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Patrimonio cultural
Cuidadoras invisibles también en el patrimonio

Hace años de esto, pero la imagen aún pervive en mi memoria: una mujer sube la colina con las llaves en la mano, mientras la esperamos a la puerta de la iglesia. Viene ella sola, vestida de negro. “¿Quieren que les abra la puerta?”, pregunta. No nos cobra nada por abrir la iglesia y por comentarnos brevemente cuál era esa iglesia, quién mandó construirla. Estamos en la frontera entre León y Asturias, en Pola de Lena, y estamos a punto de visitar uno de los hitos del arte prerrománico asturiano: la iglesia de Santa Cristina de Lena, uno de esos raros edificios que aún conserva un iconostasio. Tengo prisa por hacer fotos, por ver la iglesia por dentro, así que entro la primera. Mis acompañantes, sin embargo, se quedan en el portón y le preguntan cosas, y la mujer enseguida cuenta que lleva años custodiando el lugar.
En aquel momento presto más atención al edificio, que se me antoja impresionante, con sus escaleras interiores. Y mientras las subo, le oigo hablar, pero no me concentro en lo que dice. No me da por preguntarle el nombre, pero ella nos cuenta algunas cosas sobre la iglesia y sobre su vida.
A menudo, la historia de los monumentos aglutina las historias que han sucedido alrededor de los edificios. Y en esas historias se mezclan los saberes orales con las historias personales, que dejan un poso que se va retransmitiendo de generación en generación. En la localidad de Labuerda, como en muchas otras del Pirineo aragonés, para entrar en una iglesia tienes que contactar con los vecinos para poder acceder. Esto se repetía en muchísimos pueblos de la comarca del Sobrarbe.
Hace años, cuando el turismo aún no era masivo, se podía visitar estas iglesias llamando al vecino que le tocaba custodiar el monumento durante ese tiempo (normalmente averiguabas quién era cuando estabas ya en el terreno). Ese pequeño tiempo te permitía profundizar no solo en el patrimonio cultural más clásico, sino que te daba unas pinceladas del lugar. Normalmente, los guardeses pensaban que la vida del monumento era mucho más interesante que la suya propia, así que en ocasiones no hablaban demasiado.
Según un informe del Centro de Estudios sobre Despoblación y Desarrollo de Áreas Rurales que analiza la despoblación española, a partir de los años 50 los pueblos españoles perdieron aproximadamente un 40% de población por multitud de factores. Y pese a que las políticas de conservación del patrimonio se ampliaban y se promulgaban en todas las comunidades autónomas, especialmente desde el final de la dictadura y durante la década de los años 90, muchos monumentos quedaron desatendidos.
En ese lapso de tiempo entre la inversión y la habilitación para el turismo, las mujeres y los hombres que quedaron en esas poblaciones cuidaron de un patrimonio que, de otra manera, se hubiera deteriorado de una manera irreversible. Hace apenas 15 años no era raro encontrar pueblos en los que ya no quedaban vecinos pero sí iglesias pobladas de murciélagos o con humedades: no había nadie que los limpiara y los custodiara. Este trabajo, contaba un vecino de Labuerda en Huesca mientras nos enseñaba el esconjuradero de la población, se hacía “por gusto”, porque querían conservar algo que habían heredado, que era del pueblo y era algo de lo que estar orgullosos, y también porque las obras eran “muy hermosas”.
Era, y es, una dedicación diaria, que tenía como origen el apego de la herencia, pero también el de la comunidad. Un trabajo a menudo no remunerado e invisibilizado que ha recaído mayormente en las mujeres.
A lo largo de la historia, ha sido fácil pasar por alto a las mujeres que, sin obtener reconocimiento, se han encargado de preservar lo que más tarde se consideraría patrimonio cultural de nuestra sociedad. Muchas de estas mujeres trabajaban en la sombra, dedicando su tiempo y esfuerzo a limpiar y cuidar edificios de importancia histórica y religiosa, desde iglesias hasta palacetes y monumentos. Sin ellas, es posible que hoy no pudiéramos admirar la majestuosidad de ciertos espacios, pues su labor de mantenimiento diario no solo evitaba el deterioro físico, sino que preservaba un legado intangible que hoy forma parte de nuestra identidad colectiva.
Recientemente se han empezado a realizar estudios sobre la importancia de estas cuidadoras invisibles, cuya labor no se puede acotar a la defensa del patrimonio material. Algo que se ha reivindicado desde asociaciones como FADEMUR, que en 2021 celebró junto al Museo Arqueológico de Madrid las jornadas sobre la mujer rural y habló de cómo las mujeres en los ámbitos rurales son garantes de la conservación de la biosfera y del patrimonio material e inmaterial.
“Cuidar es un mecanismo de supervivencia, además nosotras consideramos que el patrimonio también somos nosotras mismas”, considera la gestora cultural Encarna Lago
Quizá uno de los motivos por los que no se ha tenido tan en cuenta a estas cuidadoras invisibles ha sido también el desinterés que se ha creado en torno al territorio y lo común. “Cualquier persona que vive en un lugar que continuamente está siendo agredido ve que ese desinterés se traduce en una falta de atención también sobre las personas”, comenta la gestora cultural Encarna Lago, que reside también en un entorno rural. “Así que cuidar es un mecanismo de supervivencia, además nosotras consideramos que el patrimonio también somos nosotras mismas”, añade.
Lago, que dirige la Rede Museística Provincial de Lugo, lleva más de 20 años recuperando ese patrimonio material e inmaterial con numerosos proyectos en la línea de la Nova Museoloxía que pretende dar un enfoque distinto a las exposiciones tradicionales.
Entre ellos se cuentan SoTERRAdas: a vida tralos mantelos, da Fortaleza ao Pazo, un proyecto que pone en valor los testimonios de las mujeres que mantienen la vida y los cuidados en las zonas rurales, es decir, su patrimonio material e inmaterial.
En SoTERRAdas se pone el foco en las silenciadas por la historia, en las sirvientas del Pazo de Tor que vivían en espacios subterráneos. Una mirada que difiere mucho de las exposiciones a las que estamos acostumbrados, que suelen poner toda la atención en el poder.
“Queremos hacer proyectos horizontales, partiendo de la realidad del conocimiento compartido”, explica Lago sobre otro de los proyectos con los que ha trabajado, “Recolectoras: memoria y tierra” en el que participan cuatro artistas —María Gar, Ana Gesto, Isabell Seidell y Andrea Torres— y en el que se pretende recoger la realidad del medio rural desde el punto de vista y las biografías de las propias protagonistas: las mujeres. “Se cogían las fotos que nos traían las mujeres y que recogían las historias de sus heridas y con ellas María Gar, por ejemplo, sacaba serigrafías de estas, otorgándolas varias capas, como si acabaran de salir de una excavación arqueológica”.
Estas exposiciones y proyectos dan una perspectiva completamente diferente de lo que llamamos patrimonio y de cómo este puede mostrarnos también pedazos de la intrahistoria, igual de importantes que la historia “oficial”, algo que podríamos denominar memoria viva del patrimonio, que se compone de los habitantes del lugar y que se contrapone a algunas iniciativas más alejadas de lo humano y más centradas en lo “funcional”.
“Ahora hay una cosa que se llama museos vivos, en la que te dan un código y tú llegas a la iglesia, entras, la ves y te vas. A mí parece muy bien, pero también creo que lo interesante también sea encontrarte con los que cuidan el lugar y hablar con ellos”, comenta Lago. Para ella, es interesante el encuentro con personas diferentes, “algunas de espacios en los que hay mucha socialización y los vecinos están acostumbrados, y otras personas de áreas más cerradas que tienen mucho más miedo al engaño. Recoger, por ejemplo, la realidad de esa desconfianza también es patrimonio”.
Pese a los esfuerzos de los últimos años, se está perdiendo mucho de este patrimonio invisible, como reconoce la propia Lago. “Además, no sabemos muy bien cómo recuperarlo”, concluye. Y sin embargo, hay que seguir intentándolo.