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Afinidades electivas: los Demócratas de Trump

Un análisis crítico de la trayectoria de Joe Biden, el presidente demócrata que ha seguido el libreto que había interpretado Donald Trump.
19 nov 2023 05:05

Ha llegado el momento de revelar a voces un secreto por todos conocido. El presidente Joe Biden está aplicando exactamente las mismas políticas que había inaugurado su acérrimo enemigo, el vilipendiado, escarnecido y procesado Donald Trump, sólo que lo está haciendo con mucho menos alboroto y de manera mucho más decidida y brutal. En particular, Biden prosigue resueltamente el camino de la desglobalización que tanta indignación causó cuando lo emprendió el presidente de la peluca naranja. Ha intensificado y hecho más sistemática la guerra comercial librada contra China (véase mi artículo Circuitos de guerra publicado hace poco menos de un año), que Trump se había limitado a desencadenar mediante iniciativas puntuales, si bien dotadas de una alta teatralidad, como la acusación y encarcelamiento en Canadá durante un tiempo de la directora financiera de Huawei, Meng Wanzhou.

Biden ha redoblado la dosis con determinación (la última medida sancionatoria contra la exportación de microchips se produjo hace aproximadamente veinte días). Si bien la guerra de Ucrania parece dividir a ambas presidencias, los efectos de esta sobre Europa —el desmantelamiento de la Ostpolitik alemana (una política tenazmente aplicada por Alemania durante más de medio siglo desde la época de Willy Brandt al frente de la cancillería), la disociación de las economías alemana y china y la realineación de Europa bajo la égida de la OTAN— las aproxima y acomuna.

En marzo de 2023, Biden desplegó la alfombra roja para recibir en Washington al «paria» príncipe regente Mohamed bin Salmán

El gobierno demócrata también sigue al republicano en la desglobalización en todos sus detalles: Trump despotenció la Organización Mundial del Comercio (OMC) al negarse a ratificar el nombramiento de los siete miembros de su órgano de apelación (Appeallate Body), la instancia de última instancia para dirimir las disputas comerciales internacionales y desde entonces el organismo se halla paralizado y ha perdido toda relevancia. Los Demócratas han seguido bloqueando el nombramiento de sus miembros. Idéntica continuidad en las relaciones con Arabia Saudí: tras prometer en campaña que convertiría a los saudíes en «parias» por el bárbaro asesinato del periodista Jamal Khashoggi en Turquía (2018), Biden acudió a Canossa (Riad) en julio de 2022 tras la invasión de Ucrania con el fin de persuadir a Mohammed bin Salman para que incrementara la producción de petróleo y estrechará lazos con Israel. En marzo de 2023 desplegó la alfombra roja para recibir en Washington al «paria» príncipe regente Mohamed bin Salmán.

A las promesas incumplidas puede añadirse la ecológica, a pesar de los ampliamente aclamados subsidios verdes contenidos en la Inflation Reduction Act aprobada por Biden en agosto de 2022. Durante la campaña, Biden había prometido el bloqueo de nuevas perforaciones, pero pocos días después de que el huracán Ida devastara la costa este de Estados Unidos desde el Golfo de México hasta Nueva York (agosto de 2021), el gobierno estadounidense anunció una subasta masiva de 36 millones de hectáreas (360.000 kilómetros cuadrados, una superficie mayor que Italia) en este último para efectuar sondeos, casi todos ellos aún por efectuar. El gobierno restó importancia a los riesgos e incluso se negó a revisar el análisis de impacto ambiental realizado por la Administración de Trump.

Entonces estalló la guerra en Ucrania y, a finales de abril de 2022, la Casa Blanca anunció la concesión de 57.000 hectáreas de dominio público para la explotación de petróleo y gas. La cosa no acabó ahí: en marzo de este año el gobierno de Biden aprobó el proyecto Willow, que asciende a ocho millardos de dólares. Hace décadas que se habla de este proyecto de perforación en la Reserva Nacional de Petróleo, propiedad del gobierno federal. La zona contiene reservas estimadas en 600 millones de barriles de crudo, aunque se tardarían años en sacarlos al mercado, ya que hasta ahora todo está en proyecto. Según los cálculos de la propia Administración estadounidense, el proyecto produciría suficiente petróleo para enviar a la atmósfera anualmente una cantidad equivalente a la circulación de dos millones de coches de gasolina en la carretera.

Durante treinta y seis años Biden se ha esforzado con denuedo por reducir la carga fiscal de las grandes empresas de todas las formas posibles, lo cual resulta en verdad útil para situarle políticamente

Hasta aquí el ecologismo del gobierno del Partido Demócrata. Pero hay otro ámbito aún más paradójico, si el lícito denominarlo así, en el que Biden avanza tras los pasos de Trump y es en la construcción del gran muro en la frontera con México, un muro que había definido la marca política del trumpismo. Durante la campaña de 2020, los Demócratas afirmaron que no construirían ni un centímetro más de muro. Ahora Biden ha autorizado la construcción de 32 kilómetros más entre Texas y México. Al fin y al cabo, Trump, con todo el bombo y platillo que había dado a la iniciativa, sólo construyó 88 nuevos kilómetros de muro (parcheando otros 400). Queda clara la intencionalidad electoral de esta iniciativa a menos de tres meses del inicio de las primarias.

Y hablando de clima preelectoral, no se ha señalado lo suficiente que durante la reciente huelga de los United Autoworkers organizada en Michigan, tanto Joe Biden como Donald Trump fueron a expresar su solidaridad con los trabajadores. Estas visitas dan que pensar por razones opuestas y al mismo tiempo simétricas. Biden expresó su solidaridad con los trabajadores participantes en el piquete, mientras que Trump les dijo en un establecimiento carente de sindicatos que participar en el mismo no cambiaría en absoluto las cosas. En todo caso, ambas visitas se hallan unidas por su instrumentalidad patentemente demagógica concebida en clave descaradamente electoral. Recordemos que, como observó Branko Marcetic in 2018, Biden ha invertido buena parte de su carrera «atacando los denominados “intereses especiales” (sindicatos, mujeres, colectivos) de los progresistas, al tiempo que no ha tenido empacho alguno en votar con los Republicanos en casos fundamentales que militaban contra los intereses de la clase trabajadora, como atestiguan su voto a favor de la derogación de Glass-Steaggall Act y la reforma del Estado del bienestar aprobada por Clinton en 1996». Recordemos también que Biden fue durante treinta y seis años senador por Delaware, el paraíso fiscal interno de Estados Unidos. 1,4 millones de empresas estadounidenses han elegido Delaware como sede social, encontrándose entre ellas más del 60 por 100 de las corporaciones incluidas en la lista Fortune 500. La razón es que las empresas con sede en Delaware no pagan ni un céntimo de impuestos, si no operan en este minúsculo Estado (de una superficie similar a la provincia de Tarragona) y si realmente lo hacen, pagan igualmente muy poco. Así que durante treinta y seis años Biden se ha esforzado con denuedo por reducir la carga fiscal de las grandes empresas de todas las formas posibles, lo cual resulta en verdad útil para situarle políticamente. Verle el pasado mes de septiembre en Wayne, Michigan, megáfono en mano dirigiéndose al piquete de los trabajadores en huelga del sector del automóvil es realmente curioso. Menos sorprendente resulta ver a Donald Trump arengando a los trabajadores: inmediatamente me viene a la cabeza la locución «los Demócratas de Reagan», que tanto éxito tuvo en la década de 1980. Los Demócratas de Reagan eran los obreros sindicalizados, tradicional coto de caza del Partido Demócrata, a los que Reagan puso de su parte apelando a cuestiones ideológicas (esos obreros eran en su mayoría machistas, antifeministas, homófobos, racistas, en definitiva antiliberales).

En las elecciones presidenciales de 2016 buena parte de este grupo también desertó para votar a Trump, que ganó todos los Estados objeto de verdadera disputa del área desindustrializada del noreste estadounidense, siendo el primer candidato republicano en ganar Pensilvania y Michigan desde 1988 y el primero en hacerse con Wisconsin desde 1984. Todos estos estados habían votado a Reagan en 1980 y 1984, pero votaron al demócrata Barack Obama en 2008 y 2012. En cierto modo, los Demócratas de Trump son la inversa de los Demócratas de Reagan: los Demócratas de Reagan iban en contra de sus propios intereses económicos en nombre de la ideología: algo similar a lo recogido en el famoso libro de Thomas Frank What’s the Matter with Kansas? (2004), que examina la división existente entre radicales (económicos) y liberales (sociales). Los Demócratas de Trump, en cambio, se han visto empujados a la extrema derecha por sus propios intereses económicos, por la pérdida de «buenos» empleos (que conllevan asistencia sanitaria, pensiones, vacaciones pagadas, etcétera) o por arriesgarse a perderlos. Así se expresaba Trump en un mitin electoral de 2020: «Queremos asegurarnos de que cada vez más productos lleven con orgullo la marca, la hermosa marca, de “Made in USA”», un estribillo que nunca dejó de repetir. Biden, por su parte, ha puesto al menos el mismo énfasis desde que asumió la presidencia en prometer que los puestos de trabajo volverán a casa, afirmando en un discurso pronunciado el pasado mes de abril: «Amigos, ¿dónde está escrito que Estados Unidos no puede volver a ser la capital mundial de la producción manufacturera?», para repetir una y otra vez que es hora de invertir en Estados Unidos, de producir cosas en Estados Unidos y de comprar productos fabricados en Estados Unidos. Es decir, Biden transmite exactamente el mismo mensaje que Trump, lo cual puede quizá ayudarnos a entender las razones de la continuidad política entre dos grandes partidos estadounidenses que nominalmente se presentan como actores políticos diametralmente opuestos.

Es lícito suponer que las distintas fracciones de la clase dominante de un país tienen a veces intereses divergentes, incluso opuestos, pero si este país es el imperio que domina el mundo, al menos en un punto estas clases estarán de acuerdo: no quieren ver debilitada la base de su poder (es decir, la nación-imperio). Quienes detentan el poder pretenden al menos mantenerlo, si no consolidarlo, o incluso aumentarlo. Y por su composición censal, el Senado de Estados Unidos es un reflejo de las clases dominantes estadounidenses: el patrimonio medio de los senadores estadounidenses entre 2004 y 2011 (últimos datos consultados) oscilaba entre los 14 y los 20 millones de dólares per capita. Así que es razonable deducir que las discrepancias de intereses existentes entre las distintas fracciones se manifiestan no en el grado de su imperialismo, como ingenuamente supone parte de la opinión pública occidental, sino en las diferentes estrategias que cada una de estas fracciones considera más adecuadas para fortalecer el dominio imperial estadounidense sobre el mundo, es decir, en las diferentes concepciones del imperio.

En Estados Unidos, una larga tradición, casi estilizada en su manierismo, ha hecho que estas diferentes concepciones del imperio se expresen en torno a los conceptos de aislacionismo (o unilateralismo) y de multilateralismo intervencionista. Por supuesto, esta dicotomía debe aceptarse con cautela, porque puede existir un intervencionismo unilateralista, además de todas la variantes derivadas de su combinatoria. Durante la década de 1990, estos campos habían cristalizado en el partido de la globalización (gobernar el mundo liberalizando el comercio y los flujos financieros) y en el de sus oponentes. A lo largo de la década de 1990 y durante la primera de nuestro siglo, el partido de la globalización ha tenido la sartén por el mango: la versión neoliberal de la globalización asumió la denominación de «consenso de Washington», que como adalid del soft power no se privó en todo caso de recurrir y abusar del hard power en Serbia, Iraq, Afganistán...

Con el dúo Trump-Biden da la sensación de que hemos vuelto a la Guerra Fría: a pesar de todas sus proclamas grandilocuentes, Trump no ha desencadenado ninguna guerra. Con Biden ya vamos por la segunda

Pero ya durante el segundo mandato de Obama se observaron los primeros crujidos en esta alineación. Los think tanks (no sólo los conservadores) empezaron a preocuparse por el ascenso de China y los vectores centrífugos que la globalización estaba alimentando dentro del imperio, particularmente en Europa. En efecto, sin Estados Unidos China seguiría siendo un país de mil quinientos millones de pobres no industrializados. Es Estados Unidos quien ha hecho de China «la fábrica del universo». Así que los críticos de la globalización empezaron a señalar que Estados Unidos había cultivado y alimentado en su seno a la serpiente que amenazaba con morderles. Y empezaron a señalar con el dedo la pérdida de consenso nacional que la globalización estaba creando en torno al tema del imperio. Si en la década de 1950 un obrero estadounidense tenía un interés legítimo en este (su salario y su nivel de vida eran los más altos del mundo), esto ya no era cierto en los primeros años del nuevo milenio, cuando la inmensa mayoría de las fábricas estadounidenses se habían deslocalizado primero a las maquilas mexicanas y luego a Asia. En cierto sentido, la globalización estaba minando el frente interno del imperio, su retaguardia (y, como demuestra la guerra de Ucrania, los batallones de infantería siguen contando y no son sustituibles por drones y armas teledirigidas).

Todo ello nos lleva al segundo punto revelado por la asombrosa continuidad mostrada entre las políticas de Trump y Biden, que atañe a la colosal subestimación de Trump por parte de los biempensantes de todo el mundo, quienes se han burlado de él por su histrionismo, sus mentiras, su fanfarronería, su vulgaridad. Pero el pintoresquismo ha oscurecido la sustancia: conviene recordar que cuando Ronald Reagan fue elegido en 1980 también fue objeto de burlas, tachado de actor de segunda fila, totalmente ignorante en materia de política exterior, considerado un hombre crédulo que consultaba a adivinas y que estaba convencido del inminente fin del mundo y, por lo tanto, destinado a ser destituido al cabo de unos pocos meses. Lo que sucedió después es historia. Yo estaba en Chicago en noviembre de 2008, escuchando el discurso de Obama tras su victoria electoral en el cual afirmó que se proponía ser un estadista «como Kennedy y Reagan». Afortunadamente para él, Reagan también ganó su segundo mandato, a diferencia de Trump, implicado en la insurrección abortada e inconclusa del 6 de enero de 2021.

Pero olvidamos que el gobierno de Trump no era Trump. En su gabinete se sentaban el director ejecutivo de Exxon, varios miembros del banco más poderoso del mundo (Goldman Sachs), una multimillonaria del Medio Oeste como Bettty DeVos, una nutrida representación del Pentágono de la mano de varios generales y, como secretario de Estado, Mike Pompeo, hombre de los hermanos Koch. Los magnates de Silicon Valley acudieron casi todos a las reuniones convocadas en la Casa Blanca. La totalidad de los think tanks conservadores enviaron a sus mejores hombres para fortalecer el nuevo gobierno. En mi libro Dominio. La guerra invisible de los poderosos contra los súbditos (2022), cito un pasaje de la Heritage Foundation, que en su Annual Report 2017 publicado en mayo de 2018, un año después de la toma de posesión de Trump, decía lo siguiente: «Doscientas ocho de nuestras recomendaciones políticas han sido asumidas por el gobierno de Trump» y, unas páginas más adelante, bajo el epígrafe «El precio del éxito», añadía: «En 2017 tuvimos que despedirnos de varias personas notables: la Administración de Trump nos ha privado de más de setenta miembros de nuestra plantilla». La petulancia se reprodujo al año siguiente (2019): «El 64 por 100 de las prescripciones políticas de nuestra serie Mandate for Leadership ha sido incluidas en la legislación de Trump».

Más allá de la fanfarria, las bravatas y las argucias, uno se da cuenta de que, en muchos aspectos, Trump estaba siendo teleguiado por esos think tanks financiados por la fracción de la clase dominante estadounidense que había posibilitado su elección. La presencia en su gobierno de Goldman Sachs, la institución financiera más interesada en la globalización e inspiradora del consenso de Davos, demuestra que allí también estaba en marcha un replanteamiento de la globalización como instrumento de gobierno mundial. El inesperado voto del Brexit había hecho sonar las alarmas en los círculos de las élites de todo el mundo. Después todo ha corrido en la dirección de la desglobalización: las leyes aprobadas por Trump, la pandemia de la Covid-19, la guerra de Ucrania, la desvinculación de China. Durante la Guerra Fría circuló en la opinión pública occidental un lugar común: que los Republicanos estadounidense eran conservadores en política interior, pero menos agresivos en política exterior, mientras que los Demócratas eran más progresistas en política interior y más belicistas en política internacional (los Demócratas Kennedy y Johnson desencadenaron la guerra de Vietnam, el Republicano Nixon negoció la paz). Tras la derrota de la URSS este cliché perdió validez: fueron los presidentes republicanos Bush padre y Bush hijo quienes atacaron Iraq, Afganistán e Iraq de nuevo en 2003 (aunque Clinton desencadenó el ataque a Serbia y Obama continuó la guerra de su predecesor). Con el dúo Trump-Biden da la sensación de que hemos vuelto a la Guerra Fría: a pesar de todas sus proclamas grandilocuentes, Trump no ha desencadenado ninguna guerra. Con Biden ya vamos por la segunda.

El último aspecto, pero no menos significativo, en el que Biden se ha amalgamado con las posiciones de Trump se refiere a su concepción de Oriente Próximo tal y como se ha formalizado en los Acuerdos de Abraham de 2020, lo cual ha hecho que el actual presidente estadounidense haya concedido un respaldo total e incondicional a las políticas de Benyamin Netanyahu. Y ello con el agravante de que Trump y Netanyahu estaban vinculados por la común amistad (y la financiación compartida) del multimillonario israelí-estadounidense Sheldon Adelson (1933-2021), propietario de casinos en Las Vegas, mientras que Biden lo hace gratis o lo hace sólo para congraciarse con los votos de los jubilados judíos neoyorquinos, que invernan en Florida.

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Artículo original: Ellective afinities, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Grey Anderson, «Estrategias de negación. Bidenomics, geopolítica, guerra», NLR–Sidecar/El Salto.
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