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Relato
Cómo luchamos por nuestras vidas
El hombre del tiempo con cara de muñeco de cera del Canal 8 dijo que llevábamos diez días seguidos a más de treinta y dos grados. Día tras día con la camiseta adherida a la espalda por el sudor, el olor del repelente de insectos mezclado con la crema solar pegajosa, el zumbido de las cigarras en el aire, la hierba seca amarillenta crujiendo bajo cada paso y el asfalto hirviendo en las carreteras. No se me pasó por la cabeza preocuparme por la pared de humo blanco que en ocasiones se veía en el horizonte durante aquel verano. Todo parecía ya quemado, muerto o a punto de estarlo.
Yo tenía doce años y acababa de terminar primaria. Casi todos los días, después de que mi madre se fuera a trabajar al aeropuerto, me quedaba en el apartamento, junto a la ventana. Cody y su hermano pequeño, Sam, dos chicos blancos que vivían a unos cuantos bloques de nosotros, siempre jugaban a la pelota en el aparcamiento, pero yo nunca bajaba a jugar con ellos. No se me daba bien lanzar la pelota y hacía demasiado calor para salir y fingir.
Cuando no estaba en mi puesto de la ventana, haciendo como que no les estaba mirando, hojeaba los antiguos libros de bolsillo de mi madre. Por entonces, ya había intentado leer, sin éxito, La isla de los caballeros y El color púrpura. Las frases de Toni Morrison eran como ríos con el fondo turbio. No seguían las reglas que estaba aprendiendo en clase. Cuando me adentraba en ellas, no me veía los pies, de modo que volvía a la orilla. Con Alice Walker no seguí porque, tras solo unas pocas páginas, una chica empezaba a hablar sobre el color de su vagina. Me imaginé que el libro no tendría mucho más que ofrecerme después de eso.
Aquel día lo intenté otra vez. Cogí un ejemplar muy usado de Otro país, de James Baldwin, me senté con las piernas cruzadas en el suelo y comencé a leer. Un hombre triste caminaba por las calles de Nueva York a altas horas de una noche de invierno. Entraba en un club de jazz buscando a alguien o algo, pero no decía por qué.
Los minutos se convirtieron en horas. Negros que se acostaban con blancos. Hombres que besaban a hombres, después a mujeres y luego a hombres otra vez. Cada pocas páginas, levantaba la vista del libro y echaba un vistazo a la puerta del apartamento. Mi madre aún no había vuelto del trabajo, y me daba la sensación de que me metería en problemas si me veía leyendo ese libro. Me fui a mi habitación seguido por Kingsley, nuestro cocker spaniel, y cerré la puerta.
La novela me excitó. No sabía que los libros pudieran hacerte sentir así. Hasta ese momento me había gustado leer, pero lo veía solo como algo que se hacía sin más. Algo bueno, como beber agua en un día caluroso, pero nada especial. Al sostener Otro país en las manos, sentí que en realidad era el libro el que me sostenía a mí. Esa historia triste, sensual y que apestaba a jazz me tenía agarrado por la cintura. Podía introducirme en la escena, quitarme la ropa y meterme en la cama con una de las parejas. Podía saborear sus lenguas.
Cuando llevaba más o menos un tercio de la novela, encontré una instantánea que hacía las veces de marcapáginas. Era una fotografía de un hombre al que no había visto nunca. No se parecía a nadie de mi familia, pero podría haber sido un tío o un primo lejano. Estaba apoyado sobre un sedán con los brazos cruzados y una sonrisa extraña, como si quien estaba detrás de la cámara le hubiera contado un chiste que solo ellos entendían. O quizás era el hombre el que había contado el chiste. Parecía una sonrisa íntima, inapropiada, como una mano que se desliza hacia donde no debería.
Alguien había escrito «Jackson, Misisipi, 1982» en el dorso, aunque podría haberlo adivinado yo solo. El hombre iba vestido como un extra de algún vídeo de Michael Jackson. Llevaba un jersey de punto y unos vaqueros negros desteñidos que le quedaban demasiado apretados. Se le veían los calcetines blancos. Y sabía que estaba en Misisipi por la tierra rojiza que le cubría los zapatos. Una vez, en un viaje a Misisipi que había hecho con mi tía, había visto ese polvo rojo que ensuciaba cada coche, que se aferraba a las paredes de las casas como si la marea lo hubiera dejado allí y que me manchaba los mocasines. «Es lo que tiene Misisipi», me dijo mi tía cuando me vio los zapatos. Yo intentaba quitarme la tierra roja de un pie con el otro todo el rato, pero no hacía más que empeorarlo.
Llegué a la conclusión de que no me gustaba el hombre de la foto. La suciedad de sus zapatos me irritaba, y cuanto más miraba su sonrisa, mayor era la sensación de que me estaba mirando directamente a mí. No a la cámara, en 1982, sino a mí, dieciséis años después. Sonreía como si supiera algo de mí, un chiste que yo no entendía aún.
Cuando mi madre llegó de trabajar, fue directa a la cocina para servirse un vaso de agua de la cantimplora del Walmart. Formaba parte de su rutina. Se bebía el vaso entero de pie delante de la nevera. Luego se metía en su habitación y veía un rato la televisión, oyendo cómo el hombre del tiempo ofrecía un pronóstico —«más calor»— que ella ya sabía.
Mi madre era guapa, pero parecía estar siempre al borde del agotamiento. Cuando tenía veintitantos, trabajó de modelo durante un tiempo. A veces me dejaba ver las fotos de aquella época, con sus trenzas, con su cuerpo esbelto envuelto en vestidos que había diseñado su hermana, posando en las pasarelas. Ni siquiera una larga jornada de trabajo le arrebataba los colores que se reflejaban en su pelo negro, como plumas de cuervo, cuando le daba la luz de la manera adecuada. Me enorgullecía de su belleza; fue mi primera diva. Incluso cuando la pubertad empezó a destrozarme el cuerpo, me consolaba pensar que venía de una mujer como ella: una mujer que leía tres periódicos al día, que era capaz de hacer reír a todo el que estuviera en la habitación con ella, que metía notitas cada día en mi fiambrera, en las que se despedía con un: «Te quiero más que a nada en el mundo».
Después de trabajar todo el día en el aeropuerto, estaba demasiado cansada para mis preguntas, así que decidí esperar a que se hubiera fumado un cigarro. Después de fumar, estaría lista para hablar.
Me vio la fotografía en la mano cuando me acerqué a ella.
—No tenía ni idea de dónde se había metido esa foto.
La cogió con delicadeza, como si fuera a hacerse añicos si no llevaba cuidado. Se le suavizó un poco la expresión.
—¿Quién es? —le pregunté.
Miró hacia el roble al que daba la ventana del salón. Lo observó durante un buen rato, como si estuviera esperando una señal. Esa clase de momentos me habían enseñado a guardar silencio y esperar a que llegara la respuesta. Cuando era más pequeño, me rendía durante las pausas de mi madre porque creía que la respuesta no iba a llegar nunca. Al final, aprendí que solo estaba poniéndome a prueba para comprobar lo interesado que estaba por averiguarla.
Miré por la ventana con ella y arqueé una ceja.
Mi madre suspiró.
—Un amigo del colegio. Solíamos irnos de viaje en coche juntos de vez en cuando. Una vez fuimos a Jackson.
Volvió a detenerse, aún mirando el árbol. Durante un instante, reinó el silencio tanto dentro como fuera del apartamento, como si el calor hubiera hecho que toda la ciudad contuviera la respiración. Entonces, Cody y Sam empezaron a liarse a gritos en el aparcamiento.
Mi madre frunció el ceño y se giró hacia mí.
—Poco después de aquel viaje, descubrió que estaba enfermo y… se suicidó.
Ya había empezado a caminar hacia la cocina a por más agua, lo cual era su forma de decir que la conversación se había acabado. Hacía demasiado calor. Estaba siendo un día demasiado largo.
Yo quería ver la foto del hombre una vez más. A mí me había parecido un hombre sano. Era joven, de unos veintitantos. ¿Y qué tenía que ver estar enfermo con suicidarse?
—¿Enfermo de qué? —grité, aunque me sentí mal por preguntar.
Había entrado en el hogar de alguien sin su permiso, pero ahora que estaba dentro, no podía evitar curiosear.
—Sida —respondió.
Se fue a su habitación como si nada y cerró la puerta. La oí abrir un cajón y encender la televisión. Traté de escuchar las predicciones del hombre del tiempo, pero el volumen estaba demasiado bajo.
Volví a mi cuarto y saqué Otro país de debajo de la almohada. Tras leer y releer el mismo párrafo varias veces, volví a dejar el libro.
«Sida —pensé—. Joder».
Ni siquiera había mencionado el nombre de su amigo.
#
No me podía ni imaginar a mi madre diciendo la palabra «gay» en voz alta. Si me la imaginaba moviendo los labios, lo que salía en su lugar era «sida». Pero durante los días posteriores a nuestra conversación sobre la fotografía, sentí la palabra «gay» —o quizás su tan evidente ausencia— vibrando a nuestro alrededor.
Había leído en uno de mis libros sobre naturaleza que existen algunos sonidos que se producen a una frecuencia que solo detectan los perros y algunas radios especiales. Sonidos que solo oyes si estás diseñado para oírlos. Yo oía la palabra como un pitido por encima de cada conversación, a cada instante, porque me pasaba todo el tiempo pensando en ser gay.
La oía como un zumbido en el aire cuando veía a Cody y a sus amigos jugando al baloncesto en el parque, con las camisetas transparentes y pesadas a causa del sudor y los pezones marcados contra la tela. También la oía cuando pensaba en el hombre de la fotografía. Me habría gustado seguir teniéndola, pero habría sido raro pedírsela otra vez a mi madre. Quería ver su sonrisa; pensaba que ahora la entendería mejor.
No me pude sacar esa sonrisa de la cabeza durante tres días, hasta que el gesto se convirtió en una risa, una burla, un aullido. Una mañana, mientras mi madre se preparaba para ir a trabajar, me quedé mirando al techo y cerré los ojos cuando abrió la puerta de mi habitación para dejar que entrara el perro. Siempre que se iba, Kingsley se asustaba y pegaba la cabeza contra la ventana para ver cómo se alejaba en el coche. Ocurría cinco días a la semana, pero todas las mañanas estaba igual de desesperado, como si ese fuera a ser el día en que se marchara y no volviera jamás.
Con Kingsley ladrando entre los tobillos, me adentré en la habitación de mi madre. La fotografía no estaba en la cómoda, y pensé en revisar los cajones para encontrarla. Pero la última vez que lo había hecho, había encontrado su vibrador. El descubrimiento había sido a la vez el castigo.
Aun así, sabía que había un lugar al que podía acudir para obtener las respuestas que no encontraba en casa. Me puse algo de ropa sin comer siquiera, abrí la puerta del apartamento y la cerré con llave. Kingsley ladraba y arañaba la puerta como si tratara de advertirme de algo.
#
Al fresco del aire acondicionado de la biblioteca, decidí que no era buena idea preguntarle a la mujer arrugada del mostrador dónde podía encontrar libros sobre ser gay. En lugar de eso, me recorrí despacio cada estantería, ojeando los lomos de los libros, hasta que encontré lo que estaba buscando. El primer libro que me llamó la atención fue uno para padres que lidiaban con hijos gais. La introducción estaba escrita como si fuera dirigida a lectores que tuvieran que hacer frente al diagnóstico de un cáncer en fase avanzada. Volví a dejar el libro en la estantería, con el lomo hacia dentro.
Acabé reuniendo cinco o seis libros y me senté en el suelo con los ejemplares en el regazo. Como cualquier adolescente con experiencia en leer cosas que no debe, miré a ambos lados antes de abrirlos, luego me levanté y cogí un libro cualquiera como distracción. Era uno sobre la «sociología de los niños». Lo dejé abierto en el segundo capítulo y a mano, por si algún conocido pasaba por ese pasillo y necesitaba una coartada.
Mientras leía un libro sobre «definir la homosexualidad», empecé a notar una erección. No es que la escritura fuera sensual, ni mucho menos; usaban un lenguaje anticuado y cortante. Pero, aun así, mi cuerpo respondió.
Aunque eso cambió conforme fui leyendo más libros del montón. Todos los que había encontrado sobre ser gay trataban también sobre el sida. Hombres gais que morían de sida como si fuera una secuencia lógica de acontecimientos, una fórmula matemática, un ciclo vital. Oruga, capullo, mariposa; chico gay, hombre gay, sida. Era innegable. El amigo de mi madre había pillado sida porque era gay. Porque era gay se había suicidado. Porque sabía que moriría de todos modos.
Leí sobre hombres gais abandonados por sus familias al salir del armario. O, peor aún, hombres que no le contaban a nadie que eran gais, incluso cuando las lesiones en la piel comenzaban a brotar como flores terribles. En cualquier caso, parecía que los hombres de esos libros siempre morían solos. Me consoló pensar que mi madre estaba al tanto de la enfermedad de su amigo. Quizás había podido contárselo a la gente de su alrededor. Quizás mi madre era de la clase de persona a la que se lo podías contar.
Cuando me levanté para devolver los libros a la estantería, me di cuenta de que me temblaban las manos. Me sentía como si le hubiera pedido a una vidente que me adivinara el futuro y ahora me estuvieran castigando por intentar ver un futuro demasiado lejano. Sentí alivio al toparme con una ráfaga de aire caliente al salir de la biblioteca.
Pasé por el parque de camino a casa, y los chicos de siempre estaban en la cancha de baloncesto. Camisetas y piel. Observé sus cuerpos, pero solo por un instante. No podía concentrarme. En los gestos de cada hombre, titilantes entre las olas de calor, buscaba el rostro del hombre de la fotografía; buscaba algún indicio de aquella sonrisa, aquella hermosa e imperdonable sonrisa.