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Teatro
‘Cámara lenta’, escenas costumbristas de la degradación de la vida en una dictadura
En un diálogo de la obra Cámara lenta, el personaje de Amílcar, entrenador de boxeo interpretado por Patricio Rocco, le recuerda a Dagomar, antiguo pupilo y excampeón a quien Héctor Berna da vida en el escenario, cómo este reventó los ojos a otro púgil en un combate. Dagomar le pregunta insistentemente cómo se llamaba ese boxeador, sin hacer caso a la respuesta que pacientemente le da cada vez quien fuera su mentor en otro tiempo. Dagomar entra en bucle tratando de recordar esos momentos pasados y se pierde, se obsesiona. La escena muestra dos de los vértices de la obra —escrita por el dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky y representada en el Teatro Victoria de Madrid hasta el 23 de febrero en la versión dirigida por Blanca Oteyza— en un triángulo que completa Rosa, prostituta amiga de ambos encarnada por la actriz Carmen Gallardo, cuyos pies obsesionaban, y aún lo hacen, al boxeador retirado y decrépito.
Las fijaciones de Dagomar constituyen uno de los ejes de la obra, formada por una serie de escenas sin relación entre ellas y localizadas siempre en el interior de una casa, en la que se expone la vida por dentro de tres personas azotadas por sus tormentas propias y por las que genera lo que queda fuera de foco aunque esté muy presente: la dictadura militar de Videla en Argentina.
Para la directora, Cámara lenta tiene mucho que ver con ese afuera que se sugiere. “Interpreto que Pavlovsky establece un paralelismo, desde esa casa y entre estos tres personajes marginados, con todo lo que estaba pasando en Argentina entonces. La obra tiene guiños y está empapada del contexto histórico”, señala Oteyza. Sin embargo, lo que más trabajó ella con los actores y la actriz fue lo de dentro, la casa: “Por una parte, claustrofóbica; y por otra, refugio de estas tres almas tan marginadas y automarginadas, con esta vida tan dura habiéndolo tenido todo y que por una mala decisión todo se vaya a pique”. Oteyza también recuerda que le costó decidirse a montar esta obra, hasta que se sintió capacitada para poner en escena lo que más le había llegado del texto de Pavlovsky, “la humanidad de sus personajes”.
La conciencia del exboxeador, en grave declive físico y mental, recorre todas las escenas de Cámara lenta, en una constante repetición fragmentada, casi en alucinación, de su pasado, trozos de recuerdos, esqueletos de memoria. Su relación con el mundo exterior se rige por las discusiones con Amílcar, quien ejerce de amigo, consejero y enfermero pese a que Dagomar le despidió años antes, y la satisfacción sexual que le produce observar los pies de Rosa. La última escena propone un final trágico, presagiado por un sueño que parece cumplirse.
Oteyza reconoce que no tiene claro si la obra lanza un “mensaje total” y cuál sería este, pero menciona varios asuntos que sobrevuelan por la función: “Puede ser cómo se deteriora la vida en una dictadura, sí, pero también es una historia de amor y amistad, también cómo todos nos vamos deteriorando con el paso del tiempo, las consecuencias de una mala decisión, la lealtad entre las personas, cómo el contexto histórico y social te mantiene encerrado, la marginación y la automarginación”.
“Es una obra muy actual, de antihéroes con los que el público empatiza mucho”, dice la directora Blanca Oteyza
La directora del montaje actual de Cámara lenta entiende que Pavlovsky consiguió algo muy difícil de lograr en el arte, una obra que va más allá del momento y lugar en que fue creada —¿alguien en la sala ha pronunciado el nombre de Javier Milei?—. Una universalidad que sigue conectando con el presente, según observa Oteyza en las reacciones de quien asiste a la función: “Es una obra muy actual, de antihéroes con los que el público empatiza mucho. Es una obra fuerte, la gente sale diciendo ‘qué buena obra, pero te hace pensar’... Y yo digo ‘no le pongas un pero’, que te vayas a casa pensando no es algo malo, es un plus”.
“El teatro de Pavlovsky es diferente, vital, humano, profundamente humano”, opina Alfonso Pindado, director teatral, actor y fundador en Madrid de iniciativas escénicas subterráneas como Triángulo, sala, compañía y escuela de interpretación situada en el local que hoy alberga el Teatro del Barrio. Pindado dirigió y actuó en Cámara lenta en 1993, en una versión castiza de la obra: “Lo adapté y puse a los tres personajes en Vallecas, donde se ha dado el caso del famoso boxeador ‘Potro’. Lo cambié por el lenguaje. Recuerdo que Pavlovsky lo vio y dijo ‘qué hijo de puta, hablan de otra manera’. Pero para mí así tenía más sentido que en un barrio bajo de Buenos Aires”. Él apunta que esta obra es también una reflexión sobre el individualismo y el ego, “y cómo esto termina rompiendo la cabeza. Es una metáfora de los malos pasos que se dan en la vida”.
Pindado y Triángulo tuvieron mucha relación con el dramaturgo argentino. Además de Cámara lenta, montaron otras obras suyas como Pablo o Potestad, que llegaron a estrenar en Francia y en Cuba. En la escuela también trabajaron experimentos con textos de Pavlovsky como Rojos globos rojos o Paso de dos. Para ilustrar cómo era el argentino, Pindado recuerda una anécdota simpática: “Vino a dar una charla a los alumnos en Triángulo, en el café teatro, y comenzó hablando y al final hizo toda la función de La muerte de Marguerite Duras, un monólogo suyo. Según iba hablando, iba entrando en el personaje y no sabíamos si hablaba, si estaba contando algo de la charla o qué estaba pasando. Fue encadenándolo. Es ese tipo de teatro que no sabes si es teatro o es la vida misma”.
El psicodrama de vivir en el escenario de una dictadura
Fallecido en Buenos Aires en 2015 a los 81 años de edad, Eduardo Pavlovsky fue una figura muy relevante en la escena teatral argentina durante el último tercio del siglo XX. Psiquiatra, dramaturgo y actor, su trayectoria artística está estrechamente vinculada a los vaivenes políticos de su país, primero como autor de vanguardia, más tarde con obras de corte muy personal, relacionando el teatro y la terapia mediante lo que se conoce como psicodramas. “Tampoco importa que parezca algo doctrinario tanto en su psicología como en su política. Lo que sí importa es que su teatro es buen teatro”, valoraba George O. Schanzer en un artículo publicado en 1979 sobre el teatro vanguardista de Pavlovsky.
En su tesis doctoral Suspendidos de la historia/Exiliados de la memoria, presentada en la Universitat Autònoma de Barcelona en abril de 2004, la historiadora Silvina Jensen sostiene que la continuidad represiva antes y después del golpe militar en Argentina queda ejemplificada por la experiencia de Pavlovsky. Ella menciona como “primera señal de peligro” la bomba en el Teatro Payró en noviembre de 1974, cuando se representaba El señor Galíndez, una obra que el dramaturgo escribió en 1973 y que gira en torno a la tortura y su carácter universal, su normalidad democrática. Según O. Schanzer, lo “horripilante de esta pieza de escenografía pujante es que los tres jóvenes que ‘trabajan’ en esta sala de torturas son muy ordinarios, con inclinaciones similares. Como otros personajes de Pavlovsky, hablan de fútbol, funciones escatológicas, revistas pornográficas, su querida familia o rarezas sexuales con su novia, y de estudios”. En el citado artículo, este autor aseguraba que El señor Galíndez aturde, “aunque no haya nada absurdo, la crueldad está atenuada y el mensaje solo insinuado porque Pavlovsky logró crear un drama de moldes casi clásicos: se desarrolla en un mismo lugar, en un espacio de tiempo limitado, con un mínimo de personajes y, con excepción de una escena, sin violencia en el escenario”.
La dictadura prohibió la obra teatral de Pavlovsky por considerarla un atentado a la moral y posteriormente allanó su casa y su consultorio. El dramaturgo huyó por el tejado y entendió que salir de Argentina era su única opción
Tras el suceso de la bomba, la tesis de Jensen recuerda que, como Pavlovsky no renunció a lo que definía como su “militancia cultural” y estrenó en 1977 Telarañas —un alegato contra el fascismo instalado en la familia—, la dictadura procedió primero a prohibir su obra teatral por considerarla un atentado a la moral y, posteriormente, a allanar su casa y su consultorio. El dramaturgo huyó por el tejado y entendió que salir de Argentina era su única opción. En 1978 se instaló en Madrid, donde poco después daría forma a Cámara lenta.
En un trabajo de investigación publicado en 1992, con varias entrevistas a Pavlovsky, el catedrático de Teoría Teatral de la Universidad de Leipzig Alfonso de Toro resumió el teatro del dramaturgo como una radical subversión de la representación traducida en la perlaboración de las tradiciones teatrales, un concepto procedente del psicoanálisis, “tratando lo político sin ser político, lo social sin ser social, lo ético sin ser moralizante o la historia sin ser teatro histórico. La perlaboración radica en que no se trabaja en blanco y negro, sino que se muestra la gran complejidad de un personaje”.
De Toro divide la trayectoria teatral de Pavlovsky en dos etapas. Una primera, en la que sitúa obras como Último match, La mueca o la propia El señor Galíndez, enraizada en un teatro más político-social, aunque con una tendencia latente en él a “neutralizar una mímesis abiertamente referencial, reemplazándola por aquello que podríamos llamar un estado ‘espacio-temporal cero’ o ‘débil’ que abarca tanto la acción como los personajes”.
Para De Toro, dentro de esta “evidente abstracción” lo representado no se convierte en algo semánticamente neutral, sino que “se universaliza, dando espacio a la reflexión teórica y a la experimentación teatral”. Esta fórmula lleva a evitar el uso directo de lo que Pavlovsky llama “la línea dura político-mensajista” y “ese imperialismo de la identidad ‘acá nació’, ‘de allá viene’, ‘están tomando mate’”, entendiendo el teatro más como “un viaje de nuevos planteamientos” que lleva a la creación de “nuevos territorios existenciales, nuevas identidades, nuevas formas corporales estéticas”. La reorientación de su teatro hacia esa nueva orilla llegaría durante los años 80, cuando Pavlovsky codifica ciertos aspectos dramáticos de Samuel Beckett y Harold Pinter en lo que denomina “teatro del goce”. Este término, considera De Toro, se puede entender como una combinación de signos puramente teatrales que ponen su artefacto como tema, “pero empleando a la vez una serie de elementos del teatro popular, político, del teatro grotesco, del guiñol (claramente relacionado con Dario Fo); de alta ambigüedad semántica, donde se trata de transmitir la emoción de la angustia, de la soledad, la violencia, todos temas paradigmáticos en el teatro de Pavlovsky”. Títulos como Pablo, Potestad o El cardenal serían propios de esta segunda etapa.
Sin embargo, Alfonso Pindado opina que la producción última de Pavlovsky no es tan diferente de la inicial. “En Pablo —pone como ejemplo— denuncia al torturador, al colaboracionista, cuando vuelve a su ciudad. Es un personaje que mira al mundo desde un agujero, porque está escondido. De repente vuelve su memoria a recordarlo y ahí se produce el conflicto: un hombre que no quiere recordar y un hombre que viene a recordarle lo que ha hecho mal. Sigue siendo teatro muy humano”.