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Precariedad laboral
Jóvenes bajo presión
Los que nos mandan entienden que no hace falta pagarnos con dinero. Nos están dando la oportunidad de acceder a unos lugares en los que jamás entraríamos si no fuese por ellos.
Cada vez que cojo el metro para volver del trabajo me fijo en quién me acompaña en ese pequeño espacio que cada día nos recuerda lo poco que creen que valemos. Aunque siempre procuro estar atenta de la gente mayor que entra por si tengo que cederle el sitio, a quien más miro es a los jóvenes. Dependiendo de la ropa que lleven intento adivinar dónde trabajan, o al menos en que sector. Si veo un pantalón caqui sin pinzas, pero tipo chino con una mochila formal a la espalda inmediatamente pasan al lado del tablero donde están los consultores. Si de repente entra un jovencito con traje dudo entre banco o despacho de abogados. Lo que suelo tener claro es quién es becario. No hay nada más horrible que ponerle un traje a alguien que no se ha hecho aún ni la cama, y que probablemente sea su madre la que le haga el nudo de la corbata.
A menudo pienso en cuánto deben ganar aquellos con los que en ese momento comparto espacio y edad. Por inercia pienso en un sueldo superior al mío, al fin y al cabo, son sectores que mueven mucho dinero y esas ojeras serán compensadas con un sueldo digno.
Me bajo del metro y de camino a casa pienso en mis amigos. Sé en que trabajan y cuánto cobran y entonces caigo en la cuenta de que, efectivamente, esas caras de cansancio no están pagadas, literalmente. Cuando me siento con ellos comprendo que todos compartimos, en cierta manera, lo mismo. Contratos que se renuevan cada cierto tiempo, con horarios que se alargan en función a la demanda del trabajo, y con nuevas tareas que requieren más tiempo, pero siempre por el mismo dinero.
Todos pensamos que la otra persona cobra más de lo que realmente percibimos a final de mes. El que no está viajando está en un lugar en el que se sobreentiende que está gracias a una gran cantidad de dinero. Vemos imágenes de un lugar en el que la tecnología parece más fruto de la NASA que de una consultoría. Los que nos mandan entienden que no hace falta pagarnos con dinero. Nos están dando la oportunidad de acceder a unos lugares en los que jamás entraríamos si no fuese por ellos.
Nuestra relación laboral ya no depende de la venta de nuestra fuerza del trabajo. Hay una atmósfera poco tangible que hace que subordinemos condiciones laborales mínimamente básicas por un lugar ahí, porque día tras día nos hacen ver que tenemos una deuda con ellos. Te recuerdan, con el más oscuro clasismo disfrazado de mentoring, que por tus propios medios nunca podrás conseguir lo que se supone que te prometieron solo con tu esfuerzo.
El 73,3% de los menores de 25 años tenemos contratos temporales. No somos nosotros los que decidimos que buscamos un cambio. Intentamos decir que sí, pero no es cierto. La idea de estar en un único sitio es algo que han hecho que detestemos. En qué lugar queda entonces la emoción, el riesgo, el constante movimiento, nos dicen. Queda en nuestra cuenta del banco. Esa sí que está en constante movimiento, y siempre es una apuesta al rojo y solo el día 1 al negro.
Más de una tercera parte de los jóvenes estamos en riesgo de pobreza o exclusión social y compruebo los efectos en mi entorno cuando me siento con mis amigos y compañeros. Cuando necesitan desahogarse porque sabes que están mal; cuando te llaman para decirte que las cosas en el trabajo no van bien tiene una importancia mayor de lo que parece: no están hartos de la ineptitud de sus compañeros, están desquiciados porque saben que no merece la pena el esfuerzo que están haciendo. Porque igual que tú, a partir del día 20 ya no bajan a tomarse unas cañas. Porque sus vacaciones consisten en las mismas que las tuyas desde hace cinco años. No necesitas un número para saber que, como a ti, le están tomando el pelo.
Somos jóvenes, nos entendemos. Y aunque no quieran que hablemos de esto entre nosotros, indudablemente lo hacemos sin necesidad de palabras. Sabemos que somos compañeros, porque los puñales que nos clavan cuando nos dan órdenes tienen el mismo filo. Porque somos exactamente lo mismo a pesar de que no lo crean y busquen diferenciarnos.