Euphoria4

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Euforias tímidas

Algo extraño está sucediendo en las ficciones televisivas más seguidas del momento. ¿Estamos viviendo el comienzo de una nueva forma de entender a los públicos?

La liebre saltó a finales del pasado diciembre, cuando, en distintas redes sociales, el público del filme No mires arriba (Netflix, Adam McKay, 2021) se hizo eco de un extraño suceso: políticos de todo el espectro ideológico reían con ganas las ocurrencias de la sátira, haciendo suyas sus aparentes reivindicaciones. A izquierda y derecha, todos consideraban sin lugar a dudas que la película secundaba sus premisas, y el público se dividía entre quienes se sumaban al carro que sentían que les interpelaba y quienes contemplaban con estupor el fenómeno óptico.

Lo que en este caso podría leerse como otro síntoma del solipsismo producido por la estructura de las redes sociales no parece, sin embargo, algo totalmente ajeno a ciertas condiciones de realidad. Baste para ilustrar esta idea el ejemplo de The Night Of (HBO, Steven Zaillian, 2016), una estimable serie, aunque por estas tierras pasara algo desapercibida, en la que John Turturro interpreta a Jack Stone, picapleitos que se mueve con soltura en las intemperies de la clase obrera estadounidense y que encuentra posibilidades en la defensa de un estudiante paquistaní injustamente acusado de asesinato. La serie, caracterizada por una atmósfera descascarillada y por cierta morosidad en el retrato de los ambientes más deprimidos de la sociedad yanqui, presenta, no obstante, una extraña peculiaridad: no es posible identificar si atribuye las causas de las tribulaciones de los protagonistas a la estructura de las instituciones públicas, o a la falta de financiación de estas. En otras palabras, incluso participando directamente de la representación de los sectores populares más desfavorecidos, y hasta problematizando su condición, no hay aspectos objetivos en el drama que impidan el aplauso de un lado y del otro del espectro ideológico.

La operación que posmodernizaba la forma fílmica de los imaginarios sociales en el realismo tímido consistía en centrar el foco en aspectos circunstanciales, anecdóticos, de las problemáticas obreras y olvidar en el camino el análisis, temático y formal, de sus causas

A poco que se piense, hay algo perturbador en este efecto. Pero hagamos un alto en el camino. En el año 2005, en su artículo “Modelos realistas en un tiempo de emergencia de lo político”, el profesor de la Universidad de Girona y crítico de cine Àngel Quintana advirtió de cierta tendencia del cine español de principios del milenio a observar la realidad a partir de las imposiciones de un guion cerrado, sin verdadero contacto con lo real más que como excusa para construir un relato que satisficiera los habituales estándares narrativos. A esta tendencia contribuirían cineastas como Fernando León de Aranoa, Icíar Bollaín, Achero Mañas o Benito Zambrano. Tal inclinación del comúnmente llamado “cine social”, que Quintana bautizó como realismo tímido, venía a confirmar la incapacidad o falta de voluntad (tanto da) de la industria española del cine para desbordar un molde cinematográfico, siempre el mismo, replicando en el fondo lo que habían hecho los cineastas de los 90 (Julio Medem, Juanma Bajo Ulloa, Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar) desde propuestas más alejadas del modelo realista. La operación que posmodernizaba la forma fílmica de los imaginarios sociales en el realismo tímido consistía en centrar el foco en aspectos circunstanciales, anecdóticos, de las problemáticas obreras y olvidar en el camino el análisis, temático y formal, de sus causas. Todo por la realidad, pero sin la realidad. El drama se limitaba a la experiencia concreta de lo adverso, y en ese entorno inmersivo, cotidiano, tan propicio a los conflictos hollywoodenses, conseguía la satisfacción inmediata de los públicos.

Si bien el caso del cine del realismo tímido, típicamente de izquierdas, no coincide del todo con el modelo ambiguo de los contenidos en la era del capitalismo de plataformas, no es menos cierto que parece apuntar a una tendencia de la industria al distanciamiento inane, no ya de los síntomas (con los que se muestra ferozmente empático), sino de sus causas. Y no nos referimos ahora al ejemplo de una serie con ecos callejeros de un ya lejano 2016, o al curioso fenómeno de alucinación colectiva que trajo consigo el asteroide de Leonardo Di Caprio y Jennifer Lawrence, sino a los actuales buques insignia de HBO: Succession (Jesse Armstrong, 2018-) y Euphoria (Ron Leshem y Daphna Levin, 2019-).

Lo de criticar el capitalismo se ha convertido, de hecho, en un lugar común y casi en una obligación en la ficción televisiva: cuesta encontrar la serie que no lo haga, porque va en ello su prestigio

Es posible, desde luego, despachar ambas series como críticas-descarnadas-al-capitalismo (o con cualquier otra frase hecha de las que pueblan el periodismo cultural de piloto automático). Lo de criticar el capitalismo se ha convertido, de hecho, en un lugar común y casi en una obligación en la ficción televisiva: cuesta encontrar la serie que no lo haga, porque va en ello su prestigio. Walter Benjamin ya advirtió sobre la capacidad del sistema capitalista de albergar la crítica, no solo sin deteriorarse, sino incluso reforzándose; una invulnerabilidad en cuyo fondo late el famoso eslogan thatcheriano “There is no alternative” al que Mark Fisher dedicó su célebre Realismo capitalista (2009). En todo caso, ya que hablamos de alternativas, nos preguntamos: ¿realmente no hay alternativa a esta interpretación de las dos series del momento?

En Succession, el drama se desanuda cuando el multimillonario Logan Roy (Brian Cox), CEO de un grupo de medios de comunicación, queda inhabilitado como consecuencia de un infarto. Escudada en un amasijo de ambiciones, orgullos heridos y traumas personales, su prole despliega toda su habilidad para disputar el lugar del padre, hasta que la recuperación de este dispone las piezas para un enfrentamiento directo. La serie presenta, qué duda cabe, las miserias de un modelo socioeconómico basado en la competencia, el cinismo y la ausencia de amor. Y, sin embargo, una interpretación desde el liberalismo económico no dudaría en atribuir todas estas características a cualquier modelo propio de una sociedad compleja desde el feudalismo. Cosas de la “naturaleza humana”. Aquí, al menos, las cuchilladas son metafóricas. Los propios diálogos prestan a esta versión no pocas citas a la horda freudiana primigenia de Tótem y tabú (1913). Tranquilícense, Edipo lo explica todo.

Pero, siguiendo la línea neocon hasta la estación terminal del reaccionarismo, queda aún la posibilidad de entender a los personajes como participantes de un simple dilema generacional al que se suman demandas de género sin implicaciones de clase: el viejo tiburón aferrado a su concepción tradicional de empresa resulta tan simpático a esta idea como el exaltado y agresivo joven aficionado a las metáforas sexuales, el neurótico hijo mayor o su calculadora hermana con rasgos psicopáticos. Entran en el lote los arribistas de clases inferiores, que con sus juegos de poder aportan hilaridad al conjunto. Tales interpretaciones quedan amparadas por la ocasional intervención, anónima y escasa cuando no ridícula, de manifestantes con pancartas (prácticamente en funciones de NPC de videojuego), así como por la presencia antipática del líder político de izquierda Gil Eavis (Eric Bogosian), un personaje con dejes autoritarios, idealismo de salón, descuidado pelo ralo y una aparente incapacidad natural para combinar corbatas y camisas. Es decir, definido con el clásico trazo grueso con que la propaganda más elemental señala a sus rivales.

¿Realmente se puede hacer creer a todas y cada una de las posiciones del espectro ideológico que se está de su lado, por incompatibles que estas sean entre sí?

Así las cosas, surgen las preguntas: ¿Puede considerarse una crítica-descarnada-al-capitalismo una serie que desprestigia a tal punto cualquier alternativa a este? ¿Es inequívoca la toxicidad que parece desprenderse del retrato de una familia carcomida por el consecuencialismo y la lógica del poder y los mercados? Por otra parte, ¿realmente se puede hacer creer a todas y cada una de las posiciones del espectro ideológico que se está de su lado, por incompatibles que estas sean entre sí? ¿No estaremos más bien ante una ilusión retórica, una sobreinterpretación?

Adentrémonos en Euphoria. La serie que la generación Z ha hecho suya. La que hace oscilar a padres y madres entre el reconocimiento de sus (indudables) valores narrativos y de producción y el horror de lo que interpretan como un espejo del futuro que se llevará a sus hijas, y también a sus hijos, pero menos. El séquito de adolescentes protagonistas de esta serie, de una belleza rutilante y desesperada, podría interpretarse como un desfile de reses abiertas en canal por un sistema basado en las apariencias y en la monetización del ser; una juventud que se ha interiorizado ya como mercancía y que para contrarrestrar la disolución de su deseo no duda en darse plenamente, sin resquicios, a una permanente profanación del yo, ya sea en la forma de sumisiones afectivo-sexuales, de autoexplotación como espectáculo de otros o de drogodependencia. En fin, ¿qué más necesitamos para confirmar sin lugar a dudas que nos encontramos ante una muestra de crítica-descarnada-al-capitalismo?

Sin embargo, la cosa no está tan clara. El planteamiento dramático de la serie permite a la perspectiva neoliberal depositar todo el peso de la culpa en la deficiencia de las estructuras familiares. Un ejemplo claro es Cal Jacobs (Eric Dane), personaje que encarna al único capitalista de la serie, homosexual que debido al embarazo prematuro de la que fue su novia en el instituto ha quedado encadenado a una vida de engaño. Es esta frustración “desdichada”, propia de una sociedad culturalmente hipócrita, la que repercute en la monstruosidad de su hijo Nate (Jacob Elordi), y en ningún caso su condición capitalista, aunque esta se vincule de forma difusa, indirecta, a la necesidad del personaje de prevalecer según valores patriarcales y heteronormativos. Es decir, desde esta perspectiva, la base del conflicto en la serie serían las familias, “por desgracia” organizadas en la mentira, la incomunicación y el chantaje, ya que, objetivamente, no hay en el contenido ningún análisis de las condiciones sistémicas de las que aquellas son síntoma. Esta detención de las causas en la condición familiar llevará, por otra parte, a la óptica conservadora a descansar en discursos nostálgicos sobre la estabilidad de los viejos y confiables valores familiares, y hasta, llegados al reaccionarismo, a advertir de la conveniencia de las terapias de conversión y otras aberraciones de corte fascista. 

Cada sector de la audiencia se ve afirmado en sus premisas y se muestra incapaz de identificar otras interpretaciones que 'también' se encuentran en el texto

Todo esto es muy extraño. No se trata de la clásica equidistancia, siempre propicia a la observación desde ángulos diversos y por tanto a la dialéctica. Tampoco de la ausencia de análisis interesada en la propaganda de un punto de vista determinado (aquello que Sergei M. Eisenstein imputaba al cine de Griffith). Estamos también lejos de los antihéroes (desde Jack Bauer hasta Gregory House) y antivillanos (desde Tony Soprano hasta Walter White) que poblaron las series estadounidenses post-11S, capaces de concitar las simpatías de distintos sectores ideológicos sin que estos dejaran de ser plenamente conscientes de lo contradictorio de sus filias. Lo que aquí ocurre es otra cosa: que cada sector de la audiencia se ve afirmado en sus premisas y se muestra incapaz de identificar otras interpretaciones que también se encuentran en el texto.

Llamaremos criptorrealismo al resultado de la operación por la cual se consigue este efecto: allí donde el fundamento del realismo no es el discurso que se quiere hacer valer, sino el logro de la hegemonía sobre públicos diversos que ya no pueden ser convencidos. Un totalitarismo invisible, que ya no responde a la lógica de la manipulación de las masas, sino a la de las manadas. Qué mejor forma de mantener el statu quo que contentar a todos al mismo tiempo. Decían Theodor Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración (1944) que en el capitalismo divertirse significa estar de acuerdo, algo que en la actualidad puede atribuirse tanto a la mecánica del like en las redes sociales como al fenómeno que nos ocupa. Así, lo tecnoeconómico decide los enunciados, que son en rigor insondables en cuanto a sus condiciones de enunciación. Las similitudes entre esta perspectiva y la de una inteligencia artificial parecen inmediatas. ¿De qué forma pensaría esta última algo tan humano como las adhesiones ideológicas? En efecto, desde un lugar más allá del sentido, un post-racionalismo polivalente y orientado al máximo beneficio; un programa estético basado en la ausencia de análisis, la simulación de la complejidad y el recurso ficcional a la simple (de)mostración empírica de ecosistemas humanos cerrados y sin contexto, sean estos familias de clase obrera y media o propietarias de corporaciones multinacionales.

¿Es así como nos piensan las máquinas, satisfechos en nuestra autocomplacencia, fosilizados en el final de la historia?

Hans Georg Gadamer, en Verdad y método (1960), sostenía que la ironía (la forma en que decimos algo diciendo su contrario) se caracterizaba por el hecho de que, para ser correctamente entendida, los interlocutores debían estar en sintonía ideológica. En ese sentido, podríamos ver nuestro criptorrealismo como un fenómeno post-irónico, en el que esa condición ambigua del enunciado implosiona y se difracta, constituyéndose en un deseo total, similar al umami (el sabor que contiene todos los sabores) o al tornasol (el color que contiene todos los colores). No es casual que sea precisamente el segundo el que compone la paleta de colores de Euphoria.

¿Es así como nos piensan las máquinas, satisfechos en nuestra autocomplacencia, fosilizados en el final de la historia? Un último apunte: en el primer capítulo de la segunda temporada de Euphoria, en el transcurso de una fiesta, dos de los personajes más exteriores al drama (un narcotraficante de poca monta y una joven con inquietudes literarias, entre quienes se evidencia cierta química a pesar de la lejanía de sus horizontes vitales), charlan relajados en un sofá mientras a su alrededor, en las subtramas de otros personajes, se sucede un infierno de infidelidades, depresión, celos y culpa:

Si crees en Dios, ¿cómo justificas lo de vender droga?

A ver, mi tío Carl tuvo diabetes por comer demasiado en McDonald’s. No verás a nadie yendo detrás de ellos.

Si yo fuera Dios, no sé si dejaría entrar al CEO de McDonald’s en el cielo. Diría: “Que le den”.

Sí, es un buen argumento. Habría que desarrollarlo un poco más.

Hay que admitir que, como autocrítica, el diálogo tiene su gracia.

Arquivado en: Televisión Series
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Kaep K. Weshêt es doctor en comunicación y profesor e investigador de cibercultura y nuevos medios.

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