Salud
No es solo dolor: hacia un discurso subversivo sobre la regla

La baja es una propuesta que abre un debate imprescindible, pero que, en términos prácticos, no arroja soluciones en un contexto en el que la medicina no está dispuesta a creernos. Hace falta un cambio de paradigma.
17 jun 2022 06:00

Hace unas semanas asistimos a la revuelta que produjo la discusión pública sobre ese gran tabú que determina de modo radical la organización de nuestras sociedades: la regla. Esa palabra prohibida condensa algo innombrable, vergonzoso, impuro y mucha culpa; prohibición que sostiene, en buena medida, un orden sexual profundamente injusto. La ausencia en el discurso de algo que le sucede a la mitad de la población una vez al mes, evidentemente, no es una casualidad. Tener la regla ha sido considerada, a lo largo de la historia, como una señal que recordaría cada pocas semanas la inferioridad de las mujeres.

En las páginas de El segundo sexo, con la lucidez que caracteriza a Simone de Beauvoir, esta señala que lo femenino ha sido edificado a medio camino entre la naturaleza y lo humano. Los varones hacen de las mujeres una alteridad: en cierto modo, naturaleza, pero no tan objetivada que les impida cumplir el papel de sostén de lo masculino. La construcción de la inferioridad tiene como resultado este lugar intermedio entre naturaleza y humanidad. La regla amenaza esta fijación: recuerda a los hombres que la pretensión de situarse por encima del cuerpo, distinguiéndose de la inmanencia de la que serían presas las mujeres –atrapadas en la naturaleza–, no es más que una falacia tejida a golpe de violencias.

Los varones, dice Simone de Beauvoir, experimentan aversión absoluta hacia la menstruación porque les recuerda un asunto primitivo repudiado: que ellos mismos están ligados también al cuerpo, llegaron al mundo gracias a uno, lo hicieron por una vagina, esa misma que sangra cada mes. Esta realidad elimina abruptamente su ilusión de transcendencia. La historia de nuestras sociedades y de los discursos sobre la regla —que acaban produciendo su ausencia— se organizan en torno a esta negación estructural que sostiene la fantasía masculina. No hablar de la regla, no darle un lugar en el discurso, en lo simbólico o en el derecho es una forma precisa de poder. Ni más ni menos.

Cuando tenía once años, apenas recién cumplidos, me bajó la regla. De una manera atroz. El dolor fue tan intenso que no lo podía creer. Aprendí rápidamente a tomar todo tipo de analgésicos. Cualquier medicina realmente preocupada por la salud de las mujeres, no consideraría aquello mínimamente normal. Investigaría las causas de un dolor tan violento y prematuro. Sin embargo, los mensajes de que sufrir para las mujeres es natural son innumerables y llegan desde todas las esferas sociales. Con tan solo doce años, empecé a padecer carencias alarmantes de hierro. El médico de atención primaria afirmó, con una amplia sonrisa en la boca, que no había de qué preocuparse: era normal por ser mujer. Además, crecíamos rodeadas de dispositivos destinados a convertir la regla en algo de lo que avergonzarse. Debíamos, por ejemplo, esconder las compresas para que nadie las notase y así no incomodar (¿a quién? Evidentemente no se trataba de nosotras). La amenaza de accidentes terriblemente bochornosos estaba muy presente: manchas en la ropa interior, en el bañador, en una silla, en el pantalón, etc. Las niñas que teníamos la regla –siempre nos los contábamos, estrategias intuitivas de resistencia– vivíamos con miedo ante esos posibles sucesos y nos protegíamos unas a otras, asegurando que, de vernos con «la mancha», nos avisaríamos inmediatamente.

Si la presión psicológica es motivo de desigualdad, los síntomas físicos llegan a determinar tajantemente el futuro de las niñas o las condiciones de las mujeres adultas, poniendo en peligro su empleo
Pero el asunto no acaba con toda esa presión social. Existe un tanto por ciento de niñas, adolescentes y mujeres que padecen una sintomatología que condiciona su vida cotidiana en diferentes grados, pudiendo generar una incapacidad severa —entre 25-35% padecen un problema preocupante que requiere atención especializada; entre el 5 y el 10% son casos graves—. Si la presión psicológica es motivo de desigualdad, los síntomas físicos llegan a determinar tajantemente el futuro de las niñas o las condiciones de las mujeres adultas, poniendo en peligro su empleo, la capacidad para sostenerse a sí mismas o a quienes tiene a su cargo. La desigualdad no es solo con respecto a los varones, sino también con otras mujeres. Estar agotada o sufrir malestar generalizado puede ser causa de serias dificultades para resolver problemas complejos en la escuela, hablar en público o simplemente manejarse en la vida social. La incomprensión en torno a esta sintomatología es de las más fuertes que existen: si para los varones es un misterio repudiado, para muchas de las que tienen ciclos saludables, quienes se quejan son, a sus ojos, demasiado débiles, algo que se expresa en frases comunes como «a todas nos duele la regla» o «con un ibuprofeno se te pasa» o con silencios cortantes que lo único que hacen es aislar más a quienes padecen estos síntomas.

Es usual que muchas mujeres usen la palabra «dolor» como un cajón de sastre en el que se introducen un conjunto realmente amplio y complejo de malestares (que muchas veces ellas mismas no identifican ni asocian entre sí con claridad). Si algo escapa al lenguaje es la enfermedad, nombrarla es una dificultad que le es inherente, a la que vamos arrancando palabras e imágenes. En este camino, afirmar tener dolor es quizá la manera más sencilla de decir algo que, en realidad, no puede ser nombrado con éxito.

Por eso, cuando se menciona un dolor vinculado a la regla hay que leer entre líneas que, muy probablemente, se estén intentando referir otros muchos síntomas más allá de los famosos cólicos: fatiga extrema, dolores musculares y articulares, dolor intenso o moderado de cabeza, faringitis, sinusitis, rinitis, inflamación generalizada, problemas gastrointestinales, contracturas, sangrado excesivo, anemia —consecuencia del sangrado y de la disbiosis intestinal asociada—, ansiedad, insomnio, taquicardias, depresión, falta de memoria, dificultad para tomar decisiones o angustia y miedo repentinos sin motivo. Cuando estos síntomas incapacitan para las actividades cotidianas varios días al mes durante seis o más meses seguidos, estamos ante un síndrome premenstrual (SPM). Los síntomas suelen aparecer en la segunda fase del ciclo, entre el día doce y quince, se agudizan en los diez días previos, y desaparecen, o cambian de forma significativa, al iniciar de nuevo el sangrado. El resto del mes, dependiendo del deterioro del cuadro por el paso del tiempo, el cuerpo podrá o no recuperarse. Tenemos, entonces, en los casos más agudos (ese 5-10% mencionado más arriba) con catorce o veinticinco días del ciclo comprometidos. El dolor, en realidad, en muchos casos, es solo la parte que se alcanza a nombrar precariamente de todo este conjunto más amplio de síntomas, la guinda que colma el vaso los días previos a la menstruación o los mismos del sangrado, pero solo una parte, pocas veces, por no decir nunca, el todo. 

Por lo general, la medicina ha utilizado como dogma la idea de que son las hormonas las que provocan las alteraciones del ciclo. Esta hipótesis se apoya en los presupuestos que vinculan lo femenino a la naturaleza y a las emociones. Últimamente escuchamos también hablar de endometriosis. Todas recordamos a Lena Dunham, la protagonista de Girls, cuando explicó públicamente que padecía esta enfermedad. Tanto es así que, actualmente, algunos médicos se precipitan con este diagnóstico sin realizar siempre las pruebas pertinentes. Sin embargo, una causa más desconocida que la endometriosis, pero fundamental —y que se sospecha que pueda estar en el origen de la misma—, son los procesos inflamatorios infecciosos provocados por uno o varios patógenos —bacterias, hongos, virus—.

Desde la década de los noventa, el doctor chileno Jorge Lolas abordó las infecciones que presentaban mujeres con síndrome premenstrual moderado o severo. Recopiló en cintas de vídeo los testimonios de cientos de pacientes tratadas con éxito durante décadas. Descubrió que, al enfocarse en el proceso inflamatorio infeccioso, mejoraban todos los síntomas mencionados más arriba, también los emocionales. Básicamente, disminuyendo la presencia de los patógenos, el organismo dejaba de estar saturado con inflamación que lo colapsaba. Las hormonas que, efectivamente, suelen encontrarse alteradas, se equilibraban al eliminar la infección. Muchas mujeres recuperaban su salud. Al doctor Jorge Lolas le apartaron de la comunidad médica ginecológica de Chile.

¿Cómo es posible que las mujeres tengan estas infecciones sin ser detectadas o diagnosticadas? La ginecología ha aprendido a normalizar la inflamación y el dolor en la exploración clínica

Se preguntarán, ¿cómo es posible que las mujeres tengan estas infecciones sin ser detectadas o diagnosticadas? ¿Cómo es posible que se naturalice un estado sostenido de enfermedad? Por una parte, la ginecología ha aprendido a normalizar la inflamación y el dolor en la exploración clínica. Aunque en las citologías es frecuente encontrar indicadores de inflamación, estos son minimizados, como todo lo que rodea al dolor de las mujeres. En el fondo, subyace la idea de que la salud femenina tiene que ver exclusivamente con la capacidad o no para reproducirse, no con el bienestar integral. Por otra parte, reconocer esta patología infecciosa implicaría entender que una infección no ocurre solo de manera explosiva, sino que puede cursar de modo silencioso y crónico, sin una sintomatología como la enseñada en las escuelas de medicina. Por poner un ejemplo: la candidiasis sistémica es una infección que, actualmente, resulta una verdadera plaga y que no cursa con fiebre alta, sino con fatiga, malestar, inflamación, ansiedad, etc. Sin embargo, la mayoría de médicos, cuando no se encuentran ante un cuadro agudo, descartan automáticamente su posibilidad.

Aquí se impone una epistemología masculina de guerra: solo se atiende la urgencia, no la cronicidad o el desarrollo progresivo de una enfermedad. Por último, estas infecciones no se diagnostican porque reconocerlas implicaría desplazar radicalmente el discurso hormonal en el que se ha movido hasta ahora la ginecología y, con ella, la autoridad de muchos médicos. Discurso promovido por los miles de millones que ingresan las farmacéuticas: analgésicos, pastillas para dormir, antidepresivos y píldora anticonceptiva –que agrava el problema porque los estrógenos sintéticos de la píldora son muy difíciles de desechar–. Ni en Chile ni en ningún otro país están dispuestos a perder tantísimas pacientes. «Relájate», «tómate las cosas con tranquilidad» o «no le des vueltas» es la respuesta «científica» que reciben las mujeres que tardan una media de diez años en ser diagnosticadas de forma adecuada. Imaginemos una muela infectada durante ese tiempo sin tratar. Eso nos parece una locura. Sin embargo, cuando se trata del aparato reproductivo femenino se nos recomienda tomar calmantes o hacer sanaciones ancestrales al útero.

Entonces, y con esto llegamos al meollo del asunto: ¿cómo vamos a acceder a la baja por «dolor» de regla cuando la medicina, por lo general, no nos cree, no está dispuesta a diagnosticarnos adecuadamente y no nos hacen las pruebas pertinentes para ello? ¿Cómo vamos a justificar en nuestros empleos que suceda exactamente lo mismo todos los meses durante años? La baja es una propuesta que abre un debate imprescindible, pero que, en términos prácticos, no arroja soluciones.

Necesitamos un cambio radical en el paradigma médico para no permanecer enfermas y gozar de un ciclo menstrual saludable. Una medicina crítica con la epistemología patriarcal imperante. Por lo pronto, dos días de baja no son suficientes para los casos severos. Debe asegurarse el reconocimiento del SPM a cualquier edad y la aplicación médica en la sanidad pública de los tratamientos integrales exitosos no invasivos que ya existen, aunque con ellos sean desplazadas antiguas verdades y creencias.

A los entornos afectivos y sociales: es fundamental no dejar solas a las mujeres que tiene alrededor batallando con algún malestar de este tipo. Recibo muchos mensajes de mujeres con niveles de sufrimiento enormes no solo por la enfermedad en sí, sino por la ausencia de empatía y arrope social. Resulta preciso apoyar, facilitar, acompañar de algún modo, aunque al inicio resulte difícil de comprender. La escucha es la mejor arma. A los hombres: no tengan miedo de transformarse al aceptar lo que debieron negar en algún momento de la historia para construir su masculinidad: ser cuerpo, mancharse las manos, reconocer la piel, sentir dolor en las entrañas, abrirse a la vulnerabilidad y a la diferencia y, ante todo, aceptar ser nacido de una vagina, la misma que sangra cada mes y que ha decidido no hacerlo más en silencio. Necesitamos subvertir material y simbólicamente el mundo que nos enferma para recuperar colectivamente la salud. 

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