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Política
La ciudadanía es un cuento, de los que importan
Usted no "es de aquí”. Vive aquí, coge el bus aquí, una cantidad creciente de las personas a las que quiere o los asuntos en los que piensa, puede que incluso la totalidad de ellos, están aquí pero usted no es de aquí. Entre el aquí y usted media un viejo dispositivo jurídico de funcionamiento asimétrico que permite que le abarquen todas las obligaciones del aquí pero no todos los derechos. Lo que le pasa es que usted carece de la ciudadanía del aquí en el que vive.
En torno a la serie de puertas que separan lo nacional de lo extranjero se estructuran millones de vidas y, sin embargo, este asunto, que alguien pueda ser, pero sin ser ciudadana apenas ocupa atención. Hemos querido mitigar esta carencia al invitar a Irene Ortiz Gala para hablar de su libro El mito de la ciudadanía (Herder). Su referencia al mito, no se confundan, alude al especial arraigo y permanencia de algunos relatos sobre el origen de nuestras ideas de la ciudadanía, que han persistido hasta nuestra forma “naturalísima” de entender la distribución política del mundo. No alude, es importante aclararlo porque si no, usted, que “no es de aquí” va a empezar a torcer el gesto con razón; no alude a que la ciudadanía sea una cosa frágil y ornamental que el Estado pasea en las fiestas de guardar. Al contrario, ni siquiera una vida social crecientemente plural en lo nacional y en lo cultural provoca que se allane ese dispositivo jurídico que estructura la forma de ser en nuestra vida política.
El libro de Ortiz plantea que hemos llegado aquí por una limitación de la vida (que merece garantía) política respecto al conjunto de la vida y que esa exclusión opera conforme a dos características que ya regían en nuestros antecedentes clásicos. La idea ateniense de que solo los propietarios iguales en sangre y tierra, nacidos y muertos en la polis, podían formar parte de la comunidad política con plenos derechos y la idea romana imperial de que distintos grados de ciudadanía podían extenderse a nuevas poblaciones, a condición de subordinarlas a los ciudadanos pata negra y ponerlos a servir a su interés.
Si usted sí “es de aquí” y esto le parece muy alejado, piense en las coordenadas de cualquier Estado moderno: en su dimensión mecánica, fría y administrativa en pos del aumento y conducción de las fuerzas productivas, pero también en la dimensión orgánica, caliente e identitaria del proyecto nacional, con sus héroes y sus villanos. O piense, mucho más cerca, en la semana política. Piense en lo que cuesta juntar 700.000 firmas (de ciudadanía en su cenit) para que en el Congreso tengan a bien discutir que medio millón de vecinas tengan algún derecho de residencia y de trabajo, aunque sea temporal. Manéjese con los buenos argumentos en términos de impuestos, pensiones, universalidad de los derechos sociales e incluso de pura justicia que encontrará, pero también piense en el alto grado de identidad, de origen, de clase, de piel, que se sigue exigiendo para formar parte de las comunidades políticas. Traemos de ponerle un pensamiento al asunto porque por ahí aflora un componente de la ciudadanía, de una naturaleza excluyente tal que resulta inagotable por mucho que se pretenda extender su alcance. Algo de todo esto hemos querido abarcar. Que aproveche.