalismo oficial y sus luchas no se reducían solo a las luchas por las condiciones laborales, sino que resonaban entrecruzados muchos otros. Desde la crisis ecosocial a la libertad de movimiento, el sindicalismo social quiere construir formas de autoorganización y lucha que sirvan de encuentro en medio de la dispersión.

Para llevar adelante estas luchas se utilizarían herramientas tradicionales: plataformas de reivindicación, manifestaciones, acciones directas, pero también también otras más innovadoras como las Oficinas de Derechos Sociales o las Oficinas precarias. En estos espacios se daban actividades tan distintas como clases de español para migrantes, o apoyo escolar, despensas solidarias, talleres de derechos o asesorías de vivienda. Todas ellas, formas de encuentro en torno a problemas concretos con el objetivo de fomentar una idea: la construcción de comunidades que luchan por sus derechos.

Los centros sociales

El planteamiento de las Oficinas de Derechos Sociales aterrizaba en territorios de enorme fragmentación y dispersión social y urbana, allí donde la especulación urbanística dificultaba contar con lugares de encuentro. Los centros sociales –ya sean okupados o no– fueron los espacios de encuentro de esa diversidad vital y de experiencias de luchas. Lugares donde se podrían encontrar movimientos queer con ecologistas, asociaciones de precarias con manteros o grupos de desahuciados con activistas de base. Estos centros sociales practicaban un sindicalismo feminista y antirracista y posibilitan la construcción de redes de solidaridad y de apoyo mutuo –como lo hacen también a día de hoy–.

Las Oficinas de Derechos Sociales aportaron las asesorías colectivas, piedra angular de este modelo sindical que quería contrarestar las viejas asesorías juríricas técnicas e individualizantes que se daban en la relación sindicato-afiliado. Así, se sustituían por la asamblea-asesoría donde los problemas laborales, de vivienda, los provocados por el racismo institucional o el sexismo se podrían discutir con el objetivo de ofrecer respuestas colectivas y de lucha. Estas respuestas además querían escapar de la lógica asistencialista, caritativa y paternalista que se puede producir en estos espacios, para componer espacios de resistencia desde la comunidad en lucha.

Actualmente, la situación no es mejor que cuando surgieron estas oficinas. La pasada crisis dejó mucha más gente en los márgenes, profundizó la explotación, recortó los servicios públicos y proporcionó nuevas herramientas a la represión de los movimientos sociales –Ley Mordaza–. Sobre aquella, los confinamientos por el coronavirus han dejado otra nueva crisis latiendo, subterránea, que emerge en las colas del hambre, pero que no ha estallado todavía en toda su crudeza. La pelea por el destino de los fondos de reconstrucción europeos que quieren ser el tapón de esta nueva crisis ni siquiera se ha dado. El paisaje social es de emergencia de las extremas derechas, de conservadurismo social, de nuevas fracturas que necesitan ser taponadas con más vínculos y apoyo mutuo, no con odio al diferente o al que viene de fuera. Tampoco con raquíticas políticas públicas, por muy progresistas que se digan. Hoy, el sindicalismo social es tan necesario como antaño, o quizás todavía más. Por ello, es imprescindible ser capaces de abrir nuevos espacios, estabilizarlos en el tiempo y seguir peleando juntas. Bienvenidas ingobernables.

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