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Cuesta mirar al futuro. No sabemos cómo contárselo a quienes han llegado más tarde a este planeta y tienen poco que ver con el desastre. Cada vez es más patente que el clima, los ciclos del agua, la biodiversidad, los océanos o los suelos, están superando (o, para quienes tienen la mala fortuna de vivir en las primeras ‘zonas de sacrificio’, ya han superado) umbrales que ponen en peligro la habitabilidad de la Tierra. El deterioro de las condiciones del medio natural arrastra, con diferente intensidad y a diferentes velocidades, a un número creciente de seres humanos -y no humanos-. Estas situaciones son dramáticas en territorios lejanos, pero también ocurren en lugares cada vez más próximos. ¿Dónde se sitúa la escuela ante este abismo?
Aunque nuestro horizonte es detener y revertir tanta destrucción, confrontando un sistema que estructuralmente ataca a la vida, necesitamos, mientras tanto, enfrentar la adversidad, construir fortalezas y esperanza para seguir adelante, lograr espacios de aprendizaje y resistencia. Una comunidad resiliente es un sistema social y ecológico que, en condiciones de dificultad, se activa para crear nuevas estructuras y relaciones que hagan posibles vidas dignas. Nuestros centros educativos pueden (y deben) ser focos de resiliencia ecosocial. Hay condiciones para que lo sean.
Las escuelas son aldeas galas
Las escuelas reúnen durante muchos años, muchos días y muchas horas a una enorme cantidad de personas diversas en edad, habilidades, sueños, expectativas y condiciones de vida; seres humanos que se juntan físicamente. Esto significa que están al lado, se tocan, discuten, se organizan, comen, respiran, juegan en grupo. Esta intensidad vivencial confiere una particular capacidad de incidencia, que se vuelve más significativa en la medida en que otros espacios colectivos se diluyen o se debilitan en favor de prácticas de encuentro virtual o atomizante. Los centros educativos son “aldeas galas” que resisten a la dispersión, a la soledad de la habitación o los cascos, al sálvese quien pueda; donde se experimenta que lo que haya de ser, es mejor que sea en compañía. La convivencia es uno de los mayores activos -aunque compleja de gestionar- de las escuelas.
En ellos se hace patente que, además de seres vivos irremisiblemente sociales, somos realidades materiales, atravesadas por el agua, el frío o el calor, el bocadillo del recreo, el aire más o menos limpio que inhalamos trece veces por minuto. Entes en contacto con los cuerpos de compañeras o compañeros, el suelo cementado de las canchas de deporte, los pupitres o, también, las pizarras digitales.
Cuando en coles e institutos las llamadas a la ecología van más allá de la superficialidad anodina (cuando no tácitamente cómplice) de los cubos de reciclaje, suelen pecar de otras carencias: entre otras, la individualización de la responsabilidad, la carencia de perspectiva de clase y género, o la apelación al cuidado de una naturaleza situada como objeto y no como realidad que nos constituye y atraviesa. En esta línea, se suele apuntar a reducir consumos de agua, evitar residuos como los envoltorios del almuerzo, hacer auditorías energéticas del centro o cuidar huertos en el patio. Son prácticas que ayudan a comprender el hecho inevitable -intencionalmente escondido por una cultura desarrollista enajenada de su ecodependencia- de que somos parte de una compleja red viva que ha de sobrevivir si queremos mantenernos a flote. Conocer el diagnóstico y tomar algunas iniciativas ante la crisis ecológica es necesario, pero no suficiente.
La fuerza de los centros educativos está en la intersección
La condición innegable de ser seres vivos, necesitados de otros seres y determinadas condiciones materiales, se cruza con la centralidad de los vínculos humanos. La fuerza de los centros educativos está en esta intersección. La pata “eco” no puede dar respuestas integrales sin el adjetivo “social”. Este hecho se vuelve más imperioso en la medida en que muchas personas -algunas de ellas muy próximas- están viviendo dificultades cotidianas para cubrir necesidades esenciales, para mantener redes de apoyo, o para vivir sin violencias. Nuestras escuelas acogen estas situaciones y no pueden evitar que estén presentes cotidianamente. La precariedad de algunas familias, el sufrimiento psíquico, la inseguridad habitacional, deberían ser también asunto de la escuela. Para enfrentar estos fenómenos, tenemos el deber de mirarles a los ojos, visibilizando y explicando su dimensión (eco)sistémica, interiorizando que son producto de una forma de organizar las sociedades humanas que no es ni deseable ni inamovible.
En tiempos de crisis ambiental y desarticulación comunitaria, los espacios educativos podrían convertirse en centros ecosociales donde aprender a entender lo que ocurre, reconocer cuáles son las amenazas que vivimos y sus causas y, en medio de la dificultad, hacerlas frente y reconocernos parte de la trama de la vida. Es posible descementar y renaturalizar zonas soladas de nuestros patios, formar parte de comunidades energéticas, pacificar el tráfico en las inmediaciones de los centros, organizar una campaña contra la guerra, crear grupos de ayuda mutua, promover usos compartidos de materiales o apoyar a familias vulnerabilizadas. Tomando prestado un término de la biología, pueden ser centros para la resiliencia ecosocial. La escuela es un espacio-oportunidad para proteger o retejer vínculos conscientes y respetuosos con otras personas y con el territorio vivo.
Este continuo eco-social necesita de un sustento cultural, de la convicción de que somos porque otras y otros son, porque el sol, los insectos, las bacterias, los árboles, los ríos, o los grupos humanos son. Necesitamos sabernos seres vulnerables, ecodependientes, biodependientes e interdependientes: cultivar una Nueva Cultura de la Tierra. Una escuela resiliente es aquella que también empuja el cambio de cosmovisión, y prioriza el aprendizaje de lo que es urgente para vivir con justicia, con suficiencia y con cariño.
Desde el Área de Educación de Ecologistas en Acción, hemos creado una Breve guía para escuelas resilientes, donde presentamos ideas para que las comunidades educativas se hagan más fuertes ante el deterioro de las condiciones ecológicas y económicas dentro y fuera de las escuelas. Es un listado abierto y escueto que mezcla sugerencias muy concretas con otras más genéricas o ambiciosas. No pretende abarcar todo lo deseable, sino animar a la acción y también al reconocimiento de lo que ya se está haciendo en algunos lugares. Y saber que todas esas medidas forman parte de un todo, una nueva forma de comprendernos y relacionarnos con otras personas, con otros seres vivos y con la naturaleza que nos sostiene y de la que somos parte.
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¡Maravilloso! Soy la presi de un AMPA de una escuela rural con 9 niñas y niños matriculados y pienso compartir la guía con nuestras familias y con el resto de AMPAS de la isla.