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Relato
Vivir para servir
—Pero chacha, métete.
La voz de la mujer apenas fue un susurro. Omayra observó a Chaima desde la tumbona. Aquella era la primera vez que se atrevía a echarse en una de esas, la tela buena de color azul brillante, el logo del hotel en la esquina inferior derecha. No se oía nada en toda la terraza, más allá del ruido distante que hacían algunos coches al pasar por la GC-1. Su reloj brilló en la oscuridad cuando se incorporó y cambió de postura. Había dado 23.931 pasos aquel día, de planta en planta y de habitación en habitación. Recoger, limpiar, tirar.
—Me da cosa que nos caten.
En la piscina, Chaima sonrió con toda la boca y se volvió a hundir en el agua. Tenía los dientes de arriba un poco torcidos, no se notaba pero alguien en el instituto se había ensañado con ella por eso y desde entonces apretaba un poco los labios cuando sonreía. Se lo había contado a Omayra a cuchicheos mientras fregaban el suelo a los pocos días de comenzar a trabajar en el hotel Valparaíso. Nueve pisos y una terraza a la que nadie llamaba terraza sino “rooftop” porque era más chic. Omayra había buscado lo que significaba “rooftop” en un diccionario inglés-español online y un ojo se le había puesto en blanco ante ese afán que existía en la isla de exotizar hasta las cosas más ridículas. Aquel estaba siendo el verano más duro y largo de su vida: tenía cinco exámenes que preparar entre la convocatoria ordinaria del segundo cuatrimestre y la extraordinaria del primero, pero nunca podía organizarse para estudiar porque se pasaba la vida metida en aquel hotel. Recogiendo, limpiando, tirando la basura. Suspendería todo de nuevo y no le quedaría más remedio que abandonar esa idea ridícula de sacarse Magisterio.
—Quién nos va a catar si no hay nadie, se fueron todos.
Omayra se levantó y comenzó a desnudarse. Primero se quitó el delantal. Luego, se desabrochó el pantalón del uniforme. También era de color azul, solo que el tono de la tela ahora era horrible, desgastado, como si se hubiera lavado tantas veces que estaba a punto de dejar de ser azul para pasar a ser gris. Un poco como ella. Se quitó el resto de la ropa en silencio, doblando cada prenda con cuidado y dejándola sobre la tumbona. Estaba de un humor rarísimo, no sabía por qué. Quizá porque últimamente sentía que no importaba cuánto ni cómo se estirase ella, todo lo que quería quedaba fuera del alcance de sus manos. Conseguía rozar algunas cosas con las yemas de los dedos, pero nunca llegaba a tenerlas en su puño. Hacía un año y medio había dado a luz a un bebé de cuatro kilos y setecientos gramos al que había llamado Luis. Su cuerpo había cambiado tanto durante ese tiempo que le resultaba imposible señalarse a sí misma y decir: “Soy”. Tenía la tripa blanda, las rodillas huesudas, bolsas bajo los ojos. Transitaba los espacios, hacía lo que tocaba, llegaba a casa de su madre para recoger a Luis y hundía la nariz en su cuello de bebé para abrazarlo y olisquearlo.
—¡Qué fría! —dijo al meterse en el agua. Chaima se soltó del borde de la piscina donde se había aupado para llamarla y se dejó mecer por el agua. Su ropa interior era negra, su pelo también. Omayra se puso de puntillas, cerró los ojos y luego se hundió con fuerza bajo la superficie. No oyó ni vio nada durante uno, dos segundos. Cuando salió, la otra mujer la estaba mirando—. Sabes, a veces pienso que nací para servir a los demás.
—¿Para arreglarles la vida?
—No. No. Para…
Las palabras le fallaron.
—Yo no tengo vacaciones, pero mi trabajo consiste en asegurarme de que otras personas están muy bien atendidas durante las suyas.
—Ay, Omy. No te quiero deprimir.
Por primera vez en aquel día, Omayra se rio.
—No me puedes deprimir. Ya estoy deprimida, tranquila.
—Tengo malas noticias para ti.
Las dos se echaron a reír, Chaima primero, Omayra por lo absurdo de la conversación.
—No jodas.
—Sí… La vida es una mierda. En general.
—Vaya por Dios.
Estaban tan cerca de repente que Omayra podía ver cómo corrían las gotitas de agua desde el nacimiento del pelo de su interlocutora hasta su barbilla. Tenía las pestañas más largas que había visto nunca, incluso más largas que las de Luis.
—Pero todas las noches me meo en la piscina antes de irme a casa.
Omayra se rio.
—¿Qué dices?
—Síii. Todas las noches.
Incrédula, Omayra negó con la cabeza. En la oscuridad de la terraza, lo único que se veían eran las minúsculas luces LED blancas que rodeaban la piscina. Chaima parecía orgullosísima de su fechoría.
—¿En serio?
—Te lo juro. Todas las tardes limpian el agua, así que por la noche yo vengo y me meto y luego me los imagino a todos bañándose al día siguiente en mi pis, ¡y qué bien me siento! Cómo me consuela. ¡Que se jodan!
Su ímpetu la hizo reírse de nuevo. No dijeron nada más durante un largo rato, cada una ensimismada en sus pensamientos.
—Pues yo también me voy a mear aquí —decidió Omayra— y que se jodan.
—Síiiiiiiii. Tomaaaaa —Chaima plantó los pies en el suelo de la piscina y luego pareció darse cuenta de algo—. Espera, voy a ir al otro extremo y así contaminamos más espacio.
Omayra se tapó la cara con las manos, algo avergonzada, y asintió.
—Vale.
La pareja que se había alojado en la 276 había dejado todo hecho una porquería con las toallas sucias por el suelo y envoltorios de bolsas de papas y chocolatinas por toda la habitación. Omayra había llorado en silencio esa misma mañana mientras tiraba de las sábanas de la cama manchadas de salsa y chocolate porque le quedaban siete habitaciones más por delante. Se meó en la piscina todo lo que le permitió su cuerpo, con una satisfacción casi infantil, y cuando terminó y se consideró satisfecha salió de la piscina y se metió rápido bajo una de las duchas de los laterales. Oyó a Chaima riéndose como una maníaca mientras corría en su dirección para ducharse también y su risa provocó la suya, las dos ligeramente desquiciadas, cansadas, minúsculas en comparación con las letras de neón que anunciaban que estaban en el hotel Valparaíso.
—¿Te sientes mejor?
Omayra asintió.
—Que se jodan.