Niño, periódico, sangre. De Madrid a Gaza (Recuerdo de Acacia Uceta)

Un precioso poema de la poco recordada Acacia Uceta (1925-2002), escrito ante el dolor de ver el cuerpecillo de un niño asesinado por los bombardeos, hermana el Madrid de la guerra civil y la actualidad dramática de Gaza
Acacia Uceta
Acacia Uceta, según el pintor Lorenzo Goñi, ilustración realizada para su libro de poemas "El corro de las horas" (1961). Cedido por Enrique Domínguez Uceta ©
Historiador
12 ene 2024 08:00

El pasado sigue vivo en la medida en que el presente sigue resonando en él, y al revés.

Leído hoy, a la oscura luz del genocidio actualmente protagonizado por el ejército israelí en Gaza, un antiguo poema referido a una realidad histórica muy distinta -la de los bombardeos sobre el Madrid de la guerra civil- reverbera de nuevo, y reverdece, aboliendo el tiempo. Las imágenes de los niños palestinos masacrados por Israel a lo largo de los últimos meses –más de ocho mil desde la ofensiva que siguió a los atentados de octubre del año pasado- parecen dialogar con las de los cadáveres de aquellos otros niños, madrileños, publicitadas en la prensa gráfica de la época. Del Madrid de los bombardeos franquistas de 1936-1939 a la Gaza de 2023. Tiempos y realidades históricas rotundamente diversas e incomparables, pero con una misma imagen terrible resonando como resultado final, el de toda guerra: el sufrimiento y muerte de los inocentes.

Evocábamos el otro día a Acacia Uceta Malo (1925-2002) con su hijo Enrique Domínguez Uceta, arquitecto, periodista y fotógrafo, autor del monumento a Miguel Hernández levantado en 1985 en el madrileño Parque del Oeste. Cumplida representante de lo que Miguel Salabert denominó el “exilio interior”, Acacia fue una grandísima poeta que tuvo, por desgracia, que desenvolverse en el ecosistema hostil de la dictadura franquista. Un ecosistema hostil a cualquier propuesta crítica y renovadora -en cualquier plano de la vida- y a la propia condición de mujer intelectual que ostentó junto a aquellas pioneras que, a principios de los cincuenta, osaron montar sus propias tertulias literarias: Gloria Fuertes, Adelaida Las Santas, María Dolores de Pablos…

Fue Acacia una “niña de la guerra”. Tenía solo diez años cuando sufrió los bombardeos de Madrid, viviendo como vivía en la calle Pelayo, cerca de la antigua plaza Vázquez de Mella y actual de Pedro Zerolo. La plaza llegó a ser bautizada irónicamente como “del Guá”, por el enorme socavón que formaron los disparos de obús obsesivamente dirigidos contra la torre de la Telefónica, el edificio más alto por entonces de la capital. Como me explicaba Enrique, toda aquella zona resultó afectada por las correcciones de tiro de la artillería de los sublevados.

Nos callamos ahora para escuchar la voz de los inocentes, de Madrid a Gaza, dialogando en silencio de una punta a la otra de la Historia

En una entrevista de 2021, la hermana de Enrique, Acacia Domínguez Uceta, evocó un recuerdo muy particular de su madre. Cuando las sirenas anunciaban los bombardeos, el maestro de su colegio de la calle Gravina interrumpía las clases y abría la puerta para que los niños pudieran correr a los refugios. Fue la imagen de uno de sus compañeritos muerto en la calle la que marcó de por vida a la niña Acacia Uceta, aboliendo de paso el tiempo. La dejó reflejada en el poema “Bombardeo en Madrid”, que reproducimos aquí de La Memoria y la sangre. Antología poética (Vanguardia Obrera, 1986). Nos callamos ahora para escuchar su voz: la suya y la de los inocentes, dialogando en silencio de una punta a la otra de la Historia.

Dejaron los pies al aire.

Le cubrieron con periódicos

que no empaparon la sangre.

Niño roto en el asfalto

sobre la cruz de dos calles,

desde el colegio a la muerte,

apenas vuelo que nace,

apenas alba de espiga

entre la guerra y el hambre.

Niño, ¿qué te habían dicho

en la escuela aquella tarde?

¿Qué números de inocencia

sobre la nada sumaste,

qué letras ibas uniendo,

qué eslabones enlazaste

entre tus manos de nieve

y el odio que iba a buscarte?

¿Qué saber te robaría

el juego que no jugaste:

suma infinita de ceros

la metralla por tu carne,

la metralla contra el lirio

hasta conseguir troncharle?

Contra el estruendo, el silencio

de tu risa hecha cristales.

Niño, si hubieras oído

aquel grito de tu madre,

más fuerte que las sirenas,

y que las bombas cobardes,

retumbando para siempre

sobre el ruido del combate,

lamento infinito y solo,

eterno ya en un instante…

Todo el mar enfurecido

Se hizo lágrima al llorarte.

En ti se moría un mundo

de sueños primaverales,

de minúsculos fulgores

que sólo la infancia sabe:

el mundo puro y distinto

que en tus pupilas creaste.

La tierra y el universo

podrían justificarse

si hubiera habido una fuerza

capaz de resucitarte.

Pero todo estaba inmóvil

-niño, periódico, sangre-.

Por las alas del papel,

se desovillaba el ángel.

¡Qué vergüenza en los luceros

que no podían salvarte!

En tus zapatos oscuros

la noche vino a estrellarse

igual que dos golondrinas

inmoladas en el aire.

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