Opinión
La llamada
Mohína y sin un par de dientes, una mujer mayor con cara de tristeza y cabreo entra en un bar de barrio y se abalanza sobre la barra. Tiene claro lo que quiere, pero no le va a ser fácil conseguirlo. Más bien al contrario. Quiere vodka y hablar con su hermana. Sobre lo primero, con un chupito le vale y esto se sabe porque lo dice sin parar; pero está demasiado borracha y el camarero se niega a servirle nada. Sobre el otro asunto, el de su hermana, nadie sabe qué responder y pasa desapercibido.
“¿Pero qué coño te pasa?”, pregunta al camarero la mujer airada. “Ponme un chupito. Soy amiga de Mariela, tu jefa”. En el bar nadie sabe si son amigas de verdad o simples conocidas. La barra del bar teje relaciones perennes e incatalogables que permanecen inalterables con el paso de los años. El camarero hace oídos sordos a lo del vodka. Prefiere hacer como que no la escucha. Pero la señora, que va de lado a lado apoyándose en las mesas como puede, ha empezado a molestar al personal. Que le ponga al menos una cerveza, “si no es mucho pedir”, le pide como en un sollozo, con un cambio notorio en su actitud, que enseguida volverá a transformarse.
La mujer se acerca a una de las clientas y le enseña un paquete chafado de cigarrillos y una tarjeta SIM. Quiere hablar con su hermana y que, en su defecto, la joven que mira sin saber bien qué decir le compre un chupito de vodka. Le responde que no, que no le va a pedir ninguna bebida, y se aguanta las ganas de llorar y de gritar, respectivamente.
La escena, vista desde fuera y sin volumen, puede parecer normal, cotidiana. Pero, acto seguido, la recién llegada insiste en que necesita hablar con su hermana y muestra de nuevo la tarjeta SIM, que guarda con fuerza dentro de su puño arrugado. Dice: “Se acaba de morir”.
La clienta que se ha negado a comprarle la bebida a la anciana (no sabe si verdaderamente es tan mayor o si el cuerpo se le ha marchitado de repente tras los últimos acontecimientos) oye el resonar de mil cristales rompiéndose en su interior, aunque nada se ha caído al suelo y el sonido ha sido imperceptible para el resto. Se encuentra mal. Le empieza a apetecer un vodka, pero es martes y mañana trabaja. Decide levantarse, pagar e irse.
La mujer, asida a un taburete para no volcar, en realidad no busca beber más, sino caerse redonda al suelo y que la secuencia se termine. Pero antes quiere una última llamada, poder contactar con su hermana por última vez y decirle las frases que se saben de memoria, que se ha aprendido por la calle y que necesita vomitar. Pero la tarjeta SIM no le va a servir de nada. Para lograr su propósito, el de una última comunicación, quizá sí pueda servirle el vodka. Una última llamada con el más allá; el último sonido de su voz, aunque sea un poco espeluznante. Como cuando en la novela de Lana Corujo Han cantado bingo (Reservoir Books, 2025), la hermana mayor se acerca al volcán, llamado El Ahorcado, para conectarse de nuevo a su hermana y a su pasado.
Pero esto aquí no sucede. No hay conexión posible que haga funcionar esa SIM sin teléfono guardada como un tesoro en el interior de una mano.
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