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Sidecar
La camisa de fuerza de Israel
Primero llegaron los chistes. El humor negro como respuesta natural a la frustración y la decepción. «¿Cómo fue ayer?», me gritó desde su balcón mi vecino de Tel Aviv, en pantalón corto y sin camiseta, y también de izquierdas, mientras sorbía su café matutino el día después de las elecciones. «No muy bien», le grité, continuando mi marcha a paso ligero camino de la escuela con los críos. «Seguro que te has divertido realmente votando ayer»», dijo con un énfasis deliberado en «divertido realmente». «¿Por qué?», le pregunté. «Porque —respondió encantado de haber llegado al nudo de su broma— ¡fue la última vez que lo hacías!».
Las elecciones israelíes del pasado 1 de noviembre fueron realmente impactantes. Por primera vez desde su creación en 1992, Meretz (el partido sionista de izquierda) fue expulsado de la Knesset, el parlamento unicameral israelí, al igual que Balad (el partido árabe-palestino que lucha por hacer de Israel «un Estado para todos sus ciudadanos»). Simultáneamente, asistimos al espectacular ascenso de la lista nacional-religiosa, formada por el partido HaTzionut HaDatit (Sionismo Religioso), liderado por Bezalel Smotrich (detenido en 2005 junto a otros cinco activistas de derecha por planear «la voladura de coches en la autopista Ayalon», según el informe del jefe adjunto del Shin-Bet, la Agencia de Seguridad de Israel) y el partido neofascista Otzma Yehudit (Fuerza Judía), liderado por Itamar Ben-Gvir (condenado en 2007 por incitación al racismo y por apoyo a una organización terrorista). Su programa conjunto fue respaldado por casi el 11 por 100 de los votantes israelíes y obtuvo 14 escaños. El partido derechista Likkud, dirigido por el exprimer ministro Benjamín Netanyahu, obtuvo 32 escaños, mientras que la formación supuestamente centrista Yesh Atid (Hay un futuro) del actual primer ministro Yair Lapid consiguió 24. El Partido Laborista –la principal fuerza política durante las tres primeras décadas de existencia de Israel y un actor importante después– únicamente obtuvo 4 escaños.
Para los partidos religiosos, Netanyahu es ahora un estrecho colaborador, mientras que los centristas y los izquierdistas se han convertido en el Otro antijudío por excelencia
La democracia israelí no tenía, por supuesto, nada de qué presumir antes de las últimas elecciones. El llamado «gobierno del cambio» del país, que se prolongó de junio de 2021 hasta noviembre de 2022, estaba compuesto en gran parte por partidos de centro y centro-derecha, que se unieron en oposición a Netanyahu y consideraron su actual juicio por corrupción como una vergüenza nacional. Su coalición también incluía los últimos restos de la izquierda israelí y, de forma controvertida, la Lista Árabe Unida. Su agenda doméstica giraba en torno a la buena gobernanza, la estabilización del sistema político israelí y la aprobación de los correspondientes presupuestos generales del Estado por primera vez en tres años. En lo que respecta a la ocupación, al asedio de Gaza y a la negativa a negociar con la Autoridad Palestina, sin embargo, sus propuestas políticas no eran muy diferentes de las seguidas por el anterior gobierno de Netanyahu. La camisa de fuerza sionista de Israel puede permitir cierto espacio para el debate sobre cuestiones internas, pero sus confines son claros.
La Knesset más reaccionaria de la historia se ha constituido este 15 de noviembre. Sin embargo, ello no debe interpretarse como un giro fundamental hacia la derecha de la política israelí. Se trata, por el contrario, del resultado de diversas maniobras estratégicas efectuadas por Netanyahu, así como de procesos de largo recorrido verificados en el seno de la sociedad israelí. Estos factores pueden explicarse analizando la historia reciente de dos agrupaciones políticas: los partidos religiosos judíos, por un lado, y los partidos árabe-palestinos, por otro.
Comencemos analizando los primeros. Lo más probable es que Netanyahu forme su gobierno con los siguientes componentes: el Likkud (32 escaños), el partido Sionismo Religioso (14 escaños), el Shas (el partido ortodoxo sefardí, 11 escaños) y el Yahadut Hatorah (el partido ultraortodoxo asquenazí, 7 escaños). El primer ministro entrante puede reunir fácilmente este bloque de 64 escaños en un parlamento compuesto por 120 miembros, que contará con el apoyo automático de los tres partidos religiosos judíos (que representan tanto a los mizrahi como a los asquenazíes), que ahora se consideran «aliados naturales» de la derecha sionista. Sin embargo, esta situación no es en absoluto natural. Es el resultado del plan a largo plazo de Netanyahu para atraer a los partidos religiosos, ortodoxos e incluso ultraortodoxos, que en gran medida no son sionistas, a su proyecto político, que a su vez enmarca como la quintaesencia de «lo judío». El viejo refrán dice que «la Torá tiene setenta caras», pero Netanyahu y la derecha dura sólo le han dado una. Para los partidos religiosos, Netanyahu es ahora un estrecho colaborador, mientras que los centristas y los izquierdistas se han convertido en el Otro antijudío por excelencia, lo que a largo plazo deja pocas esperanzas para otro cambio de guardia.
Netanyahu también explotará la impotencia del derecho internacional, además de las cálidas relaciones de Israel con las nuevas derechas autoritarias para hacer realidad el sueño de la anexión de facto de la zona C de Cisjordania
Pasemos ahora a analizar la situación y las perspectivas de los partidos árabes-palestinos. Respecto a ellos y a los ciudadanos y ciudadanas palestinos de Israel la estrategia de Netanyahu no fue menos astuta. Durante su anterior mandato, Netanyahu procedió a intensificar la estrategia de «divide y vencerás» de Israel hacia los palestinos, lo cual precipitó la total desintegración de la Lista Árabe Conjunta, y consiguió establecer la vinculación fantasiosa entre los partidos árabes y el terrorismo, desacreditando así las críticas de estos a la ocupación. Después de que la Lista Árabe Unida se uniera a la frágil coalición liderada por Lapid, Netanyahu (y la derecha en general) reiteró sin cesar la afirmación de que el nuevo gobierno «dependía de los partidarios del terror». La eficacia de esta difamación demostró lo arraigado que estaba el discurso del «uso indiscriminado y manipulador del terrorismo», gracias en parte al concurso de otros supuestos actores políticos sionistas del centro y la izquierda (Lapid, por ejemplo, se niega actualmente a reunirse con los líderes de los partidos árabes Hadash y Ta'al). Mediante esta retórica, Netanyahu estableció una fórmula global que significaba que todo árabe-palestino tendría que demostrar que no es un terrorista. Esta deslegitimación tenía un claro objetivo estratégico, ya que hacía casi imposible que los árabes-palestinos expresaran sus opiniones al tiempo que destruía las condiciones para crear una coalición estable de centro o centro-izquierda.
En otras palabras, al codificar a los partidos religiosos como de derecha y a los partidos árabes como terroristas, Netanyahu ha hecho impensable cualquier coalición conjunta de judíos y árabes. Lo que hace que esta estrategia sea tan exitosa y al mismo tiempo tan peligrosa es su aparente irreversibilidad. Durante los próximos cuatro años, el gobierno tomará medidas extraordinarias para afianzar su hegemonía. Tiene previsto introducir una «cláusula de anulación» que permitirá al Parlamento anular las sentencias del Tribunal Supremo, aboliendo de hecho la separación de poderes y garantizando que el juicio de Netanyahu termine sin condena. Netanyahu también explotará la impotencia del derecho internacional, además de las cálidas relaciones de Israel con las nuevas derechas autoritarias de Europa, Asia y Oriente Próximo, para hacer realidad el sueño de la anexión de facto de la zona C de Cisjordania.
A pesar de lo que dijo mi vecino, lo más probable es que nos encontremos de nuevo en las urnas una vez que el nuevo gobierno haya completado su mandato. Pero la cuestión es qué opciones tendremos nosotros —y no digamos los palestinos— tras cuatro años más de Netanyahu y de sionismo religioso.