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Medio rural
La reestructuración espacial del poder: claves para pensar las políticas públicas en la España vaciada
Hay que repensar el fortalecimiento de la organización colectiva y de instituciones ancestrales, como las Juntas Vecinales, hoy amenazadas, que tienen atribuciones en el control y fiscalización del territorio y en el cuidado de la memoria.
Hablar de la “España vaciada” significa reconocer que han sido las políticas de las Administraciones Públicas las que han contribuido a desangrar poco a poco al medio rural o, al menos, a no hacer lo suficiente para paliarlo o revertirlo. Estamos ante un problema grave que solo hace unos años pasó a ser reconocido como una cuestión de Estado.
Casi dos tercios de los municipios españoles subsisten con menos de mil habitantes; de los 8.125 existentes, la mitad tiene menos de 500 personas y 1.286 tienen menos de cien. El Informe de la Federación Española de Municipios y Provincias sobre Población y despoblación en España 2016, subtitulado “El 50% de los municipios españoles, en riesgo de extinción”, daba cuenta de la magnitud del problema. Si entre 2015 y 2016, España perdía 67.374 habitantes, la población de las ciudades, por contraste, aumentaba en 14.000; un signo del desplazamiento de población en pro del modelo urbano concentrador que caracteriza al país.
La situación es alarmante en relación con el resto de Europa. De acuerdo con las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística para 2030, la pérdida de población rural seguirá aumentando y la situación se agravará aún más.
¿Cómo llegamos aquí? Más allá de las explicaciones demográficas sobre el envejecimiento de la población, hay un largo proceso que comienza con la centralidad de lo urbano en la política de Estado. La profunda segregación entre el medio rural y urbano se inició con el modelo de desarrollo que consolidó el franquismo; un modelo dependiente y esquilmador que asignó al mundo rural una función subordinada al sector industrial. Esta dinámica, que fomentó el desequilibrio territorial y la desigualdad social, se arrastra hasta nuestros días y se fortaleció con las políticas neoliberales.
La recuperación de la arquitectura de los pueblos, el impulso al turismo rural y la revalorización sociocultural del “pueblo” y las tradiciones, tan en boga desde los años 90 del siglo pasado, se hicieron añicos a medida que la ofensiva neoliberal endureció las políticas de ajuste estructural, aprovechando el contexto de la crisis de 2008. Incluso, durante esos años, la ciudad fue el referente de crecimiento y especulación que desembocó en la burbuja inmobiliaria. Desde entonces, la reorganización del capital sigue desplazando población joven y adulta desde los pueblos y las ciudades pequeñas a las más grandes en busca del escaso empleo, cada vez más precario.
El vaciamiento en sus lugares de origen conduce a su vez a la pérdida de servicios; una espiral que alimenta el desplazamiento a los núcleos urbanos. Así se va conformando una geografía del poder. Un modelo que desarraiga, excluye y genera pobreza, que pasa a ser, sobre todo, pobreza urbana; pobres que luchan contra otros pobres, todos migrantes, sean originarios o procedan de otros países, disputando un puesto de trabajo, una vivienda barata, una distancia más corta al trabajo.
Se condenó a los espacios periféricos a ser proveedores de recursos naturales, agropecuarios y de trabajadores precarizados. Esa especialización se manifiesta hoy en la gestión de centrales hidroeléctricas que no benefician a los pueblos; en infraestructuras radiales de comunicación vinculadas a núcleos urbanos, dejando languidecer y desaparecer los trenes regionales; en la insuficiente dotación de centros de salud en las zonas rurales o su concentración en cabeceras urbanas saturadas; o cuando se exige la misma ratio de alumnado para un módulo de formación profesional en la montaña que en un instituto de la ciudad.
Las regiones periféricas, que coinciden con los territorios despoblados, proveen los recursos naturales usados como materiales de construcción (cantera, minerales no metálicos, madera) —entre el 50% y 75% de sus recursos—. Son las proveedoras de biomasa —Extremadura cuadruplica la media nacional y Castilla y León la triplica—. El esquema de producción y consumo de energía eléctrica sigue el mismo patrón.
Además, son el sostén del sector alimentario —Andalucía aporta casi el 25% del valor agrario total del país, que alcanza el 50% con la producción de Castilla y León y Castilla La Mancha—. Pero, además, se convierten en receptoras de residuos. De los 21 millones de Tm de residuos que se generan en el país al año, el 70% acaban en vertederos sin tratamiento; la UE habla de 88 vertederos en estas condiciones de los que 80% se ubican en Castilla y León y en las Islas Canarias. Castilla y León es también la primera receptora de residuos peligrosos y tóxicos. La vulnerabilidad de las regiones periféricas crece con el despoblamiento.
El capitalismo valoriza y (re)valoriza incluso lo que parece carecer de todo valor. No existen los espacios vacíos en la lógica del capitalismo
Este modelo de organización económica, propio del extractivismo, en el que hay que incluir la economía del turismo, ha sido altamente rentable para unos pocos y se nutre de las “alternativas” economicistas (macrogranjas, proyectos de energía eólica en espacios naturales, áreas de entrenamiento militar, etc.). El vacío es un espacio susceptible de apropiación, más aún si en él hay recursos naturales o potenciales fuentes de riqueza. El capitalismo valoriza y (re)valoriza incluso lo que parece carecer de todo valor. No existen los espacios vacíos en la lógica del capitalismo.
El despoblamiento es resultado de ese desequilibrio socioeconómico y territorial previo, nunca a la par, que lo agudiza. En este sentido, el problema de la España vaciada es un problema de modelo económico y social, no solo demográfico, lo que debería ser considerado en una política pública que quiera enfrentar el problema con seriedad.
El desplazamiento forzado de población, que se ve obligada a abandonar sus pueblos y pequeñas ciudades, está doblegando a miles de personas a dejar de ser para ser otros
Además, el despoblamiento impacta en la vida social y cultural de los pueblos con la violencia silenciosa y profunda de la desmemoria y el olvido. El desplazamiento de quienes tienen que migrar a las ciudades condena a estas personas y a sus territorios al desarraigo sociocultural, a la desaparición de saberes, tradiciones y formas de relación que descansan en una hacer y una historicidad colectiva de largo recorrido. El vaciamiento territorial va acompañado así de vaciamiento sociocultural que arrasa con la diversidad. El desplazamiento forzado de población, que se ve obligada a abandonar sus pueblos y pequeñas ciudades, está doblegando a miles de personas a dejar de ser para ser otros.
Asistimos a una disputa por los territorios/espacios que refleja concepciones de vida antagónicas. Una utilitarista, centrada en la ganancia y el enriquecimiento. Otra centrada en la vida colectiva de los pueblos y su cultura. En estas “tierras incógnita” se está enfrentando la geografía del poder y sus intereses frente a los habitantes-guardianes y sus organizaciones colectivas que buscan construir una cartografía alternativa. Estos convocan no solo para ser visibilizados, sino para comunicar propuestas respaldadas por su experiencia, saberes y disponibilidad para hacerse cargo de sus territorios y sus vidas. El potencial de las “tierras incógnita” radica en que son espacios de transformación frente a la homogeneización urbana y la repetición de formas de vida que deshumanizan; en esa tensión se construye el “espacio diferencial”, como utopía concreta, del que nos hablara Lefebvre.
En este contexto hay que repensar el fortalecimiento de la organización colectiva y de instituciones ancestrales, como las Juntas Vecinales, hoy amenazadas, que tienen atribuciones en el control y fiscalización del territorio y en el cuidado de la memoria.
Se necesita además un “plan estratégico de Estado” frente al reto demográfico que trascienda del problema a las soluciones, que esté centrado en un desarrollo equilibrado, con una perspectiva a medio y largo plazo. Es también imprescindible exigir cuentas claras y restitución de justicia en el manejo de los fondos públicos, tanto nacionales como europeos, para que éstos lleguen a sus destinatarios y cumplan su objetivo, generando mecanismos legales que impidan la corrupción y el dispendio, como ha sucedido regularmente.
La repoblación de las zonas rurales permitiría avanzar en un modelo de soberanía alimentaria, con base en la economía social productiva. Para ello, hay que romper el eterno ciclo productivista basado en el único criterio del beneficio ya que dentro del capitalismo no es posible atajar la volatilidad de los precios agrícolas dependientes de los mercados internacionales. Y tan importante como lo anterior es generar un proceso de descolonización del imaginario dominante que desvaloriza al mundo rural como lugar de oportunidades y de desarrollo vital.
Debemos poner en valor la calidad de vida del mundo rural, su importancia como eje vertebrador del 80% del territorio nacional que está siendo abandonado y su función como mantenedor de una sabiduría oral que está desvaneciéndose. Hay que asumir que solo será posible el repoblamiento si se dota a los pueblos de los medios necesarios para que vivir en ellos sea agradable —cultural, emocional y vitalmente— y conveniente desde un punto de vista económico, ecológico y social. Otro futuro es posible en las “tierras incógnita”.
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