Medio rural
Amenaza Patriarcal en la autogestión rural. Segunda Parte.

Cansadas de callar para no incomodar, en esta segunda parte de la trilogía sobre las amenazas patriarcales en los proyectos de autogestión rural las autoras nos hablan de roles de género, parejas y rupturas y ofrecen sus estrategias para habitar en la ruralidad.
Gallinero
Gallinero de un proyecto autogestionado rural. Jane
Campesinas en revisión hacia una autogestión rural transfeminista
13 ene 2023 08:39

Amigues, aquí va la segunda parte de una trilogía de artículos con los que las compañeras del Saltamontes nos están dando la oportunidad de plasmar en un espacio público todas esas conversaciones que a menudo surgen y se reproducen en privado. Estamos cansadas ya de las quemas de brujas y de callar para no incomodar ni generar polémica en nuestros espacios, colectivos y comunidades.

En esta segunda parte ahondamos en cómo los roles de género impuestos e interiorizados nos afectan de una manera concreta en estos espacios. Y desglosamos algunas de las estrategias y herramientas de resistencia y resiliencia que practicamos para permanecer y seguir apostando por otros modelos de vida, interseccionando las luchas y no perdiéndonos a nosotras mismas en el intento.

Roles de género en los proyectos de autogestión rural y herramientas para descimentarlos.

En muchas ocasiones, en los grupos mixtos en los proyectos de autogestión rural se da una división binaria en cuanto a los roles que ocupan unos cuerpos y otros en el cotidiano. Los cuerpos socializados como hombres tienden a ocupar de manera primordial roles relacionados con tareas físicas/tangibles, tareas que le relacionan con su autonomía, con el ser capaces, con la productividad. Por otro lado, los cuerpos socializados como mujeres son llamados a ejercer en primera instancia labores que tienen que ver con lo invisible, como el organizar (que no liderar), escuchar, cuidar, contemplar, facilitar, acoger, seguir.

Otra de las dinámicas patriarcales vividas en estos contextos es que el reconocimiento de las tareas esenciales para la vida y la supervivencia del grupo no es equitativo. Se entiende como primordial el llevar a cabo las tareas físicas/instrumentales/productivas. Las tareas sociales/emocionales no son entendidas como esenciales, o al menos no se cuidan ni atienden como si lo fueran.

Muchas veces, somos entendidas como perfectas “compañeras” para dinamizar facilitaciones/mediaciones, con la gran virtud de la humildad como bandera, somos leídas como la hija que aprende, la madre que cuida, la “aprendiza” que admira, la psicóloga que escucha, amante que ama y finalmente queda mucho menos tiempo para ser una compañera, a secas, con la que compartir tareas de igual a igual. Ser mujer es un rol en sí, no eres tanto persona como eres mujer. El trabajo físico siempre lo llevarás a cabo bajo tutela, y si lo haces sola, será revisado por hombres posteriormente. Se aplaudirá por lo inédito, lo sorprendente, el mérito intrínseco en que una mujer haya hecho algo sola aprobado a posteriori por los hombres que la aplauden. Se presupone en nosotras una menor capacidad en el desempeño físico y una mayor capacidad en el desempeño relacional/social/emocional.

Poco a poco, los mandatos de género van recayendo en nuestros cuerpos uniéndose a la mochila de inercias con la que cada una cargamos desde antes de la participación y pertenencia al colectivo y, por deseo de pertenencia y simpatía con el grupo, acabamos ejerciendo esos roles como si de algo natural e inherente se tratase. Al plantearte la migración a lo rural no eran estos los roles que te imaginabas o te impulsaban, pero muchas veces acaban siendo los que más tiempo ocupan en tu día a día, ya que alguien los tiene que ocupar. 

Aunque no queremos poner todo el foco ahí, muchas veces en los grupos podemos ser “la pareja de...” y ocupar los roles que a esta le suelen ir adheridos, (repitiéndose o acentuándose los que hemos mencionado antes), pero ¿qué ocurre cuando ocupamos unos roles como pareja y esta se acaba?, ¿qué ocurre con ella (la compi que participa en la pareja y en el colectivo)?, ¿qué ocurre con él (el compi que participa en la pareja y en el colectivo)? Aquí describimos otro patrón numerosas veces repetido: Chan, Chan, chan…

Ruptura de pareja o cómo se crean los ermitaños.

Tras una ruptura de la pareja, y si hay intención o necesidad por alguna de las dos partes, o por ambas, de separación de espacios o incluso de proyectos, lo más común es que sea el tío el que se quede porque “estaba antes y no tendría ningún sentido que dejara SU proyecto, SU casa, SU territorio, sólo por una ruptura emocional” mientras que la mujer es la que se acaba yendo porque “ella lo prefiere así”, “NO PUEDE con esto y prefiere irse” o más básico aún: “ella llegó después, así que es más lógico que se vaya ella”. 

Es innegable que la experiencia y la veteranía dan un rango alto y colocan a la gente en roles de poder muy diferentes, pero no es lo único que está en juego. La realidad es más compleja. En el entorno rural es fácil apreciar que existe un condicionamiento grande a que las personas socializadas como hombre puedan basar su valía personal en su capacidad. Esto significa que es muy común que un hombre se sienta una persona valiosa, se sienta agusto consigo mismo, sienta una satisfacción personal o incluso “se sienta hombre” en tanto en cuanto se sienta capaz de hacer cosas por sí mismo, cosas productivas. Y en este aspecto el entorno rural es un entorno perfecto para desarrollar ese sentimiento de capacidad tan ligado al concepto de autonomía y de suficiencia. Por otro lado, a las personas socializadas como mujeres, como veníamos nombrando, se las condiciona para que su valor como persona esté ligado al aspecto relacional de sus vidas.

Dado el contexto de aislamiento que se da en la ruralidad, es muy fácil caer en que tu red se acabe reduciendo a tu relación de pareja. Cuando estás en ese punto y la relación se rompe, el único pilar relacional que existía se desmorona y ese es precisamente el punto de inflexión donde estas diferencias de género cobran relevancia. Al margen del dolor emocional que supone una ruptura, una separación y el sentimiento de soledad que lo acompaña y que golpea de lleno a las dos partes, hay otras consecuencias que no afectan por igual. Por parte del hombre a la hora de decidir cómo tirar para adelante, el hecho de que su valía personal esté más relacionada con el “ser capaz” se convierte en una especie de salvavidas. El mundo rural te ofrece la posibilidad de sentirte capaz e independiente y esto suele ser suficiente para motivar, pese al dolor emocional, a un hombre a quedarse en el proyecto, incluso aunque se quede solo. De esta manera tenemos la creación del ermitaño. ¿Qué pasa con las mujeres? Pues que si lo que más sentido le da a nuestras vidas (desde cómo hemos sido socializadas y cómo esto nos ha construido) son nuestras redes afectivas, si nos encontramos con que toda nuestra red se ha acabado reduciendo a una pareja con la que finalmente hay una ruptura, nos quedamos, literalmente, sin ninguna red. Nos quedamos igual de solas que ellos pero con una diferencia abismal: y es que a nosotras ni nos va ni nos viene el demostrar (ni demostrarnos) que somos capaces de vivir aquí solas. Que por cierto: sí lo somos. La diferencia está en que eso no nos satisface y mucho menos nos sana. Cuando esto se acaba así, vemos que los roles que ocupábamos ya no son queridos ni valorados y que una demostración de aguante en el lugar sin red afectiva no tiene sentido, y nos vamos. Nos vamos otra vez en búsqueda de un grupo, comunidad, colectivo donde crear nuevas relaciones horizontales, al que podamos llamar familia y todos los roles sean valorados...y esperando que en la próxima la pareja no nos neutralice.

¿Y qué hacemos con todo esto? Estrategias de resistencia y resiliencia para habitar en la ruralidad con dignidad. 

No sólo vinimos a reivindicar y denunciar, también a exponer y expandir las estrategias que ya llevamos a la práctica. Aquí plasmamos algunas de ellas, y en la tercera parte os haremos llegar el resto:

  • Señalamiento y confrontación (cuando nos apetece).

Estamos dispuestas y capacitadas para poner en cuestión y confrontar cualquier práctica o forma de organización que consideremos injusta, maneras implícitas o explícitas de funcionar, que perpetúan o fomentan el orden patriarcal. Tenemos claro nuestras líneas rojas y lo que pone en riesgo nuestro cuerpo y nuestro deseo. Señalar y confrontar forma parte de nuestro arsenal de defensa. Llevar a la praxis aquello de “lo personal es político”. Muchas son las ocasiones donde estos conflictos de “pareja”, que albergan intrínsecamente dinámicas patriarcales, son reducidos por el grupo a cuestiones íntimas de las dos personas que conforman la pareja en cuestión, para las cuales el grupo dice “no poderse meter”. Llevar a la reflexión y al debate colectivo lo que sucede en estos procesos, desde una mirada crítica es fundamental y supone una oportunidad para trabajar colectivamente lo que haya que limar y revisar.

  • Escucha, empatía, cuidado selectivo.

Parte de nuestros mandatos de género nos invitan a cuidar y escuchar sin criterio. Cuidar y estar siempre nos da un lugar, sobre todo para aquellos que por falta de autonomía emocional necesitan una batería de cuidados afectivos casi continuos. Nos damos sin criterio y nos demandan como si nuestra capacidad de cuidado y escucha fuera infinita, como si contáramos con una fuente inagotable de recursos de acompañamiento y sostén. La realidad del asunto es que no es así. Por ello, aplicamos la empatía y la escucha selectiva. Esto significa decidir conscientemente cuándo, de qué manera y a quiénes puedo y quiero cuidar ¿Aquí quiero escuchar? ¿Aquí quiero empatizar? ¿Aquí quiero sostener?

  • Buscar referentes mas allá de los hombres cis.

Somos muchas y hay muchas más compañeras dispersas por el territorio, con saber acumulado, con ganas de compartirlo, con capacidad para transmitir desde un lugar de gozo, de proceso y de no-juicio. Hay compañeras y referentes más allá de los compañeros cis hetero. Nos vamos nombrando, buscando el espacio para transmitir, y usamos nuestra voz y cuerpo para tener presente referentes más allá que los que la inercia patriarcal proporciona, también en la autogestión rural.

*Las tres personas que escribimos somos blancas y nos identificamos como mujeres cisgénero, y por ello hablamos desde las violencias machistas que nos atraviesan desde ahí. Y hasta aquí el segundo artículo de esta trilogía, y llegaremos con novedades en el tercero y último.





Arquivado en: Medio rural
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