We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Ruido de fondo
Supersabores
Una serie de televisión, un cómic y una película recientes nos ponen sobre la pista de mutaciones en el ámbito de los superhéroes y, en particular, la naturaleza y los efectos de sus superpoderes, que merece la pena tomar en consideración.
La serie de televisión es The Boys (2019-), en cuya segunda temporada ha adquirido importancia determinante el Compuesto V, una sustancia que permite adquirir superpoderes. El superhéroe ya no nace en circunstancias fortuitas, excepcionales. Se hace, de acuerdo con una fórmula y con intereses corporativos y de marketing. Su estatus superheroico es una convención, no obliga a nada en la práctica. Por el contrario, sus superpoderes están al servicio de un estilo de vida y consumo atravesado por la corrupción sistémica. A diferencia además de lo que sucedía en el cómic de Garth Ennis y Darick Robertson en que se basa The Boys, quienes combaten contra estos superhéroes que solo tienen de tales el nombre, renuncian a inyectarse el Compuesto V. La contrahegemonía se cifra en renunciar al simulacro del superpoder, tan atractivo para quien lo ostenta como para quien se deja seducir por el folletín de éxito y vértigo emocional que pone de manifiesto.
Primer, una novela gráfica de Jennifer Muro, Thomas Krajewski y Gretel Lusky dirigida por DC Comics a niños y adolescentes, ofrece una mirada similar a The Boys sobre lo superheroico: Ashley, hija adoptiva de una científica y un profesor de arte, logra tener a su disposición hasta treinta y tres superpoderes diferentes, que obtiene mediante la mezcla de pinturas de colores. De nuevo, el superpoder se vincula al consumo y a la expresión cool del propio yo. Y, si The Boys ofrece una metalectura perversa en torno a nuestra propia relación presente con los superhéroes como goodies, Primer hace lo propio sin pretenderlo con el temperamento artístico: sus viñetas lo mediatizan a fin de propiciar en el futuro más creadores y creadoras de artefactos mainstream cuya variedad de colores, de texturas, de sabores, desemboquen en el espejismo de la libre elección de una identidad.
En cuanto a Proyecto Power, realizada por Henry Joost y Ariel Schulman, es un falso blockbuster típico de Netflix cuya premisa es equiparable hasta cierto punto a la de The Boys: una droga otorga superpoderes a cualquiera durante cinco minutos, aunque, como si se escogiera a ciegas en una bolsa de caramelos variados, no sabes cuál despertará en ti hasta que la consumas. En Proyecto Power ni siquiera cabe hablar de postureo superheroico, tan solo de superconsumidores; una vez obtenida la capacidad extraordinaria, los receptores de la misma la emplean para cometer delitos, rendir más en el trabajo o saltarse las clases. Una apelación mundana al superpoder que incide en la desustanciación creciente del concepto en la cultura popular. Primero el audiovisual de superhéroes se apropió de los códigos de muchos otros géneros; después, su popularidad y la hiperinflación de productos lo ha transformado —como en el caso de la ciencia ficción— en una lengua franca, que lo dice todo implícitamente sobre los tiempos gaseosos que vivimos, pero no le interesa demasiado expresar abiertamente cuestiones esenciales ligadas al registro: el heroísmo, las responsabilidades individuales y colectivas, las estructuras del (super)poder.
Estamos muy lejos de los orígenes en 1939 del comic book, cuando superhéroes como Superman o Wonder Woman encarnaron versiones actualizadas de los mitos clásicos, y sus poderes por tanto eran dones recibidos que ponían a su vez en práctica entre los seres humanos con un sentido moralizante del bien y la justicia. Aquella Edad de Oro del comic book, aquella Arcadia del arquetipo y lo editorial, da paso en los años sesenta a una Edad de Plata de signo humanístico: los superpoderes de Los Cuatro Fantásticos, Spider-Man o Iron Man no tienen que ver con la divina providencia sino con efectos colaterales del progreso científico: la exploración espacial, la energía nuclear, la tecnificación de la vida cotidiana. Un gran poder pasa a conllevar una gran responsabilidad. Puede representar incluso una carga pesada o sublimar grandes debilidades, tanto del individuo como de la sociedad que aparenta acogerle, como subrayará en los años setenta la Edad de Bronce del medio.
En este sentido, las obras de Frank Miller y Alan Moore que se publican a mediados de los años ochenta se han interpretado a menudo como crítica global a los paradigmas establecidos en las edades previas del superhéroe; pero es imposible no establecer afinidades positivas entre el Batman de El regreso del caballero oscuro (1985) y el Rorschach de Watchmen (1986-87). Uno y otro son individuos cuyos poderes se deben a la pura fuerza de voluntad y cuya psicología problemática tiene mucho que ver con la indiferencia a su sufrimiento del cuerpo social y su brazo armado, el capital. Frente a ellos, los cuasidivinos Superman y Ozymandias personifican las dinámicas hipócritas y utilitaristas del sistema, también en lo que se refiere a la alienada industria estadounidense del comic book, el objetivo contra el que arremeten en el fondo El regreso del caballero oscuro y Watchmen. Resulta interesante constatar que las figuras de Batman y Rorschach continúan siendo hoy por hoy tan mal entendidas como entonces, mientras dejamos pasar por alto el pequeño detalle de que Ozymandias es nuestro presente en todo su esplendor, también en lo que toca al mainstream de superhéroes.
En el periodo de entresiglos, las tensiones planteadas por Miller y Moore son llevadas con ironía por sus herederos al terreno de lo autorreferencial y el gran espectáculo. En parte, por exorcizar la irrelevancia suicida a que condena la industria del cómic al superhéroe cuando sus ficciones piden disculpas por no estar a la altura del 11-S. La Gran Recesión iniciada en 2008 y la llamada Movie Age han abocado ¿definitivamente? al superhéroe a la dictadura del signo desprovisto de cualquier arista subversiva, desapacible. Pueden tratarse todos los temas —feminismo, diversidad, ecologismo— y puede alcanzarse a todos los públicos porque hemos reducido el superpoder y sus problemáticas a un muestrario estándar de sabores en una heladería.
Cada vez que, sin salir siquiera de la cultura popular, alguien se atreve a proponer un matiz disruptor —un compromiso de facto— con lo superheroico, la respuesta es apática. Véanse los casos cinematográficos de El hijo (2019), X-Men: Fénix Oscura (2019) o Glass (2019). La villana de esta última es reflejo fiel de la medianía en la que se sienten cómodos actualmente los superhéroes y sus fieles consumidores: desde su posición de psicóloga, se empeña en negar que sus pacientes, los protagonistas del filme, tengan algo de especial, porque ello le obligaría a reconocer una dialéctica compleja de su singularidad con el mundo que les rodea. Prefiere reducirlos a la condición de niños grandes, con dificultades para canalizar sus emociones de forma constructiva. Nada que no crea poder arreglar con las píldoras de colores adecuadas.
Relacionadas
Artes gráficas
Ilustración “En mis dibujos siempre hay una parte luminosa y otra más oscura”
Cómic
Taina Tervonen “Las fronteras roban la dignidad a los seres humanos”
El Salto Radio
¡Qué Grande Es El Cómic! Silvio José, el deplorable íncel que llevamos dentro
¡Hola! Gracias por el artículo, muy interesante. El link del artículo en la revista CuCuo está roto, para que lo corrijáis. El bueno es este: http://cuadernosdecomic.com/docs/revista6/Debate%20en%20torno%20a%20las%20formas%20del%20audiovisual%20contemporaneo%20de%20superheroes.pdf