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Plenipotenciaria Lydia Tár

¿De qué trata la película ‘Tár’? Poder, lucha generacional, jerarquías, género, clases, cultura, arte. ¿De todo eso? Es como si el director Todd Field se aclarara la garganta para hacer una declaración impactante, pero nunca se atreviera a hacerla. [Atención: este artículo contiene spoilers].
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Fotograma de la película ‘Tár’ con Cate Blanchett. Universal Pictures
22 abr 2023 06:00

Antes del estreno de su última película, Todd Field parecía haberse convertido en una figura marginal en Hollywood. Tras haber sido aclamado por la crítica por sus oscuros dramas familiares En la habitación (2001) y Juegos secretos (2005), el autor puso posteriormente sus miras en “material que probablemente era muy difícil de conformar”, según sus propias palabras: una adaptación de Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, un thriller político coescrito con Joan Didion, una serie adaptada de Purity de Jonathan Franzen.

Ahora, tras un paréntesis de quince años, Field se ha asegurado una notoriedad duradera con Tár: la historia de una directora estrella de música clásica —Lydia Tár, interpretada por Cate Blanchett— que está trabajando en una grabación en directo de la Quinta Sinfonía de Mahler con la Filarmónica de Berlín hasta que se resulta destruida por un espectacular escándalo #MeToo. Acusada de abusar sexualmente de músicas más jóvenes y, en última instancia, de llevar a una de ellas al suicidio, es sometida a la justicia popular de las redes sociales, despedida de su puesto y exiliada a una anónima megalópolis de Asia Oriental.

¿Se encontraban los espectadores ante una película hostil o comprensiva con la cultura de la cancelación? ¿Pro o anti “woke”? En The New York Times, Ross Douthat elogiaba Tár por resistirse a la aparentemente inexorable propagación de la ideología de la justicia social. Por el contrario, el editor de artes de The Spectator, Igor Toronyi-Lalic, la ha descrito como una traición al medio: “Una larga lectura de The New Yorker disfrazada de cine”. En este último medio, Richard Brody rechazó la supuesta apología de Field de su protagonista, mientras que Wendy Ide, en The Guardian, percibió una condena sin paliativos de la “maestra monstruosa”. Estas interpretaciones encontradas reflejan la dificultad para situar políticamente la película. Las críticas que la situaban a ambos lados de la “guerra cultural” parecían inevitablemente reduccionistas. Su recepción puso de manifiesto una Weltanschauung [cosmovisión] cada vez más indefensa ante la ambigüedad artística: la “intolerancia de la ambivalencia”, que Freud consideró en su día el sello distintivo de la personalidad neurótica.

Para muchos de sus detractores, la historia de Field simplemente no era creíble. En De Standaard, Gaea Schoeters le reprendió por hacer que la agresora de la película fuera lesbiana, teniendo en cuenta que las personas LGBT constituyen una pequeña minoría de los agresores sexuales. Otro comentarista se preguntaba si “necesitamos otra lesbiana depredadora en el cine de lesbianas en un momento en que la histeria por el grooming [acoso sexual en las redes sociales] ha alcanzado un nuevo pico de fiebre entre los conservadores”. Marin Aslop expuso un caso similar en las páginas de The Sunday Times, declarando: “Tár me ofende como mujer, como directora de orquesta, como lesbiana”, mientras que Emma Warren señaló que su representación de la política de género en la escena de la música clásica era una fantasía engañosa. Un ideal estético peculiarmente inflexible sustenta estos argumentos: el arte debe ofrecer un reflejo fiel de la realidad, una mediana estadísticamente válida. Solo aplicando este método puede asegurar su garantía moral.

Tár parece suscitar y frustrar este tipo de lectura. Por un lado, la película está dedicada a la verosimilitud. La vida real se inmiscuye constantemente en la narración: en la escena inicial aparece el escritor de The New Yorker Adam Gopnik interpretándose a sí mismo; el mentor ficticio de Lydia se parece mucho al no ficticio Herbert von Karajan; y en un momento dado, cuando Lydia se apresura a borrar un conjunto de correos electrónicos potencialmente incriminatorios, reconocemos los nombres de varios compositores contemporáneos en su bandeja de entrada. En todo momento, Field evoca meticulosamente el auténtico mundo de la Bildungsbürgertum [la élite cultural alemana]: el abrigo con alas de moda recuperado por la directora de orquesta, el piano de cola del apartamento en Friedenau, los pasillos de hormigón del piso metropolitano, el Porsche negro cromado que la transporta por Berlín. Si uno teclea las palabras “¿Es Lydia?” en Google, la primera sugerencia es “¿Es Lydia Tár una persona real?”. Está claro por qué Schoeters et al. han criticado a Field por traicionar los criterios de verdad factual que la película parece establecer.

‘Tár’ sugiere que la estructura de poder que sustenta la opresión de género siempre predominará sobre las personas que la ocupan. Las jerarquías son anteriores a los abusos y los roles de género suelen ser fluidos

Por otro lado, al evitar la fórmula MeToo más común —en la que el culpable es un patriarca a lo Harvey Weinstein—, Tár intenta simultáneamente trascender tales lecturas literales. Sugiere que la estructura de poder que sustenta la opresión de género siempre predominará sobre las personas que la ocupan. Las jerarquías son anteriores a los abusos y los roles de género suelen ser fluidos. Si la descripción que hace Field de una depredadora lesbiana nos sitúa en cierto modo a distancia de la realidad, esto puede permitir una reflexión más sofisticada sobre las fuerzas y relaciones que la conforman. Quizá por esta razón el comentario moralista sobre Tár se encuentra en un callejón sin salida explicativo, porque el verdadero tema de la película no es la culpabilidad personal de Lydia, sino estas fuerzas impersonales.

La más obvia de ellas es la esfera estratificada de la música clásica en la que los rangos más bajos solo pueden mejorar sus perspectivas profesionales cultivando relaciones informales con quienes se hallan en un posición superior en el escalafón. Los músicos fácilmente sustituibles deben hacerse insustituibles cortejando el favor del maestro. En última instancia, el crimen de Lydia consiste en llevar esta dinámica más allá de los límites aceptables designados por el sector. Al intercambiar promoción profesional por intimidad sexual o emocional, expone la asimetría inherente a este mercado laboral coercitivo. La protagonista parece reconocerlo hacia el final de la película, cuando, al entrar en un salón de masajes en Asia, siente náuseas por la aparente intercambiabilidad de las sirvientas. Como señaló Slavoj Žižek en su crítica, la disposición de las masajistas se asemeja a la jerarquía orquestal que vemos a lo largo de la película: Lydia a la cabeza de su banda, la plenipotenciaria que elige entre las subordinadas. En Berlín, este montaje estaba naturalizado. En el extranjero, provoca repugnancia.

Esta tensión estructural entre maestro/a y músico/as se solapa con una serie de conflictos culturales más amplios que quedan ilustrados por la caída en desgracia de Lydia. Uno de ellos, como señaló Zadie Smith en The New York Review of Books, es la creciente brecha generacional existente en el corazón del progresismo atlántico. Lydia pertenece a la Generación X, pero es boomer, mientras que su personal y sus alumnos son en su mayoría millennials y zoomers. Tras la crisis de 2008, estas cohortes se han situado en los límites de dos culturas profesionales diferentes, que se hallan divididas no solo por sus perspectivas de vida y de patrimonio, sino también por las nociones recibidas de corrección política y decoro. Sin embargo, aunque viven en estos mundos separados, deben seguir habitando los mismos lugares de trabajo: una combinación que puede resultar fácilmente combustible.

El segundo conflicto tiene que ver con los intereses comerciales que conforman las instituciones de la música clásica en la actualidad. Tras hacerse públicas las acusaciones contra Lydia, los directores de la ópera muestran poco interés por su valor en términos de verdad. Lydia puede ser o no culpable. De forma previsiblemente posmoderna, el quid de la cuestión es la percepción pública: si un número suficiente de clientes cree que es culpable, entonces, en términos estrictamente contables, debe serlo. De este modo se erosiona un pilar crucial de la alta cultura: la música clásica ya no puede sostenerse por su valor intrínseco; debe primar su comerciabilidad.

Un tercer conflicto tiene que ver con la dinámica de la globalización. Hace algunos años, Lydia abandonó su Nueva York natal para dedicarse a las artes superiores en el Viejo Continente, donde, tal vez suponía, la “chusma woke” no aporrearía las puertas. Sin embargo, su desgracia profesional registra una polinización cruzada fatal: Berlín se está americanizando rápidamente, asaltada por esos mismos moralistas que vagan por el frente doméstico (un proceso acelerado por el alineamiento transatlántico que siguió a la invasión de Ucrania por Putin). Los manifestantes esgrimen pancartas frente al teatro que dirige Lydia; los usuarios de Twitter publican imágenes que supuestamente la muestran entrando en un hotel con una joven; los administradores del teatro que retrata Field hablan como vendedores anglosajones. Si Lydia pensaba que podía refugiarse en Europa, se equivocaba. Al igual que la música clásica ya no está aislada de las presiones de la cultura dominante, tampoco lo está su lugar de nacimiento.

Tár es, ante todo, una guía de estos síntomas del siglo XXI. En cuanto a Lydia, su antítesis es el gran director de orquesta estadounidense Leonard Bernstein. Hacia el final de la película, Lydia ve una de sus actuaciones en una vieja grabación de vídeo en la casa donde creció, con el rostro cubierto de lágrimas. Cuando era niña, Bernstein la inspiró para emprender la carrera musical que la sacó de sus modestas circunstancias. En aquella época, las clases subalternas aún podían admirar los elementos más ennoblecedores de la cultura occidental. Los compositores intelectuales escribían musicales populares y daban a conocer a Wagner a los telespectadores. Harold Rosenberg se burló célebremente de Bernstein como encarnación de la cursilería implícita en toda la cultura pop; sin embargo, en una inversión típicamente contemporánea, la cursilería de 1958 se ha transformado en la haute culture de 2022. La burguesía actual no solo ha cerrado sus puertas, sino que ha dinamitado la propia fortaleza. Los alumnos de Lydia en la Julliard School, el célebre conservatorio de música neoyorquino, representan una casta dirigente que creció viendo películas de Marvel y Disney Plus: una cohorte de edad que ya no puede hacer honor a los supuestos ideales de su estrato social. Para ellos, Beethoven es un blanco muerto; Bach, un misógino. En esta nueva coyuntura, Bernstein representa un mundo perdido, la fusión de lo alto y lo bajo, que fue posible fugazmente durante el periodo de posguerra y que ahora ha desaparecido para siempre.

Al describir este ideal cultural, Tár evoca otra película sobre la tarea del compositor: Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti. Tanto Lydia como Aschenbach son artistas que descienden de lo apolíneo a lo dionisíaco. En la escena final de Visconti, el sifilítico protagonista tropieza en la playa con los tonos del Adagietto de la Quinta de Mahler. En el efebo Tadzio, Aschenbach creía haber encontrado la salvación, pero al final solo le llama la caída. La conclusión de Tár, sin embargo, es de algún modo diferente. Vemos a Lydia supervisando su orquesta; pero ahora trabaja en el extranjero, interpretando bandas sonoras de videojuegos para un auditorio de adolescentes asiáticos. Aquí no puede triunfar lo irracional. Dionisos no será coronado rey y Lydia no se derrumbará como Nietzsche ante su caballo. Por el contrario, continuará obstinadamente practicando su arte en medio de las ruinas de la década de 2020.

¿Se trata de una conmovedora elegía por una cultura más democrática o de una oda autocompasiva a una idea históricamente desfasada del trabajo artesanal? Una vez más, Field suspende el juicio. Como espectadores, debemos prescindir de certezas desplegables. Tal reticencia es bienvenida en medio de los debates dogmáticos en los que el progresismo contemporáneo ha demostrado ser tan hábil. Como director, Field intenta reeducar a su público en las virtudes de la ambivalencia. Sin embargo, también podría decirse que esta ambigüedad sirve a un propósito diferente: una coartada para la evasión, un aplazamiento impotente de la política. Después de todo, ¿de qué trata Tár? Poder, lucha generacional, jerarquías, género, clases, cultura, arte. ¿De todo eso? Es como si Field se aclarara la garganta para hacer una declaración impactante, pero nunca se atreviera a hacerla.

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Una versión anterior de este artículo apareció en Sabzian.Véase Emilie Bickerton, «¿Cuál es tu lugar?», NLR 136.

 


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