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Urbanismo
Urbanismos de la ausencia
Un urbanismo de la ausencia, de la expectación, se disuelve irónicamente en estos días de covid-19
La pantalla del iPad Air reproduce la cuarta temporada de Mujeres desesperadas. Me río pensando en que es casi un acto de arqueología revisitar los dramas de estas señoras en pleno 2020, pero esperando el vuelo que me devuelve a casa con la cuarentena que está cayendo me ha parecido el recurso de distracción más pertinente.
Con la espalda un poco atrofiada por las horas de tensión, retrasos y esperas busco un rincón impersonal perfecto que se ha escapado a la iluminación infaliblemente blanca del aeropuerto, bendigo a la Marina del pasado por haber cargado todos los dispositivos digitales de evasión cerebral y me acomodo en el play.
Vallas blancas recién pintadas, césped cuidadosamente cortado por hombres más hombres que los hombres y tartas con intenciones envenenadas dibujan el vecindario soñado.
¿A quién no le va a gustar?
Me como con la otra mano mi ensalada de ingredientes perfectamente contados y compartimentados en cajoncitos transparentes mientras pienso en lo precario del sueño vital de esas mujeres y el fracaso de un modelo de casitas brillantes en la periferia que se hundía con ellas muy solas dentro.
Pinchando un tomate transgénico se me rompe el tenedor de plástico en mitad de la superioridad moral.
Revelación cutre.
Dejo en el suelo el envase de mi almuerzo que se despliega como Pokemon y crece envolviéndome en La casa para la chica nómada de Toyo Ito.
Ya dentro, saludo a Bree que desde su ventana me mira con compasión. Las dos en el mismo punto de desengaño con la promesa cruel de nuestros objetos de deseo.
Ella al menos con tenedores dignos.
Vino y ansiolíticos en cocinas open space concept
El paradigma del urbanismo de periferias de los 90 (o su península ibérica edition en formato adosadas) dejaba claro el trazado del éxito. Bien consolidada la familia nuclear y una jornada de 8 horas, la vivienda bucólica en el extrarradio era el accesorio definitivo para el kit de sujetos con capital social.
*Sume a todo lo anterior una buena cobertura de gotelé.
Como resultado, barrios proliferando como hongos, atascos a las puertas de la urbe y malabares imposibles para las que cuidan.
Porque, claro está, cuando compramos el edén, no imaginamos el laberinto de sometimiento al que nos estábamos entregando. Compra-trabajo-responsabilidad afectiva-trabajo doméstico-satisfacción y realización.
Reducir el espacio a propiedad traía de la mano el deterioro de la relación con lo urbano-común, es decir, una ausencia generalizada en el fango social al que nos asomamos desde una meticulosa performance que nos posicionara en la escala de desarrollo neoliberal para la que nos estábamos dejando la piel.
Pero estas cosas de vino y ansiolíticos en cocinas open space concept parecen muy lejanas ya y roza lo cómico ese esfuerzo sobrehumano de las mujeres desesperadas por encontrar la plenitud de la vida en un esclavismo doméstico y silencioso.
Complementos vitamínicos y mindfulness en puertas de embarque
Mis amigas las exitosas y yo rechazamos hace tanto este canon doméstico que solo nos asomamos a él desde la ficción, la ironía o la incomprensión.
Nuestro mantra urbanita es la romantización ciega de la movilidad y la sofistificación de las prótesis que nos permiten un desplazamiento rápido, ergonómico y eficaz.
Coleccionistas de territorios y experiencias, a veces sorprendo a mis amigas (las más exitosas) con frases tipo “Para mí, la idea de casa es algo líquido. El espacio habitable del siglo XXI es un cuerpo desterritorializado”.
Pues ya estaría.
Así que nos esforzamos muchísimo por optimizar nuestros dispositivos inalámbricos, baterías de larga duración y mochilas impermeables que pasen los controles de las compañías low cost vaya a ser que algo frene el movimiento depredador o ponga en cuestión nuestra fantasía de autonomía.
Nómadas comprometidas con adaptabilidad y entrega total, aceptamos proyectos allí donde nos llaman. Sabemos que nuestro espacio crece al mismo tiempo que crece la producción de imágenes consumibles de nosotras mismas.
Y aquí la trampa, si paras o, lo que es lo mismo, si dejas de producir espacio de subjetividad, corres el riesgo de ser una sin techo en mitad de la vorágine. Y nadie para.
Complementos vitamínicos y mindfulness en puertas de embarque.
Cuando nos sentimos solas, nos consolamos por Facetime reforzando lo valiosa que es nuestra producción para la construcción de sujetas modernas. Cuando nos sentimos más solas de la cuenta y nos amenaza la crisis de presencia, se nos ocurre pensar que un progreso que considera el vínculo o el arraigo una debilidad quizás no es tan sostenible para la vida.
El objeto promesa era la casa. La casa ahora el cuerpo. El objeto promesa somos nosotras.
Fuck, amigas, nos seguimos relacionando con el espacio que habitamos en clave de consumidoras.
Urbanismo de la ausencia
Reclusas en promociones de adosadas o vagabundas en nuestros caparazones autónomos, nuestra acción se ha limitado a través del diseño de unos mecanismos de habitabilidad a la consolidación de un estatus con el que comerciar. Lo que está claro es que el urbanismo del capital se esfuerza por debilitar el común, quizás por la potencia política de este, quizás porque la interdependencia es capaz de resquebrajar las promesas sujetas a la idea de desarrollo.
Un urbanismo de la ausencia, de la expectación, se disuelve irónicamente en estos días de covid-19.
Viviendo el confinamiento como impasse o TAZ (Temporary Autonomous Zone )-Hakim Bey 1991. Nos sorprendemos forzando esos mecanismos de reproducción de los espacios para la autonomía.
La euforia de un aplauso a las 20.00 demuestra que una crisis es un territorio de presencia que sincroniza la precariedad y dependencia de unos cuerpos que hay que aliviar con urgencia.
Ni nómadas ni desesperadas. Reconocer el valor del vínculo con lo común es una responsabilidad necesaria para una ecología del espacio habitable.
Atender el ahora y permitirnos urbanismos desde la vulnerabilidad, el deseo y el cuidado nos invita a escuchar, bajo el estado de excepción, lo que pide la vida tras la caída del paradigma.