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Sidecar
Anegados en liquidez
La quiebra del Silicon Valley Bank (SVB) y sus inevitables efectos, como el rescate de Credit Suisse, han suscitado la habitual panoplia de análisis en términos de psicología social en la denominada «prensa de calidad». En un podcast reciente de The New York Times, el exfuncionario del Departamento del Tesoro Morgan Ricks alcanzó nuevas cotas de pseudoprofundidad al afirmar que el problema era «el propio pánico» y que este podría resolverse simplemente extendiendo la garantía general a todos los depositantes.
Tal análisis de la crisis no ofrece ninguna explicación concreta de lo sucedido. Las causas precisas del colapso del banco son, por supuesto, discutibles; sin embargo, el contexto estructural básico y sus principales lecciones parecen claros. El SVB, supuestamente al servicio de lo que en general se considera el sector más dinámico e innovador de la economía mundial, el «tecnológico», había aparcado una enorme cantidad de sus recursos de tesorería en títulos respaldados por el Estado y en bonos de baja rentabilidad, pero supuestamente seguros. Cuando la Reserva Federal empezó a subir los tipos de interés, el valor de estos bonos bajó, desencadenando un clásico pánico bancario en el que los depositantes se apresuraron a retirar su dinero. ¿Facilitaron el pánico las redes sociales u otros medios de comunicación digital que fomentaron el comportamiento gregario? ¿Quién sabe y a quién le importa? La cuestión crucial es que el banco se vio desbordado por el crecimiento masivo de los depósitos de sus clientes tecnológicos y que ni uno ni los otros fueron capaces de encontrar nada en lo que mereciera la pena invertir sus copiosos recursos.
En resumen, el colapso de SVB es una hermosa demostración, casi paradigmática, del problema estructural fundamental del capitalismo contemporáneo: un sistema hipercompetitivo, obstruido por el exceso de capacidad y ahorro y carente de salidas obvias para absorberlos. Hay que subrayar que la actual moda de la «política industrial» –realmente pronunciada tanto en el gobierno de Biden como en el de Macron, entre otros– no hará nada para lidiar con este problema subyacente. El problema práctico inmediato de una nueva ronda de inversión en la que el Estado trataría de incentivar al capital está meridianamente claro. Los inversores querrán percibir sus flujos de ingresos trimestrales en concepto de intereses o dividendos. ¿Por qué iban a inmovilizar capital en proyectos enormemente ambiciosos para promover la transición ecológica o aumentar la inversión en sanidad y educación, que tendrán horizontes temporales largos y rendimientos inciertos? Y lo que es más importante, incluso si tal estrategia fuera viable, ¿sería deseable?
Lo que el planeta y la humanidad necesitan es una inversión masiva en actividades de baja rentabilidad y baja productividad: cuidados, educación y restauración medioambiental
Aquí debemos hablar claramente al sector de la izquierda que podría describirse como «neokautskista». A estas alturas está claro que el gobierno de Biden no es en absoluto una reedición de los años de Clinton-Obama. Tiene un ala antineoliberal que está más que dispuesta a desplegar el poder del Estado para moldear el «sector privado» (ese peculiar neologismo que los «responsables de las políticas públicas» utilizan para referirse al capital). A algunos de sus miembros les gustaría ir más allá y participar en la inversión publica directa. Su sincero deseo es crear puestos de trabajo bien remunerados y ecologizar la economía. En respuesta a este planteamientos, muchos en la izquierda estadounidense critican el programa de Biden por sus compromisos políticos y su timidez. Pero, ¿en qué se diferencia, realmente, de las diversas nociones de «transición intersticial» tan comunes entre quienes conciben el establecimiento del socialismo como un New Deal actualizado? No mucho, marcas aparte.
El problema es que ni el gobierno de Biden ni los neokautskistas tienen una respuesta creíble a la lógica estructural del capital. Imaginemos, a modo de experimento mental, que la bidenomics en su forma más ambiciosa tuviera éxito. ¿Qué significaría esto exactamente? Por encima de todo, conduciría a la relocalización doméstica de la capacidad industrial tanto en la fabricación de chips como en la tecnología verde. Pero ese proceso se desarrollaría en un contexto global en el que todas las demás potencias capitalistas estarían intentando vigorosamente hacer más o menos lo mismo. La consecuencia de este impulso simultáneo de la industrialización sería la exacerbación masiva de los problemas de exceso de capacidad a escala mundial, lo cual ejercería una fuerte presión sobre la rentabilidad del mismo capital privado que se vio «atraídos al proceso de inversión» por las políticas de industrialización «creadoras de mercado».
¿Cómo podría reaccionar el gobierno estadounidense ante esta coyuntura? Probablemente, la respuesta sería un mayor apoyo estatal, que podría adoptar la forma de una inyección monetaria que provocara burbujas del precios de los activos (lo que Robert Brenner ha descrito como «bubblenomics») o garantías directas de rentabilidad. Pero esto no haría sino exacerbar el fenómeno del capitalismo político. Es decir, los mecanismos directamente políticos se harían cada vez más necesarios para generar rentabilidad.
¿Cuál sería la respuesta adecuada a este dilema desde el punto de vista de una sociedad humanizada? El punto principal es que ningún socialista debería abogar por una «política industrial» de ningún tipo, ni tener nada que ver con los autodestructivos New Deals, verdes o no. Lo que el planeta y la humanidad necesitan es una inversión masiva en actividades de baja rentabilidad y baja productividad: cuidados, educación y restauración medioambiental. El capital es incapaz de hacerlo, porque busca un «valor» que estos sectores tienen dificultades para producir. La razón subyacente es obvia: ni la salud, ni la cultura, ni el medioambiente funcionan muy bien como mercancías. Así pues, como ya había intuido Oskar Lange en la década de 1930, el gradualismo no puede funcionar. Tenemos que apoderarnos de inmediato de las cúspides de la economía, en este caso del sector financiero. Cualquier otra estrategia conducirá al callejón sin salida descrito anteriormente o a una fuga masiva de capitales. En las condiciones actuales, las medidas a medias son absurdas y contradictorias. La cháchara sobre los New Deals y la «rooseveltología» de tono sepia debe ser expuesta como lo que es: un obstáculo retrógrado para el establecimiento del socialismo.