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Doctor en Historia y profesor de filosofía
Siglo y medio después de la abdicación de Isabel II en su hijo Alfonso, los Borbones se encuentran, como en las célebres caricaturas, en pelota. Resumida por el Rey Sol su forma de patrimonializar el Estado en el célebre, pero apócrifo dicho, “el Estado soy yo”, en la Casa Real todo fue siempre para uno solo, el rey, en lugar de uno para todos, como reza la leyenda mosquetera. En la era absolutista de Luis XIV y de Felipe V, tío y sobrino, el monarca constituía el pilar del sistema y la coraza de la aristocracia, que había cedido algunos de sus privilegios a cambio de protección frente a los campesinos y el futuro. Pasada la ristra dieciochesca de Luises, Carlos y Fernandos, la monarquía abandonó el empolvado y la gracia divina para seguir con el cuello intacto. Con un Borbón guillotinado en el cadalso jacobino, la familia había tenido escarnio suficiente para un par de Luises de propina.
Sin embargo, la guillotina no aceleró la historia en la península. Hubo que esperar a que Fernando VII se ahogase en sus excesos para que el Estado dejase de temblar al ritmo de su respiración pantagruélica. Muerto el rey absoluto, la figura del monarca pasó, guerra civil mediante, de cimiento del régimen a clave de bóveda del sistema. Metido Fernando VII en el pudridero de San Lorenzo en 1833, su viuda, María Cristina de Borbón, sobrina del finado y madre de la heredera, se hizo con la Regencia a cambio de darle el gobierno a los liberales, que temían más a los carlistas de lo que detestaban a la reina madre. Desmontar el Antiguo Régimen para adecuar el reino al capitalismo exigía un trágala que años antes, durante el Trienio Constitucional abortado por una invasión francesa demandada por el rey Fernando, no habían estado dispuestos ni a pasar con un saco de vino.
Encontrar el punto medio fue algo que los Borbones no consiguieron, a excepción, siendo generosos, de Alfonso XII, que pisó la tumba antes de cavarse el exilio
En el nuevo Estado liberal, que no democrático, se necesitaba un rey con atribuciones, pero no absolutas. Dependiendo de la inteligencia del monarca, éste podía abrasarse haciendo suyo el Estado, o, por el contrario, podía hacerse peligrosamente invisible como un florero. Encontrar el punto medio fue algo que los Borbones no consiguieron, a excepción, siendo generosos, de Alfonso XII, que pisó la tumba antes de cavarse el exilio. Y es que el paso de la condición de súbdito a la de ciudadano no es algo que una monarquía acepte de buen grado. No es agradable acostarte siendo rey por la gracia de Dios y levantarte limitado por una Constitución. La risa, como el llanto, va por familias o por casas, y en las reales incluso las lágrimas se confunden con los chistes macabros.
Si bien es cierto que, según Talleyrand, los Borbones exageraron en la costumbre regia del latrocinio, el verdadero problema, sin embargo, residió siempre en la institución misma, que se confunde con la persona, y viceversa. Toda monarquía es, por definición, una privatización de la cosa pública (res publica), pues un rey considera un derecho lo que constituye un privilegio. A esto, que en la época de los Luises y Felipes, de los señores y los siervos, se le llamaba “graciosa majestad”, ahora no es más que la legitimación de una anomalía. Porque lo que es ilegal para todo el mundo, puede ser legal para uno solo. Lo normal, por tanto, es que las casas reales confundan nación y Estado, institución y persona, voluntad y capricho. Razón por la que, virtudes o vicios individuales al margen, los Borbones han hecho papelones de comedia escritos con renglones de tragedia.
María Cristina hizo de su capa de viuda un buen sayo. La Regente y su marido, un guardia de corps ennoblecido por méritos de alcoba como duque de Riánsares, hicieron fortuna con las minas, el tráfico de esclavos y otras tropelías de tronío
Experta en la mezcla de ambos géneros, María Cristina hizo de su capa de viuda un buen sayo. La Regente y su marido, un guardia de corps ennoblecido por méritos de alcoba como duque de Riánsares, hicieron fortuna con las minas, el tráfico de esclavos y otras tropelías de tronío. Ahí comenzó el célebre “borboneo”, que retorcía las funciones regias dadas por la Constitución con la intención de salsear en todo negocio, político y económico, que se cociera en el reino. Habiéndose ganado la enemistad de los nuevos gerifaltes del sistema liberal, María Cristina dejó la Regencia en manos del general Espartero a cambio de conservar dinastía y fortuna. Marchó a Francia, pero desde allí preparó su vuelta y la de su marido en comandita con el general Narváez, el Espadón de Loja, que tenía por costumbre gobernarlo todo como un cuartel o una plantación de esclavos.
Derribado Espartero en 1843, volvieron María Cristina, su marido y la llamada Corte de los Milagros, esto es, un enjambre de curas, monjas y arribistas de mal agüero. Declarada Isabel mayor de edad a los 13 años y asentada la tropa milagrera para hacer de Madrid negocio y cortijo, saquearon el reino de cabo a rabo. Incapaz de otra cosa, Isabel se rodeó de generalotes con medallas y de piratas con chistera que convirtieron la corrupción en el sistema. La arbitraria modernización del territorio realizada bajo su reinado se hizo subastando tierras públicas, especulando a troche y moche, arrendando minas e implantando un sistema fiscal ineficaz y regresivo. En esta transición del feudalismo al capitalismo no hubo gran negocio aprobado en España en el que la Corte no metiese la mano, la espada o el rosario. El Estado, a pesar de todo, seguía siendo suyo y de sus milagreros.
Las llamas obligaron a María Cristina y marido a huir con las joyas entre las enaguas. Sofocado el furor revolucionario por el propio progresismo, que temía al pueblo desbocado, Isabel volvió al borboneo
El pueblo de la Villa, sin embargo, se enfureció en 1854. Aprovechando un pronunciamiento del Partido Progresista, que llevaba diez años sin pisar alfombra roja, los madrileños quemaron la casa del marqués de Salamanca, factótum de los pelotazos, y la del primer ministro de turno, uno de los Sartorius elevado a conde de San Luis por un capricho de la reina. Las llamas obligaron a María Cristina y marido a huir con las joyas entre las enaguas. Sofocado el furor revolucionario por el propio progresismo, que temía al pueblo desbocado, Isabel volvió al borboneo. Era cuestión de tiempo que la reina quedara, finalmente, al desnudo.
En 1865, ante una Hacienda quebrada, el gobierno de Narváez subastó bienes del Estado que la reina consideraba propios. Generosa como siempre, dijo el Espadón de Loja, Isabel cedió el 75 por 100 del valor de la venta al fisco, quedándose ella con el 25 por 100 de lo recaudado. Esta confusión del Estado con la monarquía, y lo de todos con lo de una, incendió no ya el gobierno, sino la dinastía. La mordida disfrazada de gesto generoso con el que se adornó Isabel, el “rasgo” del que habló Narváez y sobre el que escribió Castelar, prendió la noche de San Daniel y dejó sobre la plaza de Sol más de una docena de muertos a manos de la Benemérita. Al año siguiente, una sublevación en San Gil se saldó con el fusilamiento de medio cuartel, pues la reina exigió que no se ahorrasen balas en castigar la rebeldía. Revolcada en fango, sangre y miseria, el trono se hundía. Milagros, de haberlos habido, ya no los había.
Su San Martín, al decir de una revista de entonces, llegó tras la crisis de las compañías ferroviarias. La alta burguesía, creada al calor de las ventas de tierras, la deuda pública y el ferrocarril, había tejido y destejido España al gusto de su cartera. Con Isabel lo ganaron todo, pero ahora no querían perder nada. No se iban a jugar la bolsa y la vida por una reina carbonizada. Tras otro pronunciamiento y una derrota realista en Alcolea, Isabel, llamada la Castiza en sus días de gloria y la de los Tristes Destinos en sus tardes de exilio, partía al extranjero después de verse abandonada por los de arriba y vilipendiada por los de abajo.
Pasado el Sexenio Democrático (1868-1874) al grito de “nunca más los Borbones”, la dinastía regresó a España en otro giro sarcástico de la historia. En estos seis años la península conoció el reinado de Amadeo de Saboya, frugal y honesto en términos borbónicos, y la I República, federal, cantonal y unitaria. Tras sendos cuartelazos de los generales Pavía y Martínez Campos contra este fantasma democrático, Alfonso XII, caballero enamorado, martillo de jergones y viudo melancólico, apenas duró un suspiro. Sus diez años de reinado, sin embargo, bastaron para que Cánovas y Sagasta restauraran un régimen bipartidista, oligárquico y represivo, al que otro Alfonso, hijo póstumo del anterior, iba a dar la real puntilla.
Alfonso XIII borboneó en una España en la que el ejército, acostumbrado a ametrallar huelguistas, jornaleros y anarquistas, quería vengar el Desastre con disciplina cuartelera en la península y en Marruecos
Alfonso XIII tenía un carácter calavera, venal y caprichoso, poco adecuado para un reino sacudido por el Desastre del 98 y la lucha de clases. Aficionado a la velocidad, la pornografía y los uniformes, jugó a ser un káiser castizo, modernizador fallido y populista sin gracia. Alfonso borboneó en una España en la que el ejército, acostumbrado a ametrallar huelguistas, jornaleros y anarquistas, quería vengar el Desastre con disciplina cuartelera en la península y en Marruecos. Con estos mimbres, Alfonso hizo y deshizo gobiernos, apoyó las bravuconadas militares, gastó lo que le vino en gana, confundiendo de nuevo el Patrimonio del Estado con el suyo propio, y, finalmente, hundió la monarquía al unir su suerte a la de Primo de Rivera. No por casualidad, el cuartelazo de Primo se dio justo cuando iban a conocerse las implicaciones del rey en el desastre militar de Annual, ocurrido dos años antes. Para entonces, el sistema de partidos creado por Cánovas y Sagasta apenas sostenía a la oligarquía. El rey aceptó entonces la dictadura de lo que él, elocuentemente, llamó “mi Mussolini”. Sin embargo, lo único que hizo el dictador fue desguazar el sistema de partidos y dejar al rey, de nuevo, al desnudo.
El 14 de abril de 1931, Romanones comunicó al rey que incluso en su feudo se había votado a un alcalde republicano. Alfonso XIII marchó amargado al exilio sin renunciar a sus derechos dinásticos, legados a su hijo don Juan, destinado a ser hijo y padre de rey, y punto. Tras el sangriento expolio de España por el franquismo de la posguerra y el aluvión desarrollista, vinieron la Transición y la modernización socialista, que bendijo con el puño y la rosa la cultura del pelotazo. En estas salsas anduvo, con campechanía legendaria, Juan Carlos I. Pero cumplida cierta edad, dicen sus cronistas conocidos, al rey le empezó a dar igual ocho que ochenta. Vista la tela como venía de estampada, a don Juan Carlos le apartaron del trono por miedo de don Felipe a quedarse con herederas pero sin corona, y por terror del sistema a verse con su clave de bóveda hecha trizas en el suelo.
Descartado por Adolfo Suárez un referéndum sobre la forma de Estado, por puro miedo a perderlo, se encajó la monarquía en la Carta Magna como parte indisociable del acuerdo para pasar de la dictadura a la democracia
Designado heredero por el general Franco, no fue hasta 1977 cuando don Juan le cedió los derechos dinásticos, haciendo de la instauración franquista una restauración borbónica. Descartado por Adolfo Suárez un referéndum sobre la forma de Estado, por puro miedo a perderlo, se encajó la monarquía en la Carta Magna como parte indisociable del acuerdo para pasar de la dictadura a la democracia. El fallido golpe de Tejero le permitió sustituir un origen ignominioso por otro menos impresentable, que los cronistas elevaron a providencial e histórico. Consolidado en el trono como el padre de la democracia, todos los que no querían helarse en la estepa republicana se hicieron juancarlistas, que no monárquicos, porque el término implica vasallaje, y nadie quería hacer el papelón de lacayo cuando se estaba posando para la historia.
Lo que vino después fue, precisamente, vasallaje tácito y silencio ante las tropelías; anécdotas de campechano y Bribones de regalo; portadas rosas en Mallorca y portadas blancas en Zarzuela. El idilio llegó a su clímax en el año prodigioso de 1992, primero, y en las bodas de las infantas y el príncipe, después. Ni las caídas de sus conocidos (un monarca no tiene amigos, sino deudores y favoritos) Javier de la Rosa y Mario Conde le hicieron temblar lo más mínimo. Pero la recuperación de la memoria represaliada y la depresión económica desatada en 2008 cambiaron las tornas. Las estafas del yerno, alias el “duque empalmado”, el elefante tiroteado en Botsuana y la sonrisa recauchutada de Corinna, desvelaron lo innombrable. La impunidad, bien asentada para quien no roba gallinas, se había, simbólicamente, terminado. Enfocado por las cámaras y por la crisis económica, el rey dijo, para conmoción de quien no estaba en el secreto, que no volvería a ocurrir lo mismo.
Dos años más tarde, con el reino en la ruina y el monarca en las portadas, el príncipe abrió la salida de emergencia para asegurar la continuidad de la dinastía. Por el bien de la estabilidad en los mercados y la continuidad en los pelotazos, la consulta sobre la república se juzgó innecesaria. La demofobia de este gesto es el corolario de un reinado marcado por los tupidos velos y los consensos manufacturados. España, dicen, no puede arriesgarse a jugar al voto con la jefatura del Estado, pues los plebiscitos, como las armas, los carga el diablo. Sin embargo, las presuntas comisiones sauditas del padre y los sobrinos licenciosos le han puesto a Felipe VI la corona en almoneda. Forzado por las noticias, el rey ha dejado que a don Juan Carlos se lo empiece a comer la ingratitud o la historia. Ahora el rey emérito nos regala una propina haciendo una declaración complementaria, otro “rasgo” digno de mérito como el que terminó poniendo a Isabel II en la frontera. El tiempo dirá si escribiremos sobre Felipe VI con la plantilla de la tragedia o de la farsa, pero los renglones de esa historia serán, sin lugar a dudas, dignos de cualquier monarquía.
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