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Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956) fue despedido de La Vanguardia el pasado mes de diciembre. Atrás quedan más de treinta años como corresponsal en la Unión Soviética, y, tras su desintegración, Rusia (1988-2002), China (2002-2008), Alemania (2008-2014) y Francia (2014-2017). La nueva situación le permite detenerse, tomar aire y mirar atrás esta larga trayectoria que le llevó a recorrer —literalmente— medio mundo antes de regresar a Catalunya. Es lo que ha hecho estos últimos días en la Universitat Pompeu Fabra (UPF), donde ha impartido un seminario sobre el país al que dedicó la mayor parte de su carrera y que estos días vuelve a estar presente en los titulares de los medios de comunicación: Rusia.
"Para un europeo que entra en Rusia por Europa del Este, la impresión es que se entra en otro mundo", explica. Entonces, según Poch-de-Feliu, "la verdadera frontera no era entre la Alemania occidental y la oriental, sino entre los países de Europa oriental y la URSS, un cambio mucho mayor". Algo que, salvando las distancias temporales, aún se mantiene hoy.
un triángulo con tres vértices
En la exposición de Rafael Poch-de-Feliu hay ecos del historiador Moshe Lewin (1921-2010), el sociólogo Teodor Shanin (1930) e incluso el filósofo Nikolái Berdiyáev (1874-1948), que se entremezclan con su propia experiencia como corresponsal. De esa urdimbre emerge un tapiz sobre la historia rusa que ayuda a entender no solo su pasado reciente, sino también su presente. Aquí va un resumen a grandes trazos y a vuelapluma."Las raíces de la especificidad de la cultura rusa hay que buscarlas en un triángulo con tres vértices: la Iglesia ortodoxa rusa, el estatismo exacerbado y el mundo agrario ruso, con sus antiguas y resistentes tradiciones comunalistas", aclara Poch-de-Feliu.
Mientras el enfrentamiento entre la figura del rey y la aristocracia abría espacios de autonomía en Europa, en Rusia no hubo nada similar
Primer vértice: la religión. Esta imprimió su carácter a la sociedad rusa debido a su organización, diferente a la del catolicismo occidental y a su jerarquización, ya que la figura del patriarca de Moscú y todas las Rusias no ha tenido la misma continuidad histórica que el Papa de Roma (fue abolida por Pedro I en 1721 y no fue restaurada hasta 1917).
La captura de Constantinopla por parte del Imperio otomano en 1453 aisló además a la ortodoxia rusa, obligándola "a cocerse en su propia salsa", sin intercambios culturales en el extranjero, lo que condujo a un estancamiento cultural y científico. A la vez, convirtió al Principado de Moscú, si no en el único Estado ortodoxo, sí en el más importante, lo que le permitió proclamarse heredero del Imperio bizantino y aspirar al título de baluarte de la ortodoxia a medida que el Imperio Otomano se expandía en dirección occidental a través de los Balcanes.
Fue el monje Filoféi de Pskov quien convirtió esta aspiración en mito al hablar de Moscú como "tercera Roma" en una carta dirigida al gran príncipe Basilio III: "Dos Romas han caído. La tercera se sostiene. Y no habrá una cuarta. ¡Nadie replazará vuestro imperio cristiano!". Este desarrollo reforzaría el mesianismo de la ortodoxia rusa, y su cercanía con el poder político lo inscribiría en la ideología del Estado, un rasgo que se mantuvo en mayor o menor medida a lo largo de su historia, incluyendo el período comunista.
Grandes desequilibrios los encontramos también en la estructura político-social, el segundo vértice. Mientras el enfrentamiento entre la figura del rey y la aristocracia abría espacios de autonomía en Europa, en Rusia no hubo nada similar: el poder se sostenía sobre todo sobre la figura del zar. La desaparición de la dinastía Rúrika llevó a lo que se conoce como 'tiempos turbulentos' (smutnoe vremya) en los que se incluye una hambruna, la intervención polaca y una gran revuelta nacional que termina con la entronización de los Romanov. Un total de 15 años (1598-1613) que dejaron una huella en la psique social de que la disolución del Estado lleva al caos y a la intervención extranjera.
"Los periodistas sirven de correa de transmisión de una ideología que se reforzó con la 'guerra fría'" y que, añade Poch-de-Feliu, todavía hoy existe
Tercer vértice de ese triángulo: el campesinado. Las condiciones climatológicas extremas determinaron la distribución irregular del campesinado ruso a lo largo de lo largo y ancho del país, una dispersión demográfica que todavía hoy en buena medida persiste. Las infrastructuras eran deficitarias e impedían un intercambio comercial fluido, lo que generó un espíritu de autosuficiencia y solidaridad comunal. Estaban, por así decir, obligados a ello. Ahí entraban las instituciones rurales como el mir y la obschina, asambleas rurales con complejas reglas de ayuda mutua.
Para entender la importancia de estas instituciones, Poch-de-Feliu señala que más del 80% de la tierra de cultivo estaba en manos de la comunidad rural, cuyo reparto se decidía periódicamente en asamblea. Este sistema de reparto y distribución garantizaba a cada campesino medios para subsistir. Históricamente, prosigue, en Rusia han habido pocas revueltas campesinas, y éstas se ampararon en la idea del "buen zar", descargando la culpa en los aristócratas o basándose en que la legitimidad del zar en el trono era falsa. Se apelaba al zar a que pusiese fin a los problemas que la aristocracia local imponía a los campesinos. Ése fue el caso de las revueltas de Stepan Razin (1670-1671) o Yemelyan Pugachev (1773-1775), que alimentaron el romanticismo ruso y hasta el anarquismo (Bakunin cita al primero a menudo en sus primeros textos). El muzhik (campesino) en revuelta es, por paradójico que parezca, tan anarquista como monárquico.
La historia como base para el periodismo
Llegados aquí, una puntualización necesaria: todo lo anterior, aclara el periodista, no es un ejercicio de arqueología inútil, ya que existen ecos remotos de todo aquello, que pervivió y fue determinante, por ejemplo, en el triunfo de la Revolución de Octubre (1917), y fue consagrado y estatalizado por el estalinismo y su cultura política. Por supuesto, no quiere decir que haya un determinismo histórico o fatalismo que condene al país a repetir inevitablemente su historia. Ha habido desarrollos alternativos a esta suerte de maldición de la historia rusa. Stephen Cohen, por ejemplo, escribió un magnífico libro al respecto: Soviet Fates and Lost Alternatives: From Stalinism to the New Cold War (2011).Conocer la historia, apunta Rafael Poch-de-Feliu, es importante para comprender la debilidad de la sociedad civil o las actitudes "con frecuencia plebeyas y serviles" hacia el poder en Rusia. Términos como "totalitarismo", en cambio, no sirven para entender la historia, sino todo lo contrario: sirven para no entenderla, porque precisamente expulsa a la historia del concepto mismo.
¿Y los periodistas? El excorresponsal de La Vanguardia dedicó algunas de las mejores (y críticas) reflexiones recientes sobre la profesión en La actualidad de China (2009). "Los periodistas sirven de correa de transmisión de una ideología que se reforzó con la 'guerra fría'" y que, añade, todavía hoy existe. Entonces —como hoy, cabría decir— "con el salario que percibía un corresponsal se creaba un sentimiento de superioridad debido al mayor poder adquisitivo y a la posibilidad de acceder a artículos de consumo a los que los rusos no tenían acceso". Este hecho podía crear "una distancia abismal" entre el ciudadano de a pie y el corresponsal, que se veía por encima de aquél. Poch-de-Feliu también critica "el efecto manada" en la dinámica de la profesión: si un medio de referencia aporta un dato o cifra incorrecto, el resto no se atreve a desmentirlo, incluso si tienen fuentes fiables. Una tendencia que, lamentablemente, parece ir a más, y no a menos.