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La hegemonía financiera murió por primera vez en la crisis de 2008. Desencadenada por el sobreendeudamiento de los prestatarios pobres estadounidenses, el cataclismo demostró que las promesas hechas en la increíble complejidad de los productos financieros no eran más que fantasías insostenibles, totalmente desconectadas de la capacidad real de nuestras economías para producir riqueza. Como si, dicho con las palabras de Karl Marx, el dinero pudiera «producir intereses del mismo modo que está en la naturaleza del peral producir peras».
La reacción en cadena que siguió a la quiebra de Lehman Brothers puso fin al mito de la autorregulación de los mercados financieros. Incapaz de sostenerse a sí mismo, el sector financiero tuvo que abandonar su pretensión de ser la instancia totalizadora de la vida económica, el lugar donde las preferencias y los recursos presentes y futuros se ajustarían armoniosamente. Sin embargo, el sector financiero ha seguido ocupando hasta el día de hoy la cima de la jerarquía de nuestra organización social. En los estertores de la gran recesión, en medio de las turbulencias de la crisis de la Eurozona o durante la pandemia de la covid-19, los poderes públicos no han dejado de dar prioridad a la estabilidad financiera. Sólo un ejemplo: en 2020 y 2021, para evitar que los efectos de los confinamientos sobre la actividad económica provocasen otro colapso, el Banco Central Europeo (BCE) prácticamente duplicó su balance de situación, proporcionando liquidez y recomprando títulos por un importe total de 4 billones de euros, es decir, alrededor de un tercio del PIB de la Eurozona, cifra equivalente a 12.000 euros por habitante de la misma.
El «Estado sustractor de riesgos» como lo llama la economista británica Daniela Gabor, funciona a toda máquina para evitar una debacle similar a la de 2008
La segunda muerte de la hegemonía financiera ha llegado de la mano de los ricos inversores tecnológicos californianos. En 2008 los bancos se salvaron, pero los prestatarios en situación de quiebra fueron desahuciados y tuvieron que abandonar sus casas. En 2023, las start-ups y los inversores de capital riesgo han suplicado, y recibido, todo el apoyo de Washington para recuperar sus fondos depositados en el Silicon Valley Bank. ¡Qué ironía para un sector impregnado de una ideología libertaria neoliberal fundamentalmente hostil a la intervención gubernamental!
Por supuesto, ante el espectro del pánico, los bancos vuelven a beneficiarse de la generosidad del Estado soberano. Se han abierto de par en par la totalidad de las compuertas de acceso a la liquidez. Y, como sucede en cada una de las crisis, se aumenta la dosis de apoyo. Así, el 12 de marzo, la Fed inauguró el Bank Term Funding Program, un mecanismo mediante el cual esta acepta de los prestatarios títulos valorados por su valor nominal, es decir, valorados al precio por que fueron adquiridos y no por su valor actual de mercado, como garantía de los préstamos que les concede. Los balances de situación de las instituciones financieras son así por arte de magia inmunes a las pérdidas. Mejor aún, cuando Credit Suisse fue rescatado por su compatriota la Union de Banques Suisses (UBS), el Banco Nacional Suizo, eso es el banco central de Suiza, abrió una línea de crédito de 100 millardos de euros, esta vez sin necesidad de prestar garantía alguna. El «Estado sustractor de riesgos» como lo llama la economista británica Daniela Gabor, funciona a toda máquina para evitar una debacle similar a la de 2008.
Un megacrac es, por lo tanto, improbable. Por supuesto, nadie puede descartar la posibilidad de que alguien cometa un error grave. Recordemos que las subidas de tipos decididas en 2011 por el BCE, dirigido entonces por Jean-Claude Trichet, contribuyeron a precipitar los ataques especulativos contra la deuda griega. Este error evidente, seguido de una acumulación de ceguera e incompetencia por parte de los dirigentes europeos realmente apabullante, sumió al continente en una crisis social y económica perfectamente evitable. El 16 de marzo la decisión del Consejo de Gobierno del BCE de subir los tipos de interés el 0,5 por 100, esta vez bajo la dirección de Christine Lagarde, trajo, pues, malos recuerdos. Pero la insistencia en proseguir con la política de endurecimiento monetario a pesar de este desafortunado precedente es, sobre todo, indicativa de un contexto macroeconómico radicalmente nuevo.
Claudio Borio, jefe del Departamento Monetario y Económico del BIS, escribió en 2019: «Dado que los procesos subyacentes a la estabilidad de precios y a la estabilidad financiera son diferentes, no es sorprendente que pueda haber tensiones significativas entre estos dos objetivos». Con la inflación en torno al 8 por 100, estas «tensiones» se han convertido en un gran dilema para los bancos centrales, que pone en juego la hegemonía del propio sector financiero.
O bien los bancos centrales dan prioridad a la lucha contra la inflación, a riesgo de precipitar el colapso del sistema financiero, o bien, para hacer frente a las turbulencias bancarias y financieras, se ven obligados a ampliar el acceso a la liquidez por diversas vías, en cuyo caso optan por tomar la dirección opuesta a la política restrictiva, que supuestamente debía demostrar su determinación de frenar la subida de los precios. Esta dinámica amenaza con erosionar gradualmente el valor de la deuda y de los activos financieros. El esplendor del sector financiero ha quedado atrás. Condenado a la contracción, no le queda más remedio que elegir entre la apoplejía –el crac– y la lenta decadencia bajo los efectos del alza de los precios. Como escribió en la década de 1970 la economista Suzanne de Brunhoff (1929-2015), «la inflación, formalmente, tiene las características de una crisis y pero no la sustituye». El periodo que se avecina podría ser, pues, el de una larga crisis financiera a cámara lenta.
Esta coyuntura marca también el fin del hiperpoder de los bancos centrales. Ya se trate de la lucha contra la inflación o de las condiciones de financiación de la economía, estas instituciones se han quedado obsoletas. El control de los precios, la vigilancia de los márgenes de las empresas, las negociaciones salariales plurianuales, las políticas de crédito, los bancos de inversión, los servicios públicos y el desarrollo de la protección social son instrumentos que permiten coordinar mejor la actividad económica a lo largo del tiempo que los actuales bancos centrales, siempre con la condición de que se utilice una regulación estricta para reducir el tamaño insostenible de la esfera financiera. Nuestra época tiene mejores cosas que hacer que preocuparse por los vaivenes de los mercados. Es hora de decir adiós para siempre a la financiarización. Sólo se muere dos veces.
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O en un ataque de honestidad y saber profesionales, los GOBIERNOS acaban con la economía de casino neoliberal, cuyo destino es la catástrofe socio-económica, o las expectativas, a corto plazo, son devastadoras.