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Feminismos
Jerarquía y poder. El factor humano en la ‘nueva política’ y en el feminismo institucional
Teresa Maldonado ocupó un cargo de responsabilidad en políticas de igualdad en el gobierno municipal de Ahora Madrid. La reflexión que comparte aquí es fruto, también, de esa experiencia. Un paso por las instituciones que fue apuesta de muchas personas procedentes de la política de base y que nos toca seguir analizando para entender sus obstáculos, problemas y límites, pero también para extraer aprendizajes útiles en cualquier otro espacio de politización. Como estas lúcidas consideraciones sobre el poder y las jerarquías, desde una perspectiva feminista.
Negarse siempre, y eludiendo cualquier pretexto, a toda clase de despotismo, incluso provisional.
Albert Camus
El que quiera mandar guarde al menos un último respeto hacia el que ha de obedecer: absténgase de darle explicaciones.
Rafael Sánchez Ferlosio
I
En las líneas que siguen me propongo examinar algo que considero un hecho: en muchos casos, representantes de lo que se llamó nueva política, en cuanto acceden a algo de poder institucional, reproducen con insistencia una forma de actuar que supuestamente venían a desterrar, a saber: el culto y la veneración a quien ostenta el poder, a quien tiene más-poder-que-yo. Como explicaré, se trata de un culto al poder (abstracto) que se traduce en un trato muy complaciente y adulatorio para con la persona (concreta) que circunstancialmente lo ostenta. Esta experiencia preocupante incluye un detalle que no lo es menos: que sea una feminista quien accede a parcelas de poder más o menos sustanciosas no es garantía de que ese poder vaya a ser manejado de forma no ya impecable, sino simplemente presentable.
Creo que hay que volver al tema del poder, término —según una reconocida pensadora feminista— “demasiado difuso” y que ha producido dentro del feminismo “discusiones erráticas”.1 Ya Bertrand Russell dejó dicho que, igual que la energía es el concepto fundamental en física, el poder lo es en ciencias sociales. La sociología es seguramente la disciplina que más se ha interesado por la cuestión del poder y la jerarquía. Autores como Max Weber (con su abordaje de la burocracia y las formas de dominación), Michel Foucault (con su microfísica del poder) o Pierre Bourdieu (con sus nociones de campo de poder o poder simbólico) han dedicado numerosas páginas al asunto. En realidad, el interés por el poder ha reaparecido ya, aunque sea de forma tangencial. El nombre de la formación por antonomasia de lo que se llamó nueva política es una referencia expresa al verbo ‘poder’ como capacidad colectiva, una afirmación en primera persona del plural: “Podemos”.2 De forma similar, el feminismo dejó hace tiempo de entenderse a sí mismo como movimiento de liberación de las mujeres para pasar a concebir su tarea en términos de empoderamiento personal y colectivo de las mujeres. Parece que desde todos los ángulos se nos invita a reivindicar el acceso al poder y a afirmar la capacidad de hacer, de elegir, de decidir y de intervenir. Bien está.
Que sea una feminista quien accede a parcelas de poder no es garantía de que ese poder vaya a ser manejado de forma no ya impecable, sino simplemente presentable
Pero si bien es cierto que no debemos confundir el verbo con el sustantivo, aunque alguna relación sí que tienen, tal vez deberíamos recordar la famosa advertencia del liberal decimonónico Lord Acton, tan repetida y manida, según la cual el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. No por otra cosa el Estado de Derecho, para serlo, ha de esforzarse por evitar la concentración de poder.3 También podríamos recordar que la sabiduría popular revela en el refranero español que el poder funciona como test de la calidad moral de las personas que lo ostentan o pueden llegar a ostentarlo, por aquello de que “si quieres conocer a fulanito sólo tienes que darle un carguito”. Es un tópico también, en fin, referirse a la erótica del poder, aunque ahí siempre he tenido la duda de a qué se refería la expresión exactamente: a que quien tiene poder aumenta por arte de magia su sex-appeal —digamos— o a que el poder es el oscuro objeto de deseo de muchas mentes no necesariamente calenturientas. Seguramente a las dos cosas.
II
Las relaciones entre jefes o jefas y sus subordinados pueden ser analizadas desde una perspectiva sociopsicológica, desde luego, pero también tienen un componente susceptible de crítica política, al igual que ocurre con las relaciones meramente personales. En estas últimas las feministas somos especialmente sensibles porque se insertan de lleno en el sistema de poder que llamamos patriarcado. Desde hace décadas sabemos que existen lo que Judith Butler llamaría después “mecanismos psíquicos de poder”, que pueden y deben ser analizados desde ópticas muy variadas y complementarias, incluida la política. Libros de los primeros años ochenta como el de Josep Vicent Marqués ¿Qué hace el poder en tu cama? —que ya en el título manifestaba la pertinencia de cuestionar el poder patriarcal en el ámbito más íntimo— lo ponían de manifiesto. Si “lo personal es político”, cómo no van a serlo las relaciones entre jefas y subordinadas en la jerarquía institucional.
El feminismo ha contribuido, por tanto, a la crítica del poder y la jerarquía. Una de las reflexiones más conocidas sobre el tema se desarrolla en el famoso texto “La tiranía de la falta de estructuras”, muy leído y discutido entre feministas en los lejanos tiempos de la máquina de escribir y la multicopista. Su autora, Jo Freeman, abordaba en él las jerarquías informales que se instalan allí donde no hay estructura explícita de poder. Estas jerarquías informales son menos transparentes y más difíciles de controlar que las explícitas y formalizadas, y tienden a aparecer particularmente en el movimiento feminista y en los grupos que lo conforman. Estos grupos suelen ser decididamente asamblearios y horizontales debido a una voluntad expresa de no reproducir formas verticales de poder, tenidas por masculinas y patriarcales. Al margen del esencialismo que esta afirmación pueda contener, el texto sigue teniendo un grandísimo interés. Sigue vigente su análisis sobre liderazgos fácticos no elegidos ni formalizados y sobre cómo se articula el sistema de “estrellato” de unas pocas militantes que son tratadas por los medios como “las” representantes del movimiento4.
Pero, además de abordar lo que ocurre con el poder en el espacio privado, por un lado, y dentro del movimiento feminista, por otro, el feminismo se ha aproximado a la reflexión sobre la jerarquía y el poder en otras ocasiones. El tema del acceso de las mujeres —especialmente de las feministas— a esferas de poder y decisión ha sido intermitente pero recurrentemente tratado tanto en el movimiento como en la academia feminista.
En el movimiento feminista se partía de una sospecha sistemática hacia las feministas que mostraban interés personal en acceder a ciertos ámbitos de poder.5 Después de debates, discusiones y experiencias variadas, hace ya tiempo que muchas de nosotras tenemos claro que las mujeres en general y las feministas en particular no sólo podemos sino que hasta debemos tener acceso al poder (claro que también hay compañeras que discuten este extremo, el feminismo no es unánime ya casi en ningún asunto). Candidaturas electorales como las del Partido Feminista o Plazandreok, presencia de mujeres feministas en listas de izquierda o en puestos de decisión lo ponen de manifiesto.6
Provocado directa e indirectamente por el feminismo, se ha dado en las últimas décadas un proceso de legitimación de la aspiración de muchas mujeres a ocupar cargos y puestos de responsabilidad y prestigio. Hemos pasado de los recelos antijerárquicos y de la desconfianza sistemática frente al ejercicio del poder a una posibilidad de acceso al mismo relativamente generalizada, orgullosa y sin complejos. La ambición personal en las mujeres, denostada en el pasado por prejuicios patriarcales, ha pasado a ser defendida, valorada y hasta exhibida con orgullo en algunos casos. Está bien que así sea. Pero creo que deberíamos cuidar también que no se nos vaya de las manos. No resulte ahora que vayamos nosotras a cometer excesos típicos de conversas ejerciendo un poder que nos corresponde, sí, pero manejándolo de forma arrogante, sobreactuada, despreocupada, frívola o abusiva.
Por lo que se refiere a la Academia, el tema del poder ha estado presente a menudo en las investigaciones y estudios feministas, especialmente en áreas de conocimiento como la antropología, la sociología y la filosofía política. Las dos referentes feministas en castellano en el campo de la filosofía, Celia Amorós y Amelia Valcárcel, le han dedicado numerosas reflexiones. La especialista en el mundo clásico Mary Beard titula Mujeres y Poder uno de sus más recientes best sellers. Etc.7
III
Pero un análisis feminista exhaustivo y sistemático de la estructura de poder piramidal de las instituciones del Estado, si lo hay, yo no lo conozco. La jerarquía y el poder en la estructura administrativa del Estado tiene similitudes con otras estructuras piramidales que han sido más estudiadas, como las de los partidos políticos, las empresas o las iglesias. Pero la jerarquía y el poder político y burocrático de la administración del Estado tienen también particularidades que necesitarían ser consideradas de forma específica, especialmente en su relación con el acceso de feministas a esas esferas de poder.
En general, todo entorno laboral (y la administración también lo es) se caracteriza por ser jerárquico de forma explícita, cosa que en el espacio privado/personal no se da hoy en nuestro entorno, por lo menos no en grados extremos. Tampoco se encuentran estructuras jerárquicas muy marcadas en los movimientos sociales, incluido el feminista, donde siguen operando más bien los mecanismos informales de distribución desigual de poder a los que se refería Freeman. En la administración del Estado y sus instituciones se da por definición, como digo, una distribución desigual de la capacidad de decisión, de mando, de asunción de responsabilidades… y de sueldo. Cómo manejarse en esa jerarquía, tiene que ver con estilos personales y con decisiones de quien se ve ubicada en ella por motivos de actividad o de carrera profesional o política8.
Conviene recordar en este punto que la jerarquía asociada al poder y su desigual distribución se basa en y se deriva del principio de eficacia o eficiencia. Este se establece al precio de sacrificar la igualdad, la horizontalidad y la democracia. En el mundo occidental posterior a la Revolución Francesa, en el que la igualdad formal es un imperativo, renunciar a ella en favor de la eficacia se vive a menudo como mal necesario.9 Cuando en una institución prevalece el principio de eficacia de forma absoluta, la institución se trasmuta en maquinaria que ha de funcionar como un reloj y las personas que trabajan en ella se convierten en piezas de un engranaje. Es decir, la deshumanización y la cosificación son requisitos de la eficacia máxima. El ejemplo límite estaría en las galeras o en las plantaciones en un sistema esclavista. Ahí se quebranta completamente la máxima kantiana de que los seres humanos sean fines y nunca medios. Tan es así que el esclavo y la esclava sobreviven únicamente en función del interés de su propietario y sólo mientras mantenerlos con vida le resulte rentable.
La institución contemporánea en la que, de forma reconocida y explícita, la eficacia es el principio rector, en la que no hay rastro de igualdad entre los estamentos que la componen, es el ejército. En el otro extremo, la asamblea permanente que encarna el igualitarismo máximo es, obviamente, mucho más democrática, pero muy poco o nada eficaz. Por eso sólo es factible de forma puntual y excepcional en determinados momentos de procesos más o menos revolucionarios o constituyentes, que antes o después se disuelven o se encarrilan en el molde de alguna estructura mínimamente jerárquica. La mayoría de las instituciones están ubicadas en diferentes puntos del continuo entre uno y otro extremo, y responden a diversas combinaciones y proporciones de ambos principios (igualdad/eficacia).
Hoy, en nuestro entorno cultural, participamos de la cosmovisión probablemente más igualitarista que ha existido nunca, pero necesitamos ser eficaces y eficientes, y por eso las decisiones no pueden ser sometidas siempre al criterio de la mayoría o a la deliberación perpetua. Un funcionamiento sistemática y exclusivamente asambleario (es decir, igualitarista al límite) en la administración o en las empresas sería impracticable.10 Pero las instituciones que se ocupan de la administración del Estado (los ayuntamientos, las comunidades autónomas, los ministerios, las diputaciones) son instituciones “democráticas” que además de ser eficaces y eficientes han de responder en alguna medida al principio de igualdad. Por eso la promoción y el acceso a puestos de responsabilidad, allí donde la confianza política no procede, han de estar abiertos a todas las personas que cumplan los requisitos establecidos, iguales para todo el mundo. Las instituciones no son asambleas, pero tampoco pueden ser cuarteles ni panópticos, en ellas tiene que haber a la vez una dosis mínima de igualdad y también una jerarquía que garantice el funcionamiento de la maquinaria. Es decir, la jerarquía institucional que proporciona eficacia debe cumplir por lo menos dos condiciones: ha de ser legítima siempre, transparente allí donde sea posible y compatible con la eficacia. Y, desde luego, no concede nunca un poder arbitrario ni indefinido.
Las instituciones no son asambleas, pero tampoco pueden ser cuarteles ni panópticos
Una puede tener un ideario muy igualitarista y ser muy asamblearia, pero si se presenta a unas elecciones para ser concejala, si aprueba una oposición para ser funcionaria o si acepta un alto cargo de una institución (no digamos ya si ingresa en el ejército) sabe, obviamente, que se está insertando en una retícula muy densa, explícitamente jerárquica, de distribución desigual y piramidal de poder. No es obligatorio estar ahí: siempre puedes no presentarte a unas elecciones o no ser funcionaria o alto cargo. Pero si lo eres, habrás de tomar decisiones sobre cómo manejarte con el poder que ejerzas sobre otras personas y con la obediencia que debas a tus superiores jerárquicas.11 Las decisiones sobre cómo manejar el poder hacia abajo y la obediencia hacia arriba pueden adoptarse o bien activa y conscientemente, después de una mínima reflexión, o bien irreflexivamente por defecto, sobre la marcha. Creo que es muy conveniente en general, pero en particular para la izquierda y para las feministas que deciden asumir esas responsabilidades, ser conscientes de lo que hacen en este terreno y que su proceder sea, en la medida de lo posible, resultado de una reflexión colectiva (en perpetua revisión y todo eso) y no una improvisación personal dependiente de la madurez, el carácter, el temperamento o la cultura política de cada quién.
IV
El ejercicio activo del poder y el mando “hacia abajo” va asociado al peligro de su abuso. Ni qué decir tiene que en una perspectiva medianamente crítica, no ya feminista o de izquierdas, sino simplemente humanista, esta es una posibilidad que hay que evitar. Obviamente, no se debe abusar del poder que en la estructura institucional alguien puede tener sobre otras personas porque todas, por el hecho de serlo, tienen unos derechos y una dignidad que hay que respetar y garantizar siempre, al margen del lugar que ocupemos en el entramado jerárquico. Hasta aquí la teoría que todas suscribimos. Por lo demás, de gentes de izquierda y/o feministas cabría esperar un manejo de la autoridad y del poder más cercano a la auctoritas que a la potestas, más republicano que monárquico, más ilustrado que despótico y —no sé si añadir— más amable que antipático.
Salvo que se ocupe la cúspide (por ejemplo, la alcaldía en un ayuntamiento) o la base de la pirámide institucional, la forma de manejarse de cada quién con la jerarquía y el poder es un dilema o una realidad tanto hacia arriba —para con jefas o jefes— como hacia abajo —para con subordinados y subordinadas. No hay una única manera de ejercer el mando, como no hay una sola manera de cumplir órdenes. Como he señalado ya, las diferentes formas de ser jefa y de ser subordinada tienen que ver con personalidad, estilos, planteamientos ideológicos, cultura política... y —en el caso de personas que suscriben idearios expresamente críticos con el poder y que están sensibilizadas contra su abuso— también con los niveles de coherencia personal que cada quién considere irrenunciables.12
V
Una de las cuestiones a la que quiero ir, y de la que todo lo anterior no es sino el preludio, es la siguiente: en ocasiones, en contextos en los que gentes de la llamada nueva política acceden a las instituciones, se da lo que a todas luces es un exceso de adulación al líder. No digo que esta forma de proceder sea la única, pero sí que es lo suficientemente frecuente como para resultar muy llamativa y merecer una reflexión. No termina de tratarse de un “culto al líder” stricto sensu porque el culto no se dirige a una persona determinada. Los feligreses no son verdaderos creyentes, sino que se fingen tales en determinados contextos, fuera de los cuales desvelan el secreto de que adulan al líder no porque lo consideren merecedor de adulación o admiración siquiera, sino simplemente porque es el líder y tiene el poder. Se trata, como apunté al principio, de un culto al poder abstracto más que al líder concreto. En todo caso, los elogios excesivos al jefe o a la jefa van muy a menudo mucho más allá de una prudente evitación de la crítica explícita, que en algunos supuestos podría ser comprensible. De hecho, no es la omisión de crítica lo más preocupante (con serlo mucho, luego volveré sobre ello), sino ese mecanismo que se pone con frecuencia en marcha consistente en alabar indiscriminadamente todo lo que dice o hace el líder o la líder, especialmente cuando está presente.
En ocasiones, en contextos de la llamada nueva política, se da lo que a todas luces es un exceso de adulación al líder: se trata de un culto al poder abstracto más que al líder concreto
Allí donde el mecanismo de promoción es el dedo y el puesto se ocupa por libre designación, el palmeo y la alabanza continua a lo que hace o dice el líder es producto, en buena medida, de que quien ostenta el poder tiende a rodearse de personas que no le cuestionarán nunca nada. Forma de actuar tan frecuente como asombrosa porque es evidente que sólo resulta rentable desde la perspectiva del narcisismo personal más inmediato y cortoplacista, que se ve así agradablemente alimentado. Se fomenta de esta manera un hábitat en el cual las personas que tienen alguna opción de permanecer o de promocionar son, sencilla y llanamente, las más pelotas. Y se destierra de los equipos de trabajo la confianza (política, técnica, personal) que permitiría tratar los problemas con la tranquilidad de saber que cada quien expondrá su punto de vista con franqueza y libertad (es decir, sin miedo) para que después, quien está al mando y tiene la responsabilidad de hacerlo tome la decisión que considere más adecuada. Pero, para ello, sería necesaria una voluntad expresa por parte de todo el mundo, y fundamentalmente de quien ostenta el poder, de propiciar y cuidar un microclima de mínima confianza mutua.13
VI
Los flujos de elogio excesivo y amén-sin-discusión se reproducen de abajo a arriba como esos montajes tipo fuente de copas escalonadas en las que el champán se distribuye desde la cúspide hacia abajo, pero en este caso de forma invertida, la alabanza fluye contra la gravedad de abajo a arriba (la alabanza horizontal y la vertical de-arriba-a-abajo también se dan, me referiré a ello enseguida). Este comportamiento por parte de las subordinadas de alabanza integral a la líder responde a y se refuerza con la práctica de recompensar y promocionar a quien lo despliega. Como dijo hace décadas de forma tan certera un —en aquel momento— destacado líder socialista, quien se mueve no sale en la foto. Y todo el mundo lo sabe.
La estructura de la alabanza continua es la de una pirámide compuesta por otras pirámides más pequeñas que se replican fractalmente. Una y otras están conformadas por unidades que ejercen presión en dos sentidos: uno, por competencia (yo más pelota/complaciente que tú); dos, por establecimiento de lazos fraternos de reconocimiento y camaradería (yo tan pelota/complaciente como tú). Cerrar filas en torno al líder y alabar todo lo que hace o dice funciona como una argamasa que une las piezas de la estructura tanto como el espantajo de un enemigo común. Enemigo común que, por lo demás, siempre acaba encontrándose, no sólo pero también entre las díscolas que no proceden a ese cierre de filas acrítico e incondicional. Elogiar sistemáticamente al jefe o a la jefa junto a otros que hacen lo mismo proporciona un sentido de pertenencia psicológicamente muy reconfortante: da cobijo, resguarda. Este sentido de pertenencia se refuerza además con los clásicos mecanismos de la fratría mediante rituales de afirmación mutua que siempre tienen lo que en jerga derridiana se denomina un “exterior constitutivo”: todo “nosotros” se establece por oposición a quienes quedan fuera, en este caso del núcleo duro, del cogollito, del grupito, de la camarilla que ocupa la cúspide de la gran pirámide (o de cada una de las pequeñas pirámides fractales que la componen).
Todo lo anterior tiene lugar sin perjuicio de que las afinidades y simpatías personales también funcionan en estos contextos como en cualquier otro. Todas nos encontramos en la vida con semejantes con quienes trabajamos, nos entendemos y sintonizamos mejor que lo hacemos con otros. Compañeras o compañeros con los que podemos llegar a trabar una relación personal al margen de la laboral o la política. También podemos encontrarnos con personas con las que trabajamos estupendamente sin llegar a tener nunca una relación personal. En ambos casos es previsible que, en circunstancias puntuales y determinadas, habrá momentos en los que se prodigarán elogios por parte de unas u otras al trabajo concreto llevado a cabo por esta o aquella compañera. Esto sucede, pero no anula lo dicho más arriba, sino que se articula con ello de formas complejas.
También conviene matizar que lo dicho hasta ahora no prejuzga ni cuestiona la necesidad de lealtad de las personas hacia el equipo de trabajo del que forman parte (con el grado de responsabilidad que corresponda en cada caso). Hay muchas cosas que deben decirse y muchas críticas que pueden hacerse ad intra y que ad extra resultarían inadecuadas y desleales para con los objetivos y los fines del trabajo que el equipo desarrolla.14
VII
Pero veamos también la loa horizontal y la que va verticalmente de arriba abajo. Ambas tienen una función clara: desempeñan un rol central en la generación y el establecimiento del relato, de la narrativa (que suele tener tintes bastante épicos) sobre lo que se ha hecho o se está haciendo, sobre lo que se ha conseguido. El relato afecta tanto a la descripción como a la valoración del trabajo, así como a la atribución de méritos. Como es de sobra sabido, es mucho más relevante y valioso que la propia realidad narrada y, sobre todo, tiene muchos más efectos y consecuencias, de ahí la famosa pugna por el relato. Obviamente, el relato que termina imponiéndose es el ratificado por la instancia de mayor poder en cada nivel (en cada área, en cada servicio o departamento), ahí no hay discusión posible. Una de las principales prerrogativas del poder es precisamente establecer un relato y borrar los alternativos.
Pero los elogios de arriba a abajo —del líder o la jefa hacia sus subordinadas— cumplen también un papel muy conveniente y beneficioso de reconocimiento de las aportaciones de cada cuál a la empresa común, a los objetivos compartidos. Parece claro que entre las características comunes a todos los seres humanos se encuentran la necesidad y el deseo de reconocimiento, lo que en el caso que nos ocupa se traduce en visibilización y puesta en valor del trabajo bien hecho15. La práctica de agradecer el esfuerzo y el trabajo realizado y de reconocer la autoría de las ideas a quien corresponda contribuye a crear un buen ambiente de trabajo, la gente se siente valorada y eso es agradable además de justo. De forma similar, desear que el propio trabajo sea reconocido y valorado y alegrarse cuando lo es, todo ello es humanamente muy comprensible. Eso después hay que modularlo y, ciertamente, hay personas que parecen tener un serio problema con la necesidad casi obsesivo-compulsiva de reconocimiento, más allá de lo que podría considerarse razonable. Pero todo esto es relativo y escurridizo. Lo decisivo es que, por difícil que sea concretar cómo se hace, hay que dispensar reconocimiento de forma ecuánime y equitativa (o de la forma más ecuánime y equitativa que sea posible), por igual ante el trabajo bien hecho y no en función de cálculos de a-quién-me-conviene-reconocer como inversión de cara a las aspiraciones de mi ambición personal en el futuro. Es decir, el reconocimiento (en cualquiera de los sentidos posibles, de arriba a abajo, de abajo a arriba o entre iguales) no debería ser nunca una inversión bursátil, no deberíamos prodigarlo en función de un cálculo interesado de rentabilidad.16 Por desgracia, en muchas ocasiones, los halagos, las menciones y los agradecimientos se parecen demasiado a un fondo de inversión. Concretamente, a un fondo buitre.
Para que el reconocimiento de las jefas a quienes tienen que obedecer sea justo y equitativo es condición necesaria que las órdenes o las encomiendas de trabajo y responsabilidad sean claras y expresas (incluso que estén escritas en correos electrónicos o similares). De esta forma, a la hora de rendir cuentas, la persona que fue encargada de ocuparse de esto o aquello puede remitirse a lo que se le pidió, y quien manda no tiene la posibilidad de exigir más allá de lo que en su momento ordenó. El ejercicio del mando mediante órdenes poco claras, enunciadas deprisa, como al pasar, sin concreción ninguna, puede ser una puerta por la que se cuelen el despotismo y el abuso17.
El reconocimiento no debería ser nunca una inversión bursátil, no deberíamos prodigarlo en función de un cálculo interesado de rentabilidad
En general, pero especialmente en la política institucional de izquierdas y feminista, conviene ser muy cuidadosas al combinar las dosis de eficacia e igualitarismo a las que me refería en el apartado III. En la política institucional los equipos de trabajo tienen muchas cuestiones complejas que discutir, considerando cuidadosamente los pros y los contras de hacer las cosas de esta o aquella manera. El momento-discusión precisa de un clima de debate e intercambio de pareceres libre y honesto, que entienda la discrepancia como algo consustancial al quehacer político e institucional y no como algo indeseable que hay que evitar o disimular. Es muy conveniente que nadie participe en la discusión guardándose cartas en la manga, porque hacerlo así es ya de entrada considerar la discusión no como un método que permite que la inteligencia colectiva aflore, sino como un juego de suma cero en el que alguien gana y alguien pierde (y además haciendo trampa). Pero ese momento-discusión no se puede dilatar sine die, es necesario tomar decisiones y, si las discrepancias y desacuerdos persisten tras la discusión, debe tomarlas quien está al mando. Es ahí cuando se torna crucial que las órdenes sean claras y concisas, y cuando cobra todo su sentido la cita de Ferlosio que he puesto al principio de este escrito.
VIII
He dicho más arriba que la falta de crítica a lo que dice o hace el líder no es lo más importante. Pero si la idea era cambiar la política, las instituciones y, de paso, el mundo, pues también es importante. En demasiadas ocasiones, como he apuntado ya, en contextos institucionales con feministas y/o personas de izquierda al mando, la crítica razonada y fundamentada se vive con demasiada ansiedad, y la discrepancia se trata casi como alta traición. Y esto es un disparate. Hacer críticas razonadas y discrepar no debería ser tarea de héroes, no debería ser excepcional ni aterrador, no debería llamar la atención como si de algo inconcebible se tratara; no debería estar penalizado ni tener consecuencias de ostracismo para quien plantea el desacuerdo. Debería estar incorporado con naturalidad al quehacer diario, entre otras cosas, porque para eso está la jerarquía, para que quien tenga que hacerlo, tome las decisiones.
En este punto conviene hacer una matización: cuando insisto en que en la cultura política de la nueva izquierda en contextos institucionales se da la tendencia a elogiar todo y a no criticar nada hacia arriba, hay que aclarar que lo que ocurre es que no se suele discrepar en nada de cierta relevancia. En cuestiones triviales, de hecho (seguramente para compensar estéticamente la falta de crítica real) se puede incluso sobreactuar la discrepancia y el desacuerdo, enfatizando mucho y muy teatralmente los “yo no estoy de acuerdo, pero esa ya es tu decisión”. Ello pondría de manifiesto algo que arroja cierta esperanza sobre la cuestión: la falta sistemática de discrepancia, la ausencia de crítica, el asentimiento constante… son cosas feas, resultan obscenas y desagradables, y por eso hay que maquillarlas, hay que edulcorarlas para hacerlas digeribles.
IX
Hay más cosas que podrían abordarse o que podrían desarrollarse más detalladamente: la cuestión central del poder como control (de la información, de las situaciones, de las personas); la posibilidad de un manejo dosificado, turbio e interesado de los flujos de información, a veces fuera de los cauces conocidos y establecidos al efecto; la puesta en marcha de proyectos y la defensa de puntos de vista cuya principal o única bondad reside en el cálculo de que muy probablemente agradarán al jefe… entre otras. Pero creo que es suficiente con la muestra hasta aquí tratada para hacer una llamada de atención y poner de manifiesto algo que debería ser una honda preocupación colectiva en la izquierda y en el feminismo cuando acceden a instituciones del Estado.
Creo que es urgente volver a plantearnos nuestra relación con el poder, nuestras prácticas en lo que se refiere a la jerarquía, a las formas de mando y de obediencia. Necesitamos más reflexión colectiva y más investigación sobre cuáles son las zonas compartidas y cuáles los límites entre ética y política, entre ética y estética, entre principios y principismo, entre pragmatismo e ingenuidad, entre lo deseable y lo posible. Es necesario indagar en la cuestión antropológica de la naturaleza humana que compartimos, por cierto, con nuestros adversarios y enemigos políticos (¿de verdad alguien puede creer todavía que somos mejores que ellos?).18 Hay que volver a ubicar la ética y la política, conscientes de que son cosas distintas, sí, pero que alguna conexión han de tener. Hace falta investigar desde todas las ópticas y disciplinas posibles y discutir políticamente las implicaciones de todo lo que aporten las diferentes ramas del saber. Creo que hace falta, muy especialmente, una “psicología política” que incluya elementos de lo que fueron las filosofías helenísticas en la Antigüedad tardía como escuelas de vida. Una psicología expresamente política que haga énfasis en la necesidad de una socialización vinculada a determinados valores y orientada a “forjar un carácter”; una psicología política que ponga de manifiesto y analice la satisfacción y el goce que produce el ejercicio del poder, que examine la necesidad de y los mecanismos para mantener ese placer bajo control, reubicando el hedonismo en el trabajo en equipo, poniendo en marcha liderazgos no tóxicos ni arrogantes, de los que no se desentienden, sino que se preocupan y se ocupan de las tareas y del trabajo, dándole aliento e impulso19.
Y hay que tener la determinación personal y colectiva de no protagonizar ni consentir abusos de poder. De no permitir que los intereses personales y los movimientos tácticos de algunas personas para mantenerse en zonas altas de la pirámide se antepongan a la necesidad estratégica de intervenir en la realidad social para transformarla. Hay que revisar la mala prensa que en la izquierda atea y/o antirreligiosa tiene la humildad y aceptar de verdad aquello de que todas somos necesarias pero ninguna imprescindible, y que eso ha de ser compatible con el orgullo y la ambición legítimas. Todo será poco para la tarea ingente pero ineludible de crear una cultura que destierre de la política cotidiana, institucional o activista, en la medida humanamente posible, el ejercicio despótico y arbitrario del mando y la obediencia perruna.
No podemos renunciar a la coherencia vital y política como horizonte, como desiderátum
Probablemente mucha gente lea esto último (y tal vez todo el artículo) esbozando una sonrisa condescendiente y pensando que se trata de un planteamiento naïf, ingenuo e iluso. Que no hace falta haber leído a Maquiavelo ni ser fan de Joseph Fouché o de la serie televisiva Borgen para saber que acceder a ciertas cotas de poder implica necesariamente mancharse y entrar en una pugna sin cuartel por mantenerse en él —primero— y por medrar más y más —después. Pero no podemos resignarnos. No podemos renunciar a la coherencia vital y política como horizonte, como desiderátum. Porque una cosa es constatar que nadie llega nunca a ser absolutamente coherente y otra renunciar de entrada a intentar serlo mínimamente. Entre la ingenuidad más cándida que presupone ilusamente la capacidad humana de hacer lo mejor de forma generalizada —en un extremo— y la realpolitik y el pragmatismo más descarnado —en el otro— hay muchos matices de por medio: seamos francas y digamos con qué nos quedamos, en qué punto nos situamos. Y si creemos que las cosas son como son indefectiblemente; que no hay remedio; que siempre reproduciremos los mecanismos de poder que por otro lado denunciamos; que se-siente-es-lo-que-hay; que si no ponemos nosotras en marcha maniobras orquestales en la oscuridad, otros lo harán; que no es posible cambiar las cosas, sino sólo reproducirlas; si pensamos todo eso, entonces, cambiemos al menos nuestro lenguaje y nuestra retórica, seamos claras. No demos aliento a la noción de posverdad, a la risibilidad de la coherencia, a la idea de que “son todos iguales (dicen una cosa y hacen otra)”.
La discusión sobre el “hombre nuevo” (sic, con perdón) tuvo lugar en la izquierda hace ya décadas. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre si lo prioritario era cambiar el mundo (y entonces, como consecuencia, cambiarían las personas) o, al contrario, teníamos que cambiar personalmente cada uno y cada una de nosotras, y luego, como efecto de esos cambios personales, el mundo cambiaría también. Hemos aprendido que hay que avanzar a la vez por las dos sendas. Pero es impensable que podamos intervenir en la realidad si no podemos fiarnos unas de otras, si no hay espacios ni cauces para la discrepancia, si no admitimos que allí donde no hay confianza personal es necesario establecer y respetar mecanismos formales y expresos de división del trabajo y de jerarquía que posibiliten una toma de decisiones, sino siempre democrática y horizontal, sí al menos mínimamente transparente y que pueda dar razón de sí. ¿Qué cuidado vamos a “poner en el centro” si lo único que se espera de nostras es que aplaudamos y ejecutemos decisiones que se toman en alturas siderales, opacas e inaccesibles?
Hay una razón medianamente sólida para sostener sin ingenuidad que otra política es, además de necesaria, verdaderamente posible: tanta gente que en todos los tramos de la pirámide se niega cada día a funcionar según las dinámicas del abuso de poder, del halago obsceno y de la obediencia sumisa a los que vengo refiriéndome en estas líneas. Unas, habiendo accedido a lugares de relevancia en la jerarquía; otras, cumpliendo órdenes sin renunciar a unas mínimas líneas rojas; todas, reconociendo y agradeciendo lo debido sin excesos de adulación interesada. Como le gustaba recordar a Agnes Heller, filósofa tristemente fallecida hace ahora un año, la buena gente existe. Esa es nuestra única —pero gran— esperanza.
Notas al pie
1 Lo decía Amelia Valcárcel en La política de las mujeres.
2 En la estela del Yes, we can de la primera campaña de Barak Obama en EE.UU. en 2008 (afirmación tan alejada —por cierto— del subjuntivo “Ganemos” que, aunque rima con Podemos, no es como él un verbo en modo indicativo y, en puridad, no afirma nada, sino que meramente propone, aspira o invita a ganar). Sin embargo, no es lo mismo decir podemos que decir tenemos o tomamos el poder. Y es que en castellano —dado que tienen el mismo significante y significados conectados— tendemos a vincular el poder como sustantivo, que se refiere al dominio (el poder sobre alguien), con el verbo poder, que remite más a la idea de “tener capacidad para” (el poder para algo). En inglés no sucede lo mismo porque en ese idioma las afirmaciones Yes, we can y We have the power no tienen ninguna conexión semántica.
3 Cfr. Bertrand de Jouvenel, Sobre el poder: historia natural de su crecimiento, Unión Editorial, Madrid, 2011.
4 Sólo habría que ponerlo al día con alguna consideración que muestre cómo se ensambla lo que explica con las lógicas propias de las redes sociales y del mundo híperconectado on line. Lo mínimo que puede decirse al respecto es que en este contexto se multiplican exponencialmente muchos de los problemas que Freeman señalaba en su célebre texto. Pero este sería otro cantar.
5 Y digo “ciertos” ámbitos porque creo que no en todos los casos se hizo la misma valoración. En algunos espacios, como el universitario, la mayoría de militantes feministas no vio nunca ningún problema a que algunas compañeras accedieran a instancias de poder administrativo y/o académico.
6 Sin embargo, conviene recordar que la presencia de mujeres feministas en candidaturas de izquierda o en puestos relevantes de la administración no suelen ser resultado de una apuesta feminista colectiva de delegación en una compañera concreta que debería después rendir cuentas al movimiento o a la organización. Al contrario, responde a decisiones personales avaladas —en todo caso— por una trayectoria militante previa, cosa que en tiempos de gran éxito movilizador y discursivo del feminismo funciona como reclamo para captar simpatías y/o votos.
7 La tesis doctoral de María de la Fuente Vázquez, Poder y feminismo. Elementos para una teoría política, es un análisis muy exhaustivo del tema. Proporciona además una bibliografía muy completa. Está disponible on line: https://www.tdx.cat/bitstream/handle/10803/121648/mfv1de1.pdf?sequence=1 [acceso: 19/12/2019]. Por su parte, Steven Lukes en El poder, un enfoque radical (editado por Siglo XXI) proporciona una guía de lecturas al final del libro y dedica un epígrafe a las obras centrales del feminismo referidas al poder, si bien se trata exclusivamente de referencias académicas del mundo anglosajón. Tiene el detalle de no incluir a Mary Wollstonecraft en este epígrafe, si no entre los clásicos.
8 Habría que distinguir aquí el ámbito técnico y el político, pero hacerlo ahora apartaría demasiado a este escrito de su objetivo.
9 O con una preocupación meramente estética porque resulta poco presentable sacrificar el principio de igualdad de forma absoluta. Por eso los partidos políticos —que son sin duda muy jerárquicos— procuran disimular y hacen pantomimas y escenificaciones de horizontalidad (siempre dosificada y controlada) en primarias, congresos y asambleas de todo tipo.
10 Pensemos en un hospital: por muy igualitaristas que seamos entendemos que la eficacia ha de prevalecer frente a la igualdad de quienes trabajan en él en lo que se refiere a la toma de decisiones, asunción de responsabilidad, etc. —no, por supuesto, en lo que se refiere al respeto a la dignidad de todas las personas sea cual sea su cometido (aunque esto último es muy diferente en la teoría y en la práctica: la valoración y el reconocimiento social de quien practica cirugías y la de quien limpia el hospital no resisten comparación, por más que la pandemia haya servido para recordarnos lo esenciales que son tantos trabajos socialmente poco valorados, sin prestigio y mal pagados).
11 Habría que añadir aquí una cuestión que tiene que ver con lo que podríamos llamar circuitos laterales de poder en la institución y que también hay que decidir cómo manejar. A menudo, en la administración hay personas que, pese a estar ubicadas en un lugar jerárquico no especialmente relevante, disfrutan de más poder del que en teoría les correspondería; correlativamente, otras personas, situadas en zonas más altas del organigrama disponen de menos poder y tienen menos capacidad de decisión real de la que se les supondría en razón de su cargo. Esto sucede porque con la jerarquía explícita del organigrama institucional se cruzan mecanismos informales o directamente subrepticios de atribución y distribución de poder. Tan es así que algunos funcionarios o funcionarias con rangos jerárquicos medios (o incluso bajos) pueden llegar a ejercer como verdaderos poderes fácticos al interior de algunas instituciones. Ello responde a diversas circunstancias que a su vez se suman o combinan entre sí: antigüedad en la institución, conocimiento privilegiado o exclusivo de aspectos fundamentales del trabajo, conexiones personales o familiares con las altas esferas, control de procedimientos, vínculos estrechos con lobbies de presión, capacidad personal, etc. Cuando se da el caso de que alguien dispone de facto de más poder y capacidad de maniobra del que cabría suponérsele, las ventajas de la jerarquía formal pueden desaparecer en buena medida dando paso, paradójicamente, a perversiones propias de “la tiranía de la falta de estructuras” que, precisamente, la jerarquía formal debía impedir, menoscabándose así tanto el grado de eficacia como la transparencia y lo democrático de la institución.
12 En este punto sería muy oportuno recordar la reflexión kantiana en torno al uso público y el uso privado de la razón, y también las críticas que señalan el peligro de que esa reflexión derive en una apología de “la obediencia debida” al margen de la propia conciencia moral. Pero, como hemos arrasado con la filosofía en Secundaria, este imprescindible tópico filosófico es, me temo, completamente desconocido para mucha gente joven. No puedo detenerme ahora a explicarlo en condiciones, me limito a remitir al texto de Kant sobre la Ilustración en el que trata la cuestión y a su crítico contemporáneo, el nietzscheano Michel Onfray.
13 Como tal vez puedan advertir algunas personas al leer este escrito, sería muy conveniente hacer aquí algo que yo no estoy haciendo: distinguir y analizar por separado distintas circunstancias, la de ser funcionaria o funcionario de carrera, la de haber sido contratada o designada de forma eventual, la de ocupar un cargo público por haber resultado electa. La condición de funcionaria debería suponer suficiente protección para actuar obedeciendo órdenes con la garantía de que ante la discrepancia fundamental o la denuncia de atropellos o abusos, el superior no puede recurrir al despido. Claro que esto, que en teoría está muy bien, en la realidad cotidiana es bastante más complejo: el jefe o la jefa no tiene el recurso del despido pero puede dar con otros medios para castigar y amargar mucho la vida a la funcionaria en cuestión. Los grados de ambición personal, por ejemplo, para subir en el escalafón o mantenerse en zonas altas del mismo, son muy dispares también entre personas que tienen la condición de funcionarias. Habría que adentrase más en la cuestión de los medios y los fines, los principios y los escrúpulos (o la falta de ellos), las líneas rojas, la dignidad… Aunque no voy a desarrollar este capítulo, creo que la reflexión general sigue siendo pertinente.
14 Kant vuelve a darnos luz al respecto cuando, en el texto sobre la Ilustración ya aludido, plantea que quien discrepa de forma irreconciliable y en cuestiones fundamentales de las órdenes que recibe o de la tarea que se le encomienda debe abandonar el puesto que ocupa, debe dimitir.
15 Esto también lo hacen los elogios entre iguales (y los de los subordinados a sus jefes o jefas, a los que ya me he referido), pero en un contexto de jerarquía muy marcada, el reconocimiento toma cuerpo muy especialmente mediante los halagos que parten de los superiores jerárquicos. La cuestión del reconocimiento es central y enrevesada. En el ámbito filosófico ha sido abordada por autores clásicos como Kant y sobre todo Hegel, en cuya estela el referente contemporáneo más relevante es el pensador alemán Axel Honneth. La psicoanalista feminista Jessica Benjamin también ha abordado la cuestión en relación con la dominación psicológica. En el campo de la psicología la necesidad y el deseo humano de reconocimiento se vinculan con la autoestima y el refuerzo positivo.
16 Una forma tal de reconocimiento desinteresado ha de ser necesariamente un tipo ideal (en el sentido de Weber). Porque todo acto de reconocimiento de una persona a otra es de alguna manera “rentable” para la primera: como mínimo, le proporcionará las simpatías de la persona alagada o reconocida. En este sentido, el rigorismo kantiano es, además de dudosamente deseable, imposible: ¿actuar siempre sólo en función del puro deber sin obtener a cambio ni pretender ningún beneficio, ninguna satisfacción primaria ni secundaria? Parece bastante difícil. Las neurociencias y los estudios recientes sobre evolucionismo ponen de manifiesto que, en muchas ocasiones, el altruismo resulta ser una forma de inversión del individuo altruista a medio o a largo plazo. Es decir: el altruismo es adaptativo. Frente a la imagen común del “gen egoísta”, de lucha descarnada por la vida y supervivencia del más fuerte, resulta que la evolución premia en muchas ocasiones a los individuos altruistas. Es una buena noticia, el comportamiento considerado para con el prójimo sale a cuenta, es rentable. Pero éso no significa que responda a un cálculo explícito y consciente: no te comportas con los demás de forma considerada para tener más amigas, sino que resulta que, al comportarte así, terminas teniendo más amigas. Es una cuestión que aborda la llamada ética naturalista, que tiene un lugar ya en cualquier manual sobre ética o filosofía moral mínimamente puesto al día.
17 No hace falta añadir que otra característica que han de tener las órdenes para no dar pie a abusos es la de ser coherentes, no ser contradictorias. El principio de no contradicción que afecta a todo sistema normativo es aplicable también aquí.
18 Todo lo tratado en estas páginas busca poner de manifiesto problemas y dificultades de la acción colectiva e institucional que tienen que ver con la naturaleza humana, compartida por definición por todos los seres humanos. No tendría ningún fundamento que alguien de otra posición política (de derechas, conservador, neoliberal, antifeminista, etc.) pretendiera utilizarlo como arma arrojadiza contra la izquierda o contra el feminismo. Las dinámicas a las que vengo refiriéndome tienen lugar también, obviamente, en contextos conservadores y/o de derechas, en muchos casos además de forma sustancialmente amplificada. La cuestión es (por decirlo grosso modo) que la izquierda y el feminismo han tenido una percepción crítica de la jerarquía y del poder, y ello hace que comportamientos o actitudes no particularmente coherentes con esa visión crítica llamen más la atención. Por lo demás, ni la necesidad de implementar políticas feministas (o, en general, redistributivas) se mide por la calidad humana de quienes las defienden, ni la calidad humana es prerrogativa de personas que asumen unas posiciones políticas y no otras.
19 Cosas, muchas de ellas, que está poniendo en marcha, de forma (presuntamente) despolitizada, el coaching.