Guerra en Ucrania
Los ninis y Christa Wolf en la guerra de Ucrania (I)

En ciertos sectores ha cundido un sobrenombre a manera de insulto, los “ninis” (Ni OTAN ni Putin) para definir quienes intentamos escapar a la lógica bipolar y transversal del enemigo. En la segunda parte de este artículo se profundiza en este sentido
Fuck OTAN
Cartel contra la OTAN, contra Putin y contra la guerra Desarma Madrid
Asamblea Antimilitarista de Madrid
10 mar 2022 08:22

“Entre morir y matar hay una tercera posibilidad: vivir” (Casandra. Christa Wolf). La frase la escribió una mujer que, al contrario que las numerosas voces que jalean hoy en España la consigna de armar al Estado ucraniano -y prolongar y ampliar así una matanza inútil en las que ellas no participarán- supo en carne propia lo que era vivir en un país destruido. Una mujer que, tras la debacle de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que hacer valer su voz cargada de matices en el mundo bipolar de la Guerra Fría. Difícil e incómoda tarea la de llevar la contraria a las voces de mando que buscan siempre el relato más simple: o conmigo o contra mí. O amigo o enemigo. Para el caso que nos ocupa actualmente, o proucraniano o prorruso.

La frase se la hizo pronunciar la escritora alemana Christa Wolf al legendario personaje de Casandra de la novela homónima, en vísperas de una brutal destrucción -la de Troya a manos de los aqueos encabezados por el vengativo Aquiles y el ambicioso Agamenón-, que no puede menos que recordarnos el horror que hoy sufre la población ucrania agredida por el gobierno de Putin. Fijémonos en su paradójica construcción: ante la lógica binaria de la muerte en sus dos versiones -la disyuntiva de matar o morir-, la di-solución del dilema con una tercera posibilidad: la llamada a la vida. Sin más.

Simples palabras, dirán algunos. Pero las palabras son importantes, y más ahora en que, por lo que se refiere a España, más allá del envío de armamento a Ucrania -todavía no sabemos si regalado o pendiente de cobro, un detalle nada baladí- el discurso de la guerra, el de la necesidad del rearme de Ucrania y de la OTAN, del Nosotros o Ellos, está siendo voceado por los principales medios de información y por el propio gobierno Sánchez. Y es que el militarismo tiene que ver tanto o más con las mentes que con las armas. Es una manera de mirar el mundo según una lógica binaria que tiende a simplificar de manera absoluta la dicotomía amigo-enemigo, borrando todos los matices del gris hasta dejar un triste paisaje blanquinegro.

El militarismo tiene que ver tanto o más con las mentes que con las armas. Es una manera de mirar el mundo según una lógica binaria que tiende a simplificar, borrando todos los matices

Hasta las voces más lúcidas parecen haber caído en esa lógica. Jonathan Littell ha descrito en El País minuciosamente la intervención rusa en Georgia, Armenia, Siria, Crimea, Chad y Mali de las dos últimas décadas, y lo hecho bien. Ha olvidado, sin embargo, retratar las decisiones de Occidente, la Unión Europea y los Estados Unidos en el mismo lapso, a quienes ha presentado como potencias ingenuas y pasivas ante la creciente amenaza rusa. Ha olvidado, por ejemplo, la intervención militar en Afganistán de 2001, liderada por Estados Unidos y respaldada por la OTAN, así como la agresión occidental a Irak de 2003 a partir de las premisas demostradamente falsas de las armas de destrucción masiva. Ha olvidado la guerra de Siria, en la que Estados Unidos participó y que en cierta manera contribuyó a desencadenar con los intentos de desestabilización del régimen de El Asad que empezaron ya en 2006, como desveló Wikileaks. O la secular intervención francesa en sus antiguas colonias de Mali, Chad y Costa de Marfil, respaldadas por la UE. Todas estas guerras internacionales contribuyeron a generar una masiva afluencia de personas necesitadas de refugio que durante décadas se han agolpado -las que no murieron o mueren ahogadas en mares y océanos- en las fronteras de la UE, como las que hoy en día siguen siendo rechazadas por el gobierno polaco en la frontera norte de Ucrania y de las que poco o nada se habla. Al contrario que los ucraniano/as bien acogidos en la UE -cosa de la que nos alegramos- aquellos otros refugiados son hoy más que nunca invisibles. Sus historias casi no aparecen en las crónicas informativas de los grandes medios de nuestro país.


Pero yo no soy analista internacional: quien quiera informarse de la responsabilidad occidental en el apoyo a Putin de los veinte últimos años, esa especie de huecograbado o imagen en negativo que se olvidó de describir Littell, tendrá que recurrir a especialistas como Carlos Taibo, que lleva décadas informando sobre el conflicto Rusia-Ucrania, entre otros muchos. Mucho me temo que su discurso, cargado de matices y explicaciones, así como de críticas tanto a los actores rusos, ucranianos y occidentales, gusta poco a los actuales defensores del binarismo militar más simplón. Lo que me interesa aquí es reflexionar sobre la repentina y casi omnipresente irrupción de la guerra de Ucrania en nuestras vidas y en nuestra consiguiente reacción: en las noticias que consumimos, en los debates en conversaciones y redes sociales, en las manifestaciones que tienen lugar en el espacio público.

Estaba en nuestras manos paralizar el contrato de las corbetas de Navantia al gobierno saudí, pero no hubo casi debate público al respecto

Guerras y guerras

Escribía recientemente el activista Josemi Lorenzo Arribas que las guerras se preparan todos los días y, que por tanto, lo que había que preparar con la misma constancia era precisamente la paz. Allá por el 2018, cuando en la agenda informativa española el conflicto de Ucrania se hallaba ausente, pese a que la población de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk era bombardeada por el gobierno de Kiev, el Estado español estaba armando a Arabia Saudí en el conflicto de Yemen, una guerra iniciada en 2014. Las últimas estimaciones de víctimas de este conflicto todavía en activo hablan de unas 377.000 directas e indirectas, según datos de Naciones Unidas. Pocas fueron entonces las voces -Amnistía Internacional entre ellas- que se alzaron para intentar parar el conflicto o, al menos, amortiguar sus efectos sobre la población civil huzí. Estaba en nuestras manos paralizar el contrato de las corbetas de Navantia al gobierno saudí, pero no hubo casi debate público al respecto. Hasta el alcalde de Cádiz, antaño sensible a las posiciones antimilitaristas, defendió los contratos con el argumento de que el dilema “estribaba entre fabricar armas o comer”, en referencia a los puestos de trabajo de los trabajadores de los astilleros. Otro argumento simplón de lógica binaria, por cierto.

El envío de armamento al gobierno ucraniano, tal vez simbólicamente importante, es totalmente ineficaz desde un punto de vista práctico, como han destacado hasta generales en la reserva

El caso es que no hubo prácticamente debate público. El imperativo ético de defender a las víctimas no alzó el vuelo, a diferencia de lo que está ocurriendo en este momento con la Ucrania atacada por Putin. La población civil huzí no saltó a la palestra de los medios, las cadenas informativas no destacaron reporteros a la zona, el gobierno Sánchez no paralizó el envío de las corbetas de guerra.  Y es que habíamos estado preparando o, mejor dicho, manteniendo con absoluta constancia una guerra ante la abrumadora indiferencia de nuestra propia opinión pública.


Se evidenciaba así esa máxima, absoluta perogrullada pero totalmente exacta, de que, a más armas, más guerras y más mortíferas, como nos recordaba Josemi Lorenzo. En este momento, sin embargo, con la agresión rusa a Ucrania, un conflicto ciertamente mucho más próximo geográficamente, parece que esta vez sí, esta guerra sí la estamos viviendo con especial intensidad, a juzgar por su omnipresencia en noticias y debates. Aunque sea de lejos. O no tan de lejos: en la pantalla de nuestras televisiones, ciertamente, pero también en las vidas de la población ucrania y rusa aquí residente, compuesta por varios centenares de miles de personas. Hemos caído pues en la cuenta de que estamos viviendo una guerra en la que, además, el gobierno Sánchez ha invocado el imperativo ético del auxilio a las víctimas para aprobar el envío de armamento al gobierno ucraniano. Las voces a favor de sancionar dicha medida, tal vez simbólicamente importante pero totalmente ineficaz desde un punto de vista práctico -como han destacado hasta generales en la reserva- son ensordecedoras y cubren todo el espectro político: desde el PSOE y el PP hasta representantes de Unidas Podemos y de comunes como Alberto Garzón y Jaume Asens, este último antiguo abogado de insumisos al servicio militar obligatorio.

[N.E.] Mañana se publicará en este blog la segunda parte de este artículo.
Fernando Hernández Holgado es autor de Historia de la OTAN. De la Guerra Fría al intervencionismo humanitario (Catarata, 2000) y Miseria del militarismo (Virus, 2003).
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