Relato
El frontón

Aunque sabíamos que era casi imposible ganarles, nosotras seguíamos intentándolo con ahínco ya que aquellos dos muros verdes de cemento no podían ser de nadie. En todo caso, del Ayuntamiento o del alcalde, pero no de ellos.
Infancia zona rural
Frontón en un pueblo soriano. Álvaro Minguito

Los chicos no querían dejarnos jugar. Estaba claro, al final de la tarde, cuando el calor dejaba de apretar durante los meses de julio y agosto, el frontón les pertenecía a ellos. Arrimarse al grupo de adolescentes barbilampiños y sudorosos era perder el tiempo y, si finalmente te dejaban jugar con ellos, siempre tenía que ser en partidos de chicos contra chicas.

El enfrentamiento era encarnizado. Enrabietados, los adolescentes utilizaban todos los músculos de sus finos brazos para machacarnos y nos deseaban suerte para la próxima entre burlas y risotadas.

Nos mandaban al bar, a la cocina o a la pista de baloncesto a esperar y nosotras buscábamos la sombra apesadumbradas. Argumentaban que, como tenían mucha más fuerza que cualquiera de las muchachas, jugar contra nosotras era una pérdida de tiempo. Pedíamos dividirnos, jugar por parejas mixtas, hacer los equipos de otra manera, pero ellos no hacían nada más que reír ante cada propuesta. No había nada que hacer y quedarse al sol desafiantes no era una opción porque terminábamos sofocadas.

Aunque sabíamos que era casi imposible ganarles, nosotras seguíamos intentándolo con ahínco ya que aquellos dos muros verdes de cemento no podían ser de nadie. En todo caso, del Ayuntamiento o del alcalde, pero no de ellos.

Alguna vez intentamos ir a jugar antes, justo después de comer, con el sabor del melón todavía en la garganta. Pero el calor de la hora de la siesta era mucho peor que la sorna de los chavales que estrenaban raquetas y pelotas de goma amarillas. Nosotras seguíamos usando las de tenis, recubiertas de pelo, que ya dolían lo suficiente si te impactaban directamente en la espalda o en el muslo.

En los ratos muertos en los que no nos dejaban jugar a nada, deambulábamos por detrás de los muros verdes del frontón en busca de pelotas extraviadas entre ramas de zarzas, aliagas y piedras. Si nadie reclamaba las esferas amarillas al cabo de una hora, una pelota perdida podía cambiar de dueño y no cabían quejas. El que la tiraba tenía que ir a por ella y, si se hacía el perezoso o no lograba encontrarla, perdía todo el derecho sobre la pelota. A veces, con un poco de suerte, encontrabas ejemplares nuevos y relucientes y aquella sensación de alegría nunca más volvimos a experimentarla con nada.

Cuando regresábamos a la pista, los chicos seguían sin mostrar interés por nosotras o al menos eso era lo que aparentaban. De hecho, al que era más educado o cariñoso con alguna de las chicas, le caía una buena tunda por la noche y no volvía a salir en unos días. Podían llegar incluso a las manos para dominar aquella nueva amabilidad que no beneficiaba al grupo.

Algunos, con los años, cambiaron. Otros siguen como jugando al frontón en el bar, en la plaza o en el baile, años después. Recelosos de nuestra presencia, de nuestros bailes o de nuestra manera sola de existir. 

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