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Deformación de 'El hombre de Vitruvio' de Da Vinci.

Inteligencia artificial
Malas artes

Ciertos movimientos en el sector editorial revelan intereses en el uso lucrativo de las inteligencias artificiales. ¿Qué futuro cabe esperar para los profesionales de la creación?

Suele pensarse en las imágenes como ilusiones, fantasmagorías que solo tienen de real lo justo para existir. Y claro, algo de eso hay: sin su capacidad para la ensoñación, sin ese “ser pero no ser” que guardan, no sería posible abrir en dos la realidad para fugarse a parajes más amables, lúdicos, críticos o experimentales. Incluso cabe el peligro de tomar las ensoñaciones por realidades, como demuestra la sociología de los bulos y de las fake news; o de que la realidad parezca menos real por el hecho de ser expresada en determinadas formas de imagen, como sucede a diario con el desfile de atrocidades en informativos y programas de actualidad. Decía Philippe Dubois que las imágenes dicen algo, pero no se sabe qué.

Tampoco es que se pueda huir de ellas. A lo sumo, se puede cambiar unas por otras. Al sujeto se le escapa todo lo que no es imagen, también las condiciones y explotaciones que la producen. El llamado fetichismo de la mercancía consiste en esa maniobra, que deriva toda la atención a las cualidades del producto y oculta las condiciones en que fue producido. Hollywood, buen conocedor del funcionamiento del deseo, supo casi desde el principio que debía apoderarse de su imagen como lugar de producción, introducir sus lógicas capitalistas en su propia mitología idealizante; de ahí el apelativo “fábrica de sueños” popularizado a partir de los años 30, justo cuando florecían los primeros sindicatos. El subtexto era claro: Si nuestras fábricas pueden soñar, qué importa lo que ocurra en ellas.

Estos tiempos no son aquellos, si bien persisten ciertas lógicas. Sirva como ejemplo el reciente movimiento de la editorial cARTEm, que ha decidido comercializar un libro, Tolkien Legendarium: Héroes, íntegramente ilustrado mediante inteligencia artificial. La indignación de lectores y profesionales de la ilustración, contestada por Pedro Iribarnegaray, socio de la empresa, con un comunicado no precisamente conciliador (“Y lo siento, no te voy a convencer, pero tú a mí tampoco”), no ha cesado desde que saltó la noticia, y autores tan cardinales para el cómic español como David Rubín y Enrique Corominas han mostrado públicamente su repulsa sin fisuras a la decisión de la editorial.

En lo que concierne a la ilustración, el resultado que produce la inteligencia artificial es eso, un resultado, el extremo de una operación matemática, y no una creación con valor artístico 'per se'

En el comunicado de cARTEm pueden hallarse con toda nitidez los rasgos de la ideología burguesa; su interés en poner el foco en ese mundo resplandeciente de las nuevas tecnologías y sus potencias infinitas, y en dejar en sombra los aspectos materiales de la cuestión, meros estorbos lamentablemente humanos en el pedregoso camino a Lo Absoluto. Tres son las principales ideas del comunicado: (1) que la IA crea, (2) que la IA no roba y (3) que el verdadero meollo de todo este asunto no es sino la velocidad, origen del miedo en los pobres públicos, ignorantes de que todo esto ya sucedió en el pasado.

Por partes:

(1) Lo cierto es que es tan exacto decir que la IA crea contenidos como asegurar que un ecosistema crea su flora y su fauna. La IA normalmente empleada en generación de imágenes es un sistema VAE de autocodificadores variacionales que reconstruye datos contenidos en datasets y arroja su resultado más probable, una media genérica no concebida, sino calculada por algoritmos ciegos. De ahí la nula originalidad de las producciones habituales de la IA, que solo alcanza algún efecto interesante cuando se equivoca. En lo que concierne a la ilustración, el resultado que produce la inteligencia artificial es eso, un resultado, el extremo de una operación matemática, y no una creación con valor artístico per se; esta necesitaría una conciencia para producirse, una subjetividad que aquí se halla perfectamente ausente. Desde luego, los prompts son introducidos (de momento) por una conciencia, aquí un tal Carlos del Corral que figura falsamente como autor de los diseños y las ilustraciones (¿pero no era la IA la que creaba?); en todo caso, cualquiera que sepa un mínimo del proceso creativo sabrá también que este sucede más allá de cualquier descripción, por exhaustiva que esta sea.

(2) La idea de que la IA no roba tiene muchos matices jurídicos. El apartado 107 del Reglamento de la Unión Europea sobre inteligencia artificial del 13 de junio de 2024 establece como procedente que los proveedores de IA de uso general “elaboren y pongan a disposición del público un resumen suficientemente detallado de los contenidos utilizados para el entrenamiento del modelo”. Si bien no puede hablarse de robo en términos estrictos, este requerimiento de transparencia admite que se emplea trabajo ajeno no declarado en el enriquecimiento particular. En fin, estrictamente tampoco las plataformas digitales roban los datos de nadie, guiño-guiño.

En este punto, el autor del comunicado no ahorra en comparaciones poco prudentes: también Sergio Leone tomó prestado de John Ford, etcétera. Según esta perspectiva, que una mente humana, con sus experiencias, sus conocimientos adquiridos en tortuosos procesos de aprendizaje y sus concepciones del arte y de la vida, se inspire en los imaginarios de un creador cuyas películas le fascinaban desde niño, equivale a meter prompts e ir viendo. Esta es la segunda ocasión en que Iribarnegaray intenta interesadamente borrar las diferencias entre una conciencia humana y un sistema algorítmico. Aún queda una tercera.

Sea lo que sea lo que hace la IA, afecta, y mucho, a los profesionales de un sector ya de por sí nada fácil

(3) Según el socio de cARTEm, es ingenuo observar diferencia de grado, validez o efecto entre el uso de IA y la digitalización del entintado y del color que se impuso en la ilustración de finales de los años 90. También alude a la fotocopiadora Xerox que permitió a los dibujantes de Disney imprimir sus lápices directamente en el acetato para aligerar el arduo proceso de animar los perros de 101 dálmatas. De nuevo, la defensa no parece advertir ninguna diferencia entre tecnologías que aceleran o refinan la producción realizada por profesionales y tecnologías que sustituyen la fuente misma de la creatividad: por muy digitales que sean, el entintado y el color, incluso pese al debate que puedan suscitar respecto al acabado, siguen siendo obra de ilustradores, como lo son los lápices originales impresos en el acetato.

Podrá discutirse sobre si lo que hace la IA es creación y robo como se discutiría sobre el sexo de los ángeles, pero lo cierto es que, sea lo que sea lo que hace la IA, afecta, y mucho, a los profesionales de un sector ya de por sí nada fácil. Así lo han reconocido los miembros de la Plataforma de Editores Independientes de Cómic (PEIC) en su manifiesto común contra estas prácticas. Esto no tiene nada que ver con los usos del arte generativo, tocantes a un segundo grado de la intención, conceptual, que no se encuentra en el arte de la ilustración: el mismo segundo grado (atento a la reflexión sobre el medio y no a la representación) desde el que Duchamp proponía un urinario como obra de arte. Tampoco con los usos experimentales que este mismo blog ha llegado a probar en alguna ocasión, sin fines lucrativos y con el crédito de la IA claramente especificado. Tiene que ver con las brechas que el poder económico va a intentar aprovechar siempre que se le dé opción. Tiene que ver con las condiciones materiales de la vida.

Ya en El capital, Marx avisaba sobre lo que consideraba la gran contradicción original del capitalismo: la tendencia a la baja de la tasa de ganancia. Según el pensador alemán, la creciente inversión en tecnología para abaratar costes y acelerar la producción llevaba consigo el efecto negativo de la reducción del trabajo humano; y, ya que el beneficio del capitalista proviene de la plusvalía que el trabajador le entrega obligado por contrato, su tasa de ganancia estaba destinada a decrecer. Las cosas han cambiado mucho desde entonces: hoy las máquinas que dominan el mercado son virtuales y basta pagar una cuota para tener acceso a ellas, es decir, quienes las usan no necesitan invertir en su mantenimiento. Las mercancías que tales máquinas procuran son asimismo inmateriales: lo que producen son servicios, en rigor inagotables e ilimitados; así queda también resuelto el problema de la sobreproducción. En suma, nunca antes el capitalista se las prometió tan felices para sustituir el trabajo humano por el de máquinas sin merma para sus beneficios, y cualquier paso en esa dirección solo ensancha más esa brecha hacia un futuro donde las imágenes y hasta las palabras habrán dejado de decir.

Nadie tiene ningún interés en engrosar las arcas de una empresa si la tecnología que esta ofrece como novedad no le resuelve un problema

Con todo, hay algo que al capitalista no acaba de entrarle en la cabeza, y es aquello que no tiene relación directa con su lucro. Por eso se le escapan detalles. Por ejemplo, que la única tecnología útil, y por tanto la única que supone un beneficio para el público consumidor, es la que resuelve un problema. Solo que no la que se lo resuelve al productor, sino a sus potenciales compradores. Nadie tiene ningún interés en engrosar las arcas de una empresa si la tecnología que esta ofrece como novedad no le resuelve un problema; y, desde luego, no hay evidencias de que pueda hacerlo la IA, generadora de imágenes triviales que cualquier ilustrador podría mejorar por el mero hecho de ser humano y tener algo que decir. Hablando de experiencias pasadas, esto ya sucedió con la tecnología 3D en las salas de cine de los años 50, y también en tiempos más recientes. Hasta Hitchcock se dejó seducir por aquel canto de sirena, y así estrenó en formato estereoscópico una versión de su Crimen perfecto (1954). Pero llevar las 3 dimensiones al cine no resolvía ningún problema, de ahí que ni las gafas con gelatinas roja y azul ni las modernas gafas con obturadores de cristal líquido llegaran a durar más que la curiosidad de los públicos. 

¿Está la IA destinada al mismo fin en el arte? Difícil asegurarlo. Lo cierto es que, por estereotipadamente bella que sea, la imagen de IA carece por completo del aura (del valor) del trabajo vivo. El público en redes sociales, que lo sabe bien, siempre ha reaccionado contra este tipo de iniciativas prácticamente con una sola voz. Ello demuestra que, si bien las modernas inteligencias artificiales son tecnologías imparables, no lo son todos los usos que pueden hacerse de ellas. Tal reacción parece también contestar con bastante contundencia a la teoría de que debe confiarse a ciegas en el veredicto del mercado, que todo lo puede y ante el que toda resistencia es inútil; como si esta no tuviera papel en las derivas de la oferta y la demanda. “La caja ya se ha abierto, y no se va a cerrar”, asegura Iribarnegaray henchido de criptoépica en su texto. Visto está que las brechas no se arreglan solas, y que tienen una fea tendencia a tragarse el mundo.

Sobre o blog
Kaep K. Weshêt es doctor en comunicación y profesor e investigador de cibercultura y nuevos medios.

Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.

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