Opinión
Los aguafiestas

Cuando la atención pública mundial se olvide de Palestina, la política de asentamientos, la segregación legal, las detenciones arbitrarias y la asfixia económica sobre Gaza y Cisjordania por parte de Israel seguirán ahí.
Acuerdos Oslo
Isaac Rabin, Bill Clinton y Yasser Arafat durante los Acuerdos de Oslo, 13 de septiembre de 1993. Foto: TheWhiteHouse.
24 oct 2025 12:40

No hay señal más inequívoca de que una crisis se ha cronificado que comprobar cómo las palabras que debieran dar fiel cuenta de los hechos han agotado su significado. Es el caso de “alto el fuego”, “proceso de paz”, o “acuerdo histórico”; expresiones tan manoseadas que han perdido cualquier espesor moral. Gaza, tras cada tregua, es el recordatorio más descarnado de esa fatiga semántica denunciada allá por los años 80 por el novelista israelí David Grossman –y mucho antes por Victor Klemperer en aquel revelador ensayo en el que mostraba cómo el nazismo se infiltraba en la lengua cotidiana– que permite que se hable de “paz” mientras quedan muertos sin enterrar; de “oportunidad histórica” mientras los niños corretean junto a bombas sin detonar; de “fin de la guerra” –si puede llamarse guerra a lo que, según Enzo Traverso, ha sido una “destrucción unidireccional, continua, inexorable”– mientras los pescadores gazatíes siguen sin poder faenar en sus aguas. A riesgo de parecer un aguafiestas, conviene recordar que lo que, tras el esperpéntico desfile de Sharm El Sheikh de hace algunos días, algunos anuncian como un “nuevo amanecer” en Oriente Medio no es más que una reedición del viejo espejismo, una coreografía diplomática cuidadosamente diseñada para que cuando se disuelva el humo de las declaraciones el territorio quede como estaba: sitiado, fragmentado, exhausto. 

Lo que, tras el esperpéntico desfile de Sharm El Sheikh de hace algunos días, algunos anuncian como un “nuevo amanecer” en Oriente Medio no es más que una reedición del viejo espejismo

El actual “plan”, cosa que está por ver, podrá detener las bombas, pero la estructura de violencia que las produce permanece en pie. Es el único edificio que resiste. Más sólido que nunca. Tapando con su sombra que lo que ahora llega a su fin no es la destrucción de un territorio que según un informe de la UNCTAD ya era prácticamente inhabitable hace una década ni una ocupación que se remonta a 1948, que se recrudeció en 1967 y que desde 2007, con el bloqueo ordenado por Israel y Egipto, se ha vuelto más y más opresiva, sino su visibilidad mediática. Pues cuando el silencio vuelva a caer sobre Gaza, cosa que no tardará en suceder, ¿qué nos hace pensar que los habitantes de la “cárcel más grande de la Tierra”, como la definió Ilan Pappé, no volverán a ver reducida de nuevo su existencia a tener que elegir, como señalara este historiador israelí, entre el modelo “más blando o más humano” de la “cárcel panóptica a cielo abierto” y el más asfixiante y violento de la “prisión de máxima seguridad”?

Herencias y fracturas

Detrás de cada fracaso hay una herencia no resuelta. En este caso, la Nakba (Catástrofe) de 1948, la expulsión de más de 700.000 palestinos y la destrucción de centenares de aldeas, cuyos nombres fueron literalmente borrados del mapa, no fue un episodio más. Aquella catástrofe fue el punto de partida de una política que convirtió al pueblo palestino en un remanente demográfico. 77 años después, muchos de los descendientes de aquellos refugiados viven aún sin ciudadanía, atrapados entre campos, fronteras y muros.

El problema no es solo histórico, sino estructural. Por más que se criminalice el “Desde el río hasta el mar” son justamente los israelíes quienes no han renunciado jamás al control total del territorio situado entre el Jordán y el Mediterráneo. La ocupación, en este sentido, no es un accidente, sino el corazón de un proyecto político que pivota, por utilizar la expresión de Meir Margalit, sobre “el paradigma de las tres M: miedo, mesianismo, militarismo”. Cada nuevo asentamiento, cada carretera segregada, cada olivo arrancando, cada demolición es una forma de expansión planificada que, especialmente tras los atentados de Hamás del 7 de octubre de 2023, no ha hecho sino acelerarse mientras, en paralelo, los “territorios” se convertían en laboratorio de control y vigilancia en el que se ensayan tecnologías de seguridad, pero también estrategias de asfixia económica que han hecho del asedio no una fase puntual del conflicto sino el modelo mismo.

 La ocupación, en este sentido, no es un accidente, sino el corazón de un proyecto político que pivota, por utilizar la expresión de Meir Margalit, sobre “el paradigma de las tres M: miedo, mesianismo, militarismo”

Parte del problema radica en la visión que desde Israel se proyecta sobre el otro. “Los acontecimientos de 1948 (…) absolutamente ignorados por la inmensa mayoría de los israelíes, el 90% de los cuales no los vivieron y a quienes contaron una versión ficticia –escribía Sylvain Cypel en Entre muros. La sociedad israelí en vía muerta–, atormentan la memoria colectiva. Y su ocultación de la memoria, inconmensurable, explica en muchos casos las actitudes del presente”. Si la célebre expresión de Golda Meir de que “no existe tal cosa como el pueblo palestino” hizo fortuna fue porque tanto para los primeros gobiernos laboristas como para los actuales ejecutivos de extrema derecha la narrativa dominante se dedicó a describir a los palestinos no como un pueblo con derechos, sino como un mero problema demográfico o de seguridad.  

Esa negación no es retórica, estructura la política y el imaginario del Estado israelí. En la educación, en los medios, en el lenguaje cotidiano, Palestina se reduce a una amenaza. El muro, los checkpoints, la burocracia de la ocupación, la autopercepción de seguir siendo, según la expresión de Ehud Barak, la “mansión en la jungla”, la deshumanización, en definitiva, del vecino inevitable, han contribuido a borrar la presencia humana del otro. Israel ha aprendido a vivir con el conflicto y el trauma –esa “Shoanización” denunciada por algunas de sus mentes más lúcidas– como partes de su identidad, convirtiendo la guerra permanente no solo en elemento de cohesión interna sino en parte consustancial de su proyecto etnonacionalista, que es de manera cada vez más desacomplejada el proyecto del Gran Israel.

Fatah y Hamás encarnan proyectos opuestos, desgastados por el clientelismo, el ensimismamiento y la falta de perspectivas

Es un hecho que ni la sociedad israelí ni su dirigencia actual, instaladas ambas en ese “vórtice psicótico” que ha descrito en alguna ocasión el filósofo Franco ‘Bifo’ Berardi, están en condiciones de emprender la revolución moral que les permita tratar al otro como a un igual. Pero el cuadro se torna desolador si lo completamos con la devastadora fragmentación que aqueja al movimiento nacional palestino. Fatah y Hamás encarnan proyectos opuestos, desgastados por el clientelismo, el ensimismamiento y la falta de perspectivas. La división política, azuzada desde los años 80 por la inteligencia israelí, se ha convertido en un instrumento útil para quienes prefieren un vecino escindido antes que un interlocutor fuerte y fiable. Esto explicaría que entre los 2.000 presos palestinos intercambiados por los rehenes israelíes no se encontrase Marwan Barghouti, quien para muchos podría ser el sucesor natural de Mahmud Abás. Así, sin liderazgo legítimo ni unidad estratégica, Palestina vive entre el agotamiento y la resistencia cotidiana, esa forma de heroísmo sin épica que consiste en sobrevivir.

Las trampas de la diplomacia

Que a lo largo de la historia gobiernos y líderes han persistido en políticas erróneas y contrarias a su propio interés, incluso cuando existían alternativas claras y viables es algo que vio Barbara Tuchman al mostrar en La marcha de la locura esa tendencia de determinadas instituciones políticas a actuar de manera irracional, autodestructiva y obstinada.

Oslo solo consagró la asimetría estructural entre ocupante y ocupado, y permitió que Israel mantuviera el control efectivo del territorio mientras la Autoridad Palestina recibía la administración simbólica de un cada vez más atomizado archipiélago de enclaves

Desde los Acuerdos de Oslo cada intento de paz ha estado acompañado de una temeraria ilusión retórica: que bastaría con sentar a las partes, o a algunas de ellas, y obligarlas a firmar un documento para que la historia cambiase. Una profecía que nunca se autocumplió. Oslo, de hecho, solo consagró la asimetría estructural entre ocupante y ocupado, y permitió que Israel mantuviera el control efectivo del territorio mientras la Autoridad Palestina recibía la administración simbólica de un cada vez más atomizado archipiélago de enclaves. Aquel acuerdo no solo terminó siendo una trampa, sino que fue dinamitado por los propios israelíes con el asesinato de Rabin. Desde entonces, cada “hoja de ruta” ha repetido el mismo patrón: concesiones cosméticas a cambio de obediencia política, financiación exterior a cambio de estabilidad a corto plazo, y la perpetuación de un mapa imposible donde Palestina es apenas una sombra de lo establecido por el de ya aberrante Plan de Partición de la ONU.

Esta situación tradicional se exacerbó tras los atentados del 7 de octubre, que dejaron en evidencia el cinismo de un mundo occidental que al tiempo que toleraba (cuando no alentaba) un genocidio de libro se permitía glosar en verso y en prosa la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La “abdicación moral” de Occidente, por recoger la expresión que da título al sugerente ensayo en el que Didier Fassin analiza “cómo el mundo falló a la hora de parar la destrucción de Gaza”, ha sido recurrente objeto de denuncia por muchos de quienes –pienso en otros autores del Sur global como Omar El Akkad o Pankaj Mishra–, han señalado el sesgo supremacista de esos países, paladines de la democracia, que utilizaban la memoria del Holocausto para legitimar políticas presentes mientras se abstenían de condenar lo que estaba sucediendo en Gaza.

Ni el acuerdo ni la paz pueden construirse sobre el olvido ni sobre la humillación ni sobre la mentira ni sobre la impunidad de los verdugos

Pero tampoco los gobiernos árabes están libres de responsabilidad. Desde tiempos de la primera guerra árabe-israelí, muchos convirtieron la causa palestina en un símbolo retórico vacío, útil para distraer a sus propias poblaciones –que no han dejado de defender en las calles el derecho a existir del pueblo palestino–, mientras consolidaban acuerdos estratégicos con Tel Aviv o Washington. La normalización diplomática terminaría haciendo evidente que la solidaridad árabe era, en buena medida, una moneda de cambio, circunstancia que no ha pasado desapercibida para un pueblo al que no solo se le ha negado su condición de sujeto político, sino que se siente traicionado incluso por aquellos que decían compartir su fe.

Al final, incluso cuando se invoca la “solución de los dos Estados”, se hace con la boca pequeña. ¿Dónde estaría ese Estado palestino? ¿Bajo qué fronteras? ¿Con qué soberanía? El propio Netanyahu ha dicho en más de una ocasión que jamás permitirá un Estado palestino plenamente soberano entre el río y el mar. La comunidad internacional lo sabe, pero prefiere alimentar una ficción que mantenga viva, aunque sea de forma artificial, la esperanza. Mientras tanto, el proceso continúa, indefinido y eterno: una paz sin justicia diseñada para no llegar nunca.

Curar las palabras

Curar este lenguaje herido del que hablábamos al inicio pasa por devolverle su dignidad a palabras como “acuerdo” –acordar significa etimológicamente “unir los corazones”– o “paz”, término que si bien en boca de muchos políticos se confunde con “estabilidad”, en el idioma de los pueblos quiere decir “justicia”. Hablar de “acuerdo de paz” sin hablar del fin de la ocupación, del desmantelamiento de los asentamientos, del retorno de los exiliados o de desigualdad jurídica es como pretender restablecer la buena salud del lenguaje sin llamar ocupación a la ocupación, colonialismo al colonialismo o genocidio al genocidio. Ni el acuerdo ni la paz pueden construirse sobre el olvido ni sobre la humillación ni sobre la mentira ni sobre la impunidad de los verdugos. Poco importa cuántas banderas recién planchadas pongas en fila. La paz, para merecer su nombre, exige memoria, dignidad, coraje moral y, para el caso que nos ocupa, reconocimiento pleno de la humanidad palestina. Y mientras esos valores sigan subordinados a la geopolítica, a las veleidades narcisistas del césar de turno y a los acomodos de sus reyezuelos vasallos habrá que insistir en que cualquier celebración es prematura.

Es imposible que esa vuelta a la “normalidad” pueda traducirse en algo muy distinto al estado de excepción permanente que viene siendo la vida para los habitantes de enclave

Hablar en serio de un tiempo nuevo requiere también reconocer la asimetría radical que atraviesa el conflicto entre un Estado poderoso con ejército, fronteras y aliados, frente a un pueblo privado de soberanía, recursos y libertad de movimiento al que casi le han robado a cañonazos la Historia. Es esa asimetría la que también explica por qué los palestinos, pese a la alegría por el alto el fuego, no pueden confiar en las promesas recibidas. Y es por esto por lo que, a riesgo de parecer unos aguafiestas, algunos nos vemos obligados a decir que sí, que celebramos la retirada, todavía parcial, de las tropas israelíes, o que camiones con ayuda humanitaria vuelvan a entrar en Gaza, o que cientos de miles de desplazados regresen a los solares donde un día se levantaron sus casas, pero también que es imposible que esa vuelta a la “normalidad” pueda traducirse en algo muy distinto al estado de excepción permanente que viene siendo la vida para los habitantes de enclave, muchos de ellos descendientes de los desplazados de 1948, desde hace décadas: una vida marcada, como escribía Edward Said hace más de dos décadas, por la presencia de “una alambrada electrificada en tres de sus lados” dentro de la que malviven, “aprisionados como animales”, los habitantes de una población “hambrienta y miserable” expuesta a los “miles de soldados dedicados a la humillación, el castigo y el debilitamiento intolerable de cada palestino, independientemente de su edad, sexo y estado de salud…”

Gaza representa en este sentido algo que incomoda al discurso dominante: la persistencia del pueblo palestino

Si algo nos dicen cada una de las ocho ofensivas militares a gran escala que, con anterioridad a esta, desencadenó Israel en lo que llevamos de siglo, es que cada tregua sin justicia no hace más que preparar la siguiente explosión. Por esto, ahora que se anuncia una nueva “reconstrucción”, es tan importante recordar que lo que renacen no son solo carreteras o edificios, sino la voluntad de seguir existiendo frente a quienes quisieran reducir esa existencia a un dato estadístico. Gaza representa en este sentido algo que incomoda al discurso dominante: la persistencia del pueblo palestino. Y desde esa óptica, aunque a nadie se le escapa lo que de maldición mítica encierra esta visión, cada familia que reconstruye su casa, cada camino abierto entre los escombros, cada herida ganada a la infección y cada nuevo alumbramiento se yerguen como modelos de resistencia.

Decía George Steiner que en nuestro tiempo “el lenguaje de la política se ha contaminado de oscuridad y locura”. Solo hay que escuchar unos minutos de cualquier rueda de prensa de Donald Trump –o ver cualquiera de sus zafios y mendaces vídeos– para apreciar cuán cierta es la apreciación. Pero también dejó escrito el gran humanista que “el lenguaje se venga de quienes lo mutilan”. Por ahí asoma una oportunidad. Por restituir un lenguaje que no se pliegue a los intereses de inmorales, charlatanes y negociadores de sonrisa impecable y que, investido de una renovada precisión moral, permita a los palestinos guarecerse de ese sol negro que reina noche y día en el cielo azul de Gaza.
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