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El Salvador: la excepción indefinida
Cuando El Salvador celebre su Día de la Independencia el próximo día 15 de septiembre, llevará año y medio en estado de excepción indefinido. Elegido en junio de 2019, el presidente Nayib Bukele, joven millonario y antiguo relaciones públicas, ha remilitarizado la política y criminalizado la disidencia; su régimen, cada vez más autoritario, ha suscitado comparaciones con las décadas más oscuras de los gobiernos militares y la represión sufridas por el país. La diferencia, hasta el momento, es la persistente popularidad de Bukele, que goza de una ventaja considerable para conseguir un segundo mandato ilegal en las próximas elecciones de 2024.
La maquinaria propagandística de Bukele le ha granjeado renombre y notoriedad en todo el mundo. Mediante el uso estratégico de influencers a sueldo, trolls y contenido «inspirador», se ha forjado una imagen mesiánica. Su extravagante visión del país –reubicarlo como centro de inversiones tecnológicas, utilizar la criptomoneda como moneda de curso legal, desviar recursos energéticos procedentes de la energía geotérmica para la minería de bitcoins– se desplomó con el precio del bitcoin el año pasado. Sin embargo, no tardó en consolidar su gobierno y en neutralizar el descontento ante la precaria situación de la economía del país, adoptando políticas de seguridad draconianas, que han mantenido sus índices de aprobación y se han convertido en un punto de referencia para aspirantes a autócratas de todo el hemisferio.
El partido Nuevas Ideas (NI) de Bukele impuso el estado de excepción el 27 de marzo de 2022, después de que la ruptura de las negociaciones secretas mantenidas entre el gobierno y las bandas criminales del país desembocara en una oleada de asesinatos masivos, que se saldaron con setenta y cuatro personas muertas en un solo fin de semana. Desde entonces, la orden de treinta días se ha renovado diecisiete veces y parece que lo va seguir haciendo. Se trata de una declaración de facto de la ley marcial, que suspende garantías constitucionales como el derecho al debido proceso, la libertad de asociación, la presunción de inocencia, el derecho a la asistencia jurídica y la protección frente a registros e incautaciones ilegales.
El estado de excepción no sólo se ha dirigido contra presuntos miembros de bandas, sino que se está utilizando también para criminalizar la protesta y perseguir a los disidentes
En este vacío constitucional, Bukele ha librado su llamada «guerra contra las bandas». Hasta la fecha se ha detenido a más de 72.000 personas de las que únicamente 7.000 han sido puestas en libertad por falta de pruebas. La población carcelaria casi se ha triplicado. Con el 2 por 100 de su población entre rejas, la tasa de encarcelamiento de El Salvador supera incluso a la de Estados Unidos. A los reclusos se les niega el contacto con sus familias o representantes legales; los supervivientes denuncian condiciones de hacinamiento, enfermedades, inanición y tortura. En julio, el grupo de asistencia jurídica Socorro Jurídico Humanitario confirmó al menos ciento setenta muertes bajo custodia, ochenta y cuatro de las cuales parecían ser violentas y otras cincuenta y dos resultado de una aparente negligencia médica. A principios de septiembre, el número de víctimas había superado las ciento ochenta. Según la organización sin ánimo de lucro Cristosal, ni una sola de estas personas había sido condenado por un delito.
Analizando los datos relativos al periodo transcurrido entre marzo de 2022 y enero de 2023, Cristosal ha constatado que más del 99 por 100 de los detenidos se enfrentaba a cargos limitados a la pertenencia a una pandilla; menos del 1 por 100 están acusados de cometer actos delictivos graves como extorsión, asalto u homicidio. Gracias a otras reformas penales impulsadas durante las últimas semanas, los sospechosos serán procesados por centenares en juicios masivos. Los legisladores también han eliminado el límite de dos años de prisión preventiva, al tiempo que han multiplicado la duración de las penas de cárcel para los miembros de las bandas, incluidos los menores.
A pesar de estos horrores, la mayoría de los salvadoreños sigue apoyando la represión. Se ha demostrado que la actividad de las pandillas callejeras ha disminuido en las comunidades de clase trabajadora que han sufrido la extorsión y la violencia durante décadas. Independientemente de los siniestros pactos que pueda ocultar, el respiro temporal ha renovado el apoyo popular a Bukele, justo a tiempo para concurrir a las próximas elecciones presidenciales y legislativas, que se celebrarán el próximo año.
La represión, sin embargo, no ha carecido de respuesta. Mientras los grupos de asistencia jurídica y derechos humanos se afanan por prestar servicios y documentar los abusos, organizaciones como el Movimiento de Víctimas del Régimen (Movir) movilizan a los familiares de los encarcelados. El Movir, que forma parte de la principal coalición de la oposición, el Bloque de Resistencia y Rebeldía Popular (BRP), lucha por desestigmatizar a las víctimas y proporcionar apoyo a las familias que luchan por encontrar abogados, tener noticias de sus seres queridos o llegar a fin de mes sin ellos. Como era de esperar, estos grupos son objeto de acoso y persecución. El estado de excepción no sólo se ha dirigido contra presuntos miembros de bandas y desafortunados simples observadores, sino que se está utilizando también para criminalizar la protesta y perseguir a los disidentes, habiendo colocado a los líderes sindicales del sector público y a las comunidades rurales organizadas en el punto de mira.
En las zonas rurales las fuerzas de seguridad de Bukele han utilizado el pretexto de la lucha contra las bandas para asediar bastiones históricos de la militancia y la resistencia populares
Las condiciones de los trabajadores del sector público se han deteriorado notablemente bajo el gobierno de Bukele, falto de ingresos. Decenas de miles han sido despedidos desde 2019; el Movimiento de Trabajadores Despedidos (MDT) ha contabilizado más de 2.500 empleados despedidos adscritos al poder legislativo, 3.800 empleados municipales despedidos de municipios gestionados por el partido de Bukele Nuevas Ideas y 14.000 empleados despedidos de instituciones del gobierno central. Los que han conservado su empleo se enfrentan a la represión del Estado. Según el MDT, al menos dieciséis sindicalistas del sector público han sido detenidos en virtud del estado de excepción, muchos de ellos como consecuencia de litigios entablados por salarios impagados.
En las zonas rurales las fuerzas de seguridad de Bukele han utilizado el pretexto de la lucha contra las bandas para asediar bastiones históricos de la militancia y la resistencia populares, como las Comunidades Cristianas de Base inspiradas en la Teología de la Liberación y los pueblos «repoblados», que fueron reasentados por refugiados organizados en territorio liberado del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) durante la guerra civil. En enero, los «Cinco de Santa Marta» –un grupo de activistas de Cabañas que convirtieron una lucha local contra la extracción tóxica de oro en una campaña nacional para prohibir la minería de metales– fueron encarcelados. El trato que recibieron provocó la indignación internacional. Pero en todo el país se han producido campañas de detenciones masivas, acoso militar y ocupación, dirigidas contra campesinos organizados en la región del Bajo Lempa y comunidades repobladas como Nuevo Gualcho, situadas en el este de Usulután. Los residentes, muchos de ellos supervivientes del terror estatal de una generación anterior, advierten de que la militarización encubre el acaparamiento de tierras para las industrias extractivas y el desarrollo inmobiliario para el turismo costero.
El estado de excepción ha proporcionado, pues, al presidente un arma poderosa. Pero mucho antes de ello, Bukele recurrió al lawfare para inutilizar y desmoralizar a la oposición. Llegó al poder aprovechando los discursos anticorrupción imperantes para dirigirlos contra sus oponentes, tanto de derecha como de izquierda, estableciendo falsas equivalencias entre la clase oligárquica dominante y los exguerrilleros de su antiguo partido, el FMLN. El acoso a periodistas y trabajadores de ONG ha suscitado una condena generalizada, pero el procesamiento, encarcelamiento y exilio de políticos de izquierda ha provocado menos simpatías, prueba del éxito de los esfuerzos por desacreditar a sus predecesores progresistas.
Desde la elección de Bukele, aproximadamente dos docenas de antiguos miembros del gobierno del FMLN, de cargos electos y de dirigentes del partido se han enfrentado a acusaciones de corrupción inventadas. Entre ellos se encuentran el primer presidente del FMLN, Mauricio Funes, así como el excomandante guerrillero y expresidente del país Salvador Sánchez Cerén, ambos asilados en Nicaragua. Estos antiguos políticos, muchos de ellos excombatientes de edad avanzada, se enfrentan a una serie de acusaciones entre endebles y totalmente falsas de malversación de fondos, blanqueo de dinero e incluso de participación en bandas delictivas, cargo urdido a partir de los esfuerzos efectuados por el gobierno de Funes para sostener una malograda tregua entre los grupos criminales enfrentados del país en 2012.
Además de debilitar a los líderes de la oposición, estos procesamientos han contribuido a borrar de la memoria popular los logros sociales del gobierno del FMLN, creando una marea despolitizadora de cinismo, así como de rencor hacia la izquierda. En términos electorales, los muy publicitados procesamientos de dirigentes del FMLN, junto con la represión generalizada de sus bastiones históricos de apoyo, han neutralizado efectivamente a este partido como fuerza política. Por si fuera poco, Bukele también ha atacado a adversarios selectos del partido ARENA, notoriamente corrupto, que implementó la reestructuración neoliberal de la economía de la mano de sus cuatro mandatos consecutivos disfrutados entre 1989 y 2009. Entre ellos se encuentran el expresidente Alfredo Cristiani, exiliado en Europa, y el menos afortunado exalcalde de San Salvador Ernesto Muyshondt, que ha pasado más de dos años entre rejas.
En consecuencia, ningún actor político plantea hoy una amenaza creíble para Bukele y su partido en las próximas elecciones generales y presidenciales, que se convocarán en febrero, ni en las municipales, que se celebrarán en marzo. A pesar de su gran popularidad y de la ausencia de rivales viables, Bukele está haciendo todo lo posible para aislar su proyecto de la democracia. La Constitución de El Salvador prohíbe los mandatos presidenciales consecutivos, pero en 2021 la nueva supermayoría legislativa de Nuevas Ideas destituyó ilegalmente al fiscal general del Estado y a la totalidad de los componentes del Tribunal Constitucional y los sustituyó por miembros leales que autorizaron obedientemente la candidatura de Bukele.
En junio de este año, con el proceso de primarias ya en marcha, el partido de Bukele impuso un paquete de cambios electorales de un enorme calado, que literalmente redibujaron el mapa de la democracia salvadoreña. Los legisladores votaron a favor de eliminar el 83 por 100 de los municipios del país, reduciendo su número de los mismos de 262 a 44 y el número de escaños de la Asamblea Legislativa de 84 a 60. También se suprimió el método de reparto de escaños restantes, que había favorecido a los partidos políticos más pequeños. A tenor de las nuevas medidas, los municipios suprimidos se convertirán en distritos, que serán gobernados por gestores no electos nombrados por el presidente. Como resumió el Bloque de Resistencia y Rebeldía Popular en un comunicado, las reformas están diseñadas para impedir que los partidos de la oposición recuperen el poder en los municipios gobernados por Nuevas Ideas; para garantizar la sobrerrepresentación de este partido en el poder legislativo; para eliminar la autonomía local; y para centralizar el poder en el ejecutivo, garantizando la autoridad de un solo partido en todos los niveles de gobierno.
La espiral autocrática de El Salvador, que en su día fue un faro para los revolucionarios internacionalistas y posteriormente un ejemplo para acometer la transición liberal-democrática, es trágica y alarmante. En el contexto regional, sin embargo, la trayectoria del país no es excepcional. Las tenues democracias burguesas instauradas en Centroamérica durante el periodo de posguerra, aunque gobernadas por regímenes muy diferentes, se han visto todas ellas sacudidas por la crisis durante los últimos años, lo cual indica el profundo agotamiento de la economía política neoliberal, que ha reproducido el papel subordinado del istmo en el sistema-mundo capitalista desde la derrota de los movimientos insurgentes de la década de 1980. Aunque los acuerdos de paz de la década siguiente desmantelaron las dictaduras militares y desmovilizaron a los antiguos insurgentes, las economías altamente desiguales de la región siguieron dependiendo de las vastas reservas de mano de obra barata y de las exportaciones con destino a Estados Unidos. En un panorama desregulado de escaso empleo formal y salarios de miseria, millones de personas fueron desplazadas a Estados Unidos. Allí, su mano de obra alimentó los segmentos más bajos del creciente sector servicios de la economía desindustrializada, mientras que sus remesas se convirtieron en una fuente cada vez más importante de ingresos para los hogares y de divisas para sus países de origen.
Las sucesivas sacudidas provocadas por la crisis financiera mundial y por la Covid-19 han puesto al descubierto estas contradicciones, lo cual ha producido respuestas divergentes, incluso en El Salvador. La breve conquista del poder estatal por parte del FMLN apuntó, en el mejor de los casos, a una salida emancipadora de las ruinas provocadas por el neoliberalismo, la oligarquía y la dependencia, una promesa que ha impulsado a fuerzas populares progresistas a conquistar el poder en Honduras y, más recientemente, en Guatemala. Sin embargo, la trayectoria del FMLN ofrece también una sombría advertencia sobre los límites de la transformación posible en el seno del sistema realmente existente. Se trata de una lección que Bukele se ha tomado muy en serio.
Bukele no ofrece soluciones reales a la crisis de El Salvador. Con sus criptosueños frustrados, ha abrazado una estrategia de acumulación familiar impulsada por la inversión extranjera y centrada en el turismo y la exportación de emigrantes pobremente retribuidos, de productos de maquila y de servicios de centros de llamadas que prestan sus servicios a Estados Unidos. Este programa no ha conseguido mejorar las perspectivas económicas del país y aunque la ofensiva contra las bandas ha elevado los índices de aprobación de Bukele, las preocupaciones económicas siguen encabezando la lista de problemas percibidos por la población salvadoreña. Mientras los jóvenes de clase trabajadora engrosan un sistema penitenciario saturado, las contradicciones derivadas de la pobreza, la desigualdad y la dependencia, que produjeron el surgimiento de las bandas salvadoreñas, son más evidentes que nunca.
Las innumerables organizaciones que componen el Bloque de Resistencia y Rebeldía Popular están convocando a los salvadoreños a las calles el 15 de septiembre, Día de la Independencia del país, para que marchen contra el estado de excepción, contra la candidatura de Bukele a la reelección y contra el último paquete de reformas electorales antidemocráticas. Estos grupos, la mayoría de ellos ligados en sus orígenes al FMLN, están trabajando para reconstruir la izquierda salvadoreña en condiciones poco envidiables. Mientras tanto, Bukele rehace el país a su imagen y semejanza. Es un feo espectáculo.