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Ecofeminismo
Voces: un relato de Elena Solís
Una gran parte del trabajo editorial se realiza a distancia y por mujeres. Trabajos como editora de contenido, de textos, correctoras, anotadoras, etc., están idealizados como ejemplos de equilibrio entre la vida laboral y la privada, donde no hay control del ‘jefe’ u objetivos rígidos de resultados obtenidos. Sin embargo, en muchos casos, estos empleos son nuevos modelos de precariedad laboral que explotan la internalización del deber y afianzan el modelo de trabajo a destajo doméstico femenino. Por si esto fuera poco, la interacción estéril con la tecnología exacerba la soledad y la alienación, no solamente en relación a los demás, sino también a nuestro propio cuerpo.
Isabel
Isabel estaba sentada al borde de la silla, como si un hilo invisible y tenso la mantuviera inmóvil y erguida en frente del ordenador. Su retina recorría las líneas de texto que poblaban, sin apenas espacios, el monitor. En un intento de concentrase, empezó de nuevo a leer el quinto texto de la tanda que le había llegado esa mañana, como todas las mañanas, por correo electrónico. Los pequeños dígitos parpadeantes en la esquina inferior de la pantalla le alertaban del retraso que llevaba acumulado. El ritmo familiar e irregular del tecleado interrumpió el silencio de la habitación: Derecho laboral-despido improcedente-discriminación por edad-recurso desestimado… La inmovilidad del cursor le indicó que había llegado al límite de caracteres permitidos por la plantilla. Isabel se dejó caer hacia atrás contra el respaldo de la silla y contempló por un momento los conceptos claros y concretos que habia conseguido crear a partir de un texto farragoso e incoherente. Al pulsar la tecla de retorno, sus criaturas desparecieron para entrar en el denso flujo de la intranet de la editorial para la que trabajaba. Transformadas en señales de valor binario, algoritmos de 1/0, encendido/apagado, las abstracciones digitales creadas se diseminarían por los archipiélagos de infinitas terminales, emergiendo posiblemente de nuevo en un monitor en alguna otra parte del mundo.
Un sonido familiar, como el de una voz cercana, le avisó que había un nuevo mensaje de texto en su móvil: la notificación de un pago bancario. Isabel se levantó y trajo de la cocina los restos de lasaña pre-cocinada de la noche anterior y un yogurt. Era tarde y le quedaban cuatro sentencias más que procesar. Casi ya no era consciente de la fuerte tensión en los hombros y el dolor sordo en la base del cuello. Volvió a mirar el reloj con el rabillo del ojo: 16:55. El último texto de la lista apareció en la pantalla: carácter tras carácter; línea tras línea; página tras página. Isabel buscaba frenéticamente palabras claves que le permitieran resumir el texto en los cinco minutos que le quedaban. Si no lo coneguía, no habrían miradas de reproche o palabras frías; simplemente, al día siguiente, mañana, recibiría nueve textos, en lugar de diez. Los dedos de Isabel empezaron, una vez más, a moverse frenéticamente hasta que se pararon con un clic rotundo.
Ya en la ducha, Isabel dejó correr el agua, casi ardiendo, un largo rato, hasta que empezó a sentir la relajación de la nuca y un cosquilleo en la espalda. Enjabonándose con la mano desnuda, distraídamente, no pudo evitar sentir la aspereza de los codos, de los talones y la flacidez de su vientre. Sin embargo, no se percató de la firmeza de sus muslos o la suavidad de sus hombros. De vuelta en la habitación, las objetos que la poblaban salieron a su encuentro: la colada del domingo secándose en el radiador; la tazas de café sucias en el suelo, junto a una pila desplomada de libros; el contenido desordenado del armario. Al levantar el edredón para estirarlo, Isabel vió una pequeña mancha rosácea con bordes oscuros en la sábana bajera y se preguntó hasta cuando esa forma irregular y caprichosa le seguiría sorprendiendo todos los meses.
Estaba oscureciendo. Isabel se volvió para encender el flexo de la mesa pero se paró delante de la ventana que daba al patio de manzana. Las antenas de televisión empezaban a perder forma hasta confundirse con la penumbra del cielo. Justo enfrente, una sombra familiar, pequeña y alargada, atravesaba el tejadillo. El animal se detuvo y levantó la cabeza para mirar la sombra que enmarcaba la ventana del segundo piso.