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Brasil
Mujeres negras y pobres
En un país con desigualdades estructurales perpetuas, no se necesitan complejas estadísticas para saber quiénes pagarán en su piel el coste de la crisis sanitaria.
Esta pandemia, que ha puesto en cuarentena al 40% de la población del planeta, nos ha demostrado que apenas algunas podemos quedarnos en casa. En Brasil, el virus ha tensionado las costuras de una sociedad ya de por sí enormemente desigual y en la que los vestigios de la esclavitud están todavía muy presentes. La población pobre que vive en las favelas y barrios periféricos de las grandes metrópolis, en su mayoría negra, se perfila como la principal víctima de la emergencia sanitaria por el Covid-19. Las trabajadoras sin contrato formal, que suponen casi la mitad de población activa del país, sufrirán de forma desproporcionada las consecuencias del frenazo económico.
En los primeros compases de esta crisis, las líneas de autobuses que conectan el área metropolitana con la ciudad de Rio de Janeiro estuvieron cortadas, impidiendo que las trabajadoras periféricas pudiesen llegar a los barrios céntricos donde son empleadas. Y las pocas alternativas para trasladarse que quedaban se vieron abarrotadas los días inmediatamente posteriores. Así, las opciones para las habitantes de la periferia se han reducido a exponerse al contagio o no tener que llevarse a la boca.
El virus llegó a Brasil en la maleta de una familia de élite blanca que volvía de unas vacaciones por Europa, pero fue su trabajadora interna, una mujer negra de 63 años, la primera víctima mortal del Covid-19. La patrona regresó enferma de sus vacaciones en Italia pero decidió no advertírselo a su empleada. Menos aún le contó que existía la posibilidad de que se contagiara. Esta muerte fue noticia en todas las televisiones, radios y periódicos de tirada nacional, pero el nombre de la trabajadora, que falleció por culpa de su patrona, nunca trascendió.
Mientras, el Estado brasileño, en manos de un psicópata, niega la gravedad de la pandemia y pone en práctica medidas ineficaces, más centradas en salvaguardar los intereses de la oligarquía brasileña que en rescatar a la clase trabajadora en situación de emergencia. El actual Gobierno es un reflejo de una sociedad esclavista que cambió pero nunca desapareció. Unas instituciones que buscan perpetuar la dominación y la explotación deshumanizante de las familias vulnerables. En la otra cara de la moneda, son muchas las mujeres que, además de ser el sostén de sus familias, cargan en sus espaldas los estigmas de una historia colonial y esclavista. Hoy, una mujer negra aún gana de media un 44% menos que un hombre blanco. En palabras de la escritora y feminista negra Sueli Carneiro, “la perversa conjugación de racismo y patriarcado, resulta en una especie de asfixia social que tiene efectos negativos sobre todas las dimensiones de la vida”.
Según la Organización Internacional del Trabajo, en Brasil hay 7 millones de empleados y empleadas domésticas, de las que el 92% son mujeres y el 70%, mujeres negras. Mujeres que en su lucha diaria por la supervivencia no pueden parar de trabajar, están expuestas al virus y tienen un peor acceso a la sanidad pública. Ante esta situación, se necesitan medidas de emergencia que resguarden de forma efectiva a estas mujeres. No puede normalizarse el sadismo de tener que elegir entre contagiarse o pasar hambre.
En 2015, se aprobó en Brasilia una Propuesta de Enmienda Constitucional (PEC-72) —la llamada PEC de las domésticas— que supuso una importante conquista para un colectivo que veía así sus derechos equiparados a las trabajadoras urbanas y rurales. De todas las diputadas y diputados, solo uno votó en contra de la reforma: el actual Presidente de la República, Jair Bolsonaro. Un año después de consumado el golpe parlamentario que destituiría a Dilma Rousseff, el mismo Bolsonaro no dudó en votar a favor de la llamada “PEC de la vergüenza” —concebida por el ultraliberal golpista Michel Temer y sus palmeros—, enmienda que mantiene constitucionalmente congeladas las partidas presupuestarias dedicadas a la salud y la educación hasta el año 2036.
Estos días, retumban en Brasil los discursos despiadados de ministros, empresarios y opinólogos de toda clase en los que afirman, una y otra vez, que la pandemia afecta a todas las personas por igual, independientemente de su condición de clase, género y raza. No es necesario argumentar la falsedad de tal afirmación ni explicar por qué las personas más vulnerables serán, de nuevo, las más afectadas. El racismo estructural condiciona el acceso a la educación de la población negra. Y una pésima educación desencadena restricciones en el ámbito laboral y de la vivienda, carencias que condicionan el bienestar, la salud, y la alimentación. Y, con todo, una menor esperanza de vida. De acuerdo con el último Informe de las Desigualdades Sociales, publicado en 2011 por el Núcleo de Estudios de la Población de la Universidad de Campinas, la expectativa de vida de las mujeres negras brasileñas es de 66 años y la de los hombres negros, 63. En frente, a mucha distancia, los 73 años de esperanza de vida de la población blanca.
El racismo se manifiesta en múltiples formas. El racismo ambiental, que se vuelve especialmente relevante en esta coyuntura, somete a las personas a una excesiva contaminación y les excluye de bienes y servicios ambientales como aire y agua limpia. Vivir en comunidades racialmente segregadas aumenta la vulnerabilidad ante el virus. De acuerdo con la doctora Camara Phyllis Jones, expresidenta de la Asociación Estadounidense de Salud Pública, el racismo ambiental refuerza la posibilidad de desarrollo de enfermedades crónicas como la diabetes, la hipertensión, las enfermedades renales o el asma, aumentando así el índice de mortalidad de esta población frente al virus.
En las 765 favelas de la ciudad de Rio de Janeiro habitan casi 2 millones de personas, un 30% de la población de la Cidade Maravilhosa. ¿Cómo convencer a las vecinas del Complexo do Alemão —complejo de favelas en la zona norte de Rio de Janeiro donde viven más 69 mil personas— que es importante quedarse en casa y lavarse las manos, si su densidad de población es la mayor del Estado y hace décadas que tienen problemas con el abastecimiento de agua potable? Saneamiento y salud son derechos fundamentales, aunque, en Brasil, hasta lavarse las manos se ha convertido en un privilegio de clase y raza.
El corona es un virus, pero la pandemia sigue siendo el capitalismo racista y patriarcal. Como bien decía Conceição Evaristo, escritora, poeta y militante del movimiento negro, “ellos se pusieron de acuerdo en matarnos y nosotras en no morir”. Ese acuerdo, hoy, sigue vigente. Y es nuestra oportunidad para un cambio radical. ¡Las vidas negras importan!