Crisis energética
La guerra, el shock y el gas

El impacto que la invasión de Ucrania por las tropas de Putin está teniendo en nuestro abastecimiento energético ha visibilizado una crisis de modelo que no viene de ahora. La autora de este artículo nos advierte de que no podemos sucumbir al “shock”: las soluciones de urgencia pasan por disminuir nuestro consumo energético, eliminar la dependencia a los combustibles fósiles, desarrollar las renovables de forma planificada y colaborativa y proteger a las personas en situación de vulnerabilidad ante la subida de los precios de la energía y de la vida.

coordinadora del área de energía y clima de Ecologistas en Acción @MarinaGrosBreto

Responsable de la campaña La verdad del gas de Ecologistas en Acción
17 mar 2022 08:00

En las últimas semanas la voz de mi abuela se hace presente. Cuando era niña me contaba que durante los bombardeos de la guerra civil se iban a esconder al “Puente de la Torica”, un túnel por donde pasaba el Ferrocarril de la Val de Zafán. Tenían que correr varios kilómetros desde La Puebla de Híjar, un pequeño pueblo de Teruel, para guarecerse de las bombas, mientras existía el peligro de que les saquearan lo poco de valor que tenían en casa. Mi abuela tenía cuatro años, es lo poco que recuerda y testimonios como el suyo, son lo escaso que mi generación tenemos en primera persona de lo que es una guerra: recuerdos bañados en color sepia, dolor, miedo, desaparecidos y silencios.

En cambio, ahora hay tanto ruido que puede llegar a abrumar, agotar y a la larga acabar insensibilizando. Disponemos de la cobertura de la guerra minuto a minuto en el televisor, en el móvil, en las redes sociales, en el centro de nuestros hogares y nuestras vidas. Vemos cómo se despiertan olas de solidaridad ante las injusticias, la violencia y la crudeza del militarismo. La cercanía espacial de este conflicto y sus consecuencias se traducen también en una cercanía emocional. Pero, parece que, aún en estos momentos, la empatía y la solidaridad sí que entiende de distancias, de clase, de raza... Como denunciaba recientemente nuestro compañero Pablo Sallabera, sigue existiendo un doble rasero en las fronteras: las puertas de Europa están abiertas, pero no para todas.

Es necesario dar voz a todas las personas que están sufriendo, denunciar las agresiones de un régimen violento y totalitario ante la población civil, para que no caigan en el silencio, como tantas otras. Sin embargo, hay que ir más allá para que no se nos olvide que el enemigo no solo es Putin, sino que es este sistema que atenta contra la vida.

La guerra es la sublimación última de un sistema patriarcal aliado al capitalismo, no porque la mayoría de los dirigentes mundiales sean hombres, ni porque sean ellos los propietarios de la mayoría de empresas que van a salir beneficiadas económicamente de esta situación, sino porque las lógicas de acumulación de poder y capital, el uso de la violencia, la jerarquía y la dominación que subyacen inherentemente al sistema lo son.

Siempre hay ganadores en cualquier situación de conflicto y siempre son los mismos, aquellos que ya ostentaban el poder político y socioeconómico. Pero las que perdemos, las que ponemos el cuerpo y las muertas, también somos siempre las mismas.

Analizando la situación estamos ante un claro ejercicio de la doctrina del Shock, que ya teorizaba Naomi Klein en el 2007 y que se volvía a hacer vigente durante la pandemia de la COVID-19. El capitalismo del desastre es la estrategia política que utiliza las crisis a gran escala para impulsar políticas que sistemáticamente profundizan la desigualdad, enriquecen a las elites y debilitan a todas las demás. En momentos de crisis, la gente tiende a centrarse en las emergencias diarias para sobrevivir a esa crisis, sea cual sea, y tiende a confiar demasiado en los que están en el poder. En estos momentos los recursos energéticos, minerales y alimenticios se están convirtiendo en elementos claves ante el futuro que nos espera. Las manos en las que recaiga su control, así como la forma de administrarlos definirán las posibilidades que tengamos de futuro.

En lo que respecta al sistema energético y en concreto al gas fósil, por destacar su papel como elemento de presión, la UE ha dejado que su sistema energético recaiga en manos de capitales e intereses privados. A pesar de que desde hace una década ha intentado diversificar sus fuentes energéticas, el resultado es una dependencia todavía mayor de los combustibles fósiles de Rusia. Actualmente el gas ruso sigue representando el 45 % de las importaciones de gas europeas en 2021 y cerca del 8% de las importaciones del Estado español.

La respuesta se está desarrollando deprisa, la semana pasada la Comisión Europea presentaba el Repower EU, una hoja de ruta con la que plantea diversificar las fuentes energéticas con el objetivo, entre otros, de reducir su dependencia al gas ruso en dos tercios para el otoño que viene y al mismo tiempo llenar sus depósitos de gas como mínimo al 90% para pasar el invierno. Para ello la UE está buscando nuevos proveedores de gas fósil y vías de suministro. No resulta una tarea fácil, ya que las importaciones tanto por gasoducto como por barco, en forma de líquido (GNL) que luego tiene que ser regasificado, tienen su límite por la capacidad de producción, transporte, el precio y la falta o exceso de infraestructuras.

Justamente, en la Península Ibérica se encuentra cerca del 30% de capacidad de regasificación de Europa (6 plantas en el Estado español y una en Portugal), pero la falta de conexiones con Francia hace que la Península no vaya a ser la salvación de Europa en materia energética y menos a corto plazo. En este momento están de nuevo bajo la luz del debate público proyectos fósiles obsoletos, como el MidCat, un gasoducto que uniría Catalunya con la región del Midi francés, el cual no es una solución a corto plazo, ya que tardaría entre 2 y 6 años en estar operativo, según diferentes fuentes. Este proyecto, que se rechazó gracias a la movilización territorial y climática y por la valoración negativa de Francia hace más de 3 años, podría transportar 7,5 bcm de gas, es decir, el 2,2% de la demanda actual de gas por parte de Europa. Tendría una vida como mucho de una década, ya que, si queremos cumplir con los objetivos climáticos, debemos eliminar el gas fósil de nuestro sistema energético como tarde en 2035. Se plantean argumentos para que este gasoducto pueda transportar hidrógeno verde en el futuro, pero la producción de este vector energético actualmente es poco eficiente, muy costoso y, por ello, debería dirigirse a sectores difíciles de descarbonizar.

También, la activación de la planta ilegal de Regasificación de El Musel (Asturias) ha vuelto a resurgir en el debate mediático, pero si tenemos una capacidad de regasificación ya de per sé desproporcionada para el gasto interno y las posibilidades de exportación (incluso sumando el MidCat), ¿para qué necesitaríamos otra regasificadora?

La situación de urgencia y de emergencia que atraviesa ahora mismo Europa, está influyendo decididamente en el debate actual de la taxonomía verde en la que se quiere incluir la energía nuclear y el gas fósil. Puede afectar también a la ambición de todo el paquete Fit for 55 que marca el camino para la consecución de los objetivos climáticos. Un reflejo claro de su efecto está en la aprobación de la 5ª lista de Proyectos de Interés Común (PCIs) el pasado 9 de marzo, que destinará dinero europeo a 30 proyectos de infraestructuras gasistas. Cuando se analizan las consecuencias y los beneficios de cada una de estas decisiones, el patrón se repite: ganan unas pocas, generalmente las compañías gestoras de las infraestructuras de gas, como Enagás, perdemos todas hipotecando nuestro futuro con un sistema energético basado en los combustibles fósiles que atenta contra la vida.

Parece que ni los dirigentes europeos, ni la población nos damos cuenta de que las reglas del juego han cambiado para siempre. Las soluciones pasan por repensar nuestro modelo como sociedad de forma profunda y de abajo arriba. Cambiar nuestro modelo energético significa cambiar nuestro modelo de producción y consumo, de organización como sociedad, incluso nuestro modelo de ocio, pero no se habla de ello, sino que en este momento de shock se utiliza para mantener con buena salud a un sistema energético obsoleto y conseguir los máximos beneficios de ello.

Las soluciones de urgencia pasan por disminuir nuestro consumo energético, eliminar la dependencia a los combustibles fósiles, desarrollar las renovables de forma planificada y colaborativa y proteger a las personas en situación de vulnerabilidad ante la subida de los precios de la energía y de la vida. Debemos construir redes de solidaridad para sostenernos, mientras buscamos soluciones compatibles con el sustento de la vida en el planeta a largo plazo. Como gritaron las mujeres rurales de este 8 de marzo “somos hermanas de tierra”, ahora es el momento de demostrarlo.

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