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Teatro
‘Shock’, el teatro como camino utópico frente al capitalismo del desastre
Como sucede a menudo, todo empieza con la guerra. Después de la Segunda Guerra Mundial vino la Guerra Fría, que era más psicológica que bélica. La CIA se interesó por los experimentos que se estaban llevando a cabo en secreto para el control mental y el llamado lavado de cerebro. Ahí estaba el electroshock. Después de recibir sesiones pautadas de electroshock, los pacientes-cobaya cada vez tenían menos poder sobre su voluntad. Al mismo tiempo, como reacción al New Deal de la administración Roosevelt y sus recetas económicas keynesianas, surgió una doctrina que se declaraba abiertamente alérgica a la intervención estatal en la economía. Uno de sus principales ideólogos, el economista estadounidense Milton Friedman (Premio Nobel de Economía en 1976, conviene tenerlo presente), decretó la muerte del Estado como garante de las libertades, fiándolo todo al mercado autorregulativo y radicalmente privatizado. Pero Friedman y sus seguidores eran muy conscientes de que sus ideas eran impopulares, así que había que pensar la forma de ir aplicando sus fórmulas y —al menos eso sostiene Naomi Klein— encontraron en el shock el elemento idóneo que les abría todas las puertas traseras de los Estados, las ciudades y las personas.
“Un estado de shock —dice Naomi Klein en un texto incluido al principio de la obra de teatro Shock I— no es algo que se produce únicamente cuando nos pasa algo malo, sino también cuando perdemos nuestra narrativa o nuestra Historia, cuando nos desorientamos. Lo que nos mantiene orientados, alerta y a salvo del shock, es nuestra Historia. En 1982, Milton Friedman escribió que ‘solo una crisis, real o percibida, produce un cambio real’. Él, evidentemente, pensaba en una crisis económica que le ayudase a imponer su particular utopía”.
Veinte años antes, en la Universidad de Chicago, Friedman recibió a estudiantes del Cono Sur que fueron debidamente aleccionados. Para cuando Salvador Allende ganó las elecciones en Chile, la influencia de Friedman se había extendido y, con la participación fundamental de la administración Nixon, se empezó a plantear la posibilidad de usar Chile como campo de pruebas de este revolucionario sistema económico que traería la libertad, esa libertad de la que tanto alardean los neoliberales hasta el ayusismo.
Friedman se explicaba recurriendo a un simple lápiz, un sencillo objeto para cuya fabricación entraban en juego diversas industrias (des)localizadas en varios puntos del planeta: la madera, el acero de la sierra que corta esa madera, el grafito, la goma del borrador, la pintura… Un lápiz no es solo un lápiz, es el reflejo —para Friedman— del mercado libre, “la magia del sistema de precios, tan esencial no solo para promover la eficiencia del producto, sino aún más: para fomentar la armonía y la paz entre los pueblos del mundo”.
Los herederos de aquella distopía ultracapitalista siguen empeñados en aplicar sus recetas pese a las devastadoras consecuencias que han tenido desde el golpe militar de Chile de 1973 que derrocó el legítimo gobierno socialista de Salvador Allende. Viendo hoy qué han dado de sí el régimen de Pinochet, los desaparecidos o los niños robados de la dictadura argentina, la terrible desindustrialización británica liderada por la dama de hierro, los conflictos enquistados de Oriente Medio, las guerras de Iraq, Afganistán, Siria o la sociedad supervigilada de la China actual cuesta pensar que los neoliberales sigan creyendo que su sistema favorito de organizar el mundo fomenta la libertad, la paz y la armonía entre los pueblos. ¿Lo creen o es solo marketing? ¿Todo lo que ocurre en el sistema en el que vivimos es responsabilidad del capitalismo feroz? ¿Qué lugar queda en la Historia para todas las víctimas que han dejado por el camino? ¿Qué puede hacer el teatro al respecto?
Una obra teatral como ‘Shock’ es una pequeña contribución para desenmascarar discursos: usa la memoria para conectar el aquí y el ahora con el allí y entonces y despierta la reflexión crítica
Realmente se hace difícil, y es la sensación un tanto amarga que queda cuando sales de ver Shock I y Shock II, confiar en que la Humanidad tiene salvación si el mundo sigue en manos de personas como Pinochet, como Bush, como Margaret Thatcher, como Bin Laden, como Aznar, como Rumsfeld, como Friedman… Una obra teatral como esta es una pequeña contribución para desenmascarar esos discursos: usa la memoria para conectar el aquí y el ahora con el allí y entonces y despierta la reflexión crítica. Y lo hace, además, sin renunciar a lo espectacular, devolviendo el golpe con la misma arma (la sociedad del espectáculo no deja de ser un frente más de lo neoliberal) para reivindicar los significados originales de conceptos que se han corrompido hasta vaciarse totalmente.
Si el capitalismo tiende a la globalidad, al universalismo, “¿por qué no usar este enfoque totalizador también en el teatro?”, se pregunta el director escénico y cineasta suizo Milo Rau, uno de los creadores escénicos más “políticos” de la actualidad. El sistema no está por encima de nosotros: ¿podemos contribuir a cambiarlo, a mejorarlo, solo con reflejarlo en toda su expresión?
“Vivimos en este sistema, formamos parte de él —recuerda Andrés Lima—. Quizás tenemos alguna responsabilidad también y está bien que nos lo preguntemos. Participamos de este gran espectáculo y yo no quería renunciar a reflejarlo así, buscando la emoción, buscando la conexión fuerte con el público, incluso a través de la parodia”. Eso sí, la parodia, la bufonada, está siempre del lado de quien ostenta el poder, de quien oprime. El oprimido es víctima y para las víctimas guarda el montaje todo el respeto y el cuidado.
Podemos reírnos con la entrevista entre Elvis Presley y Nixon o con el encuentro de Thatcher con Pinochet, con la Marta Sánchez que visitó a las tropas en la Guerra del Golfo o con la reunión del rancho Crawford donde el más patético Aznar estuvo “trabajando en ellou”. Pero no se puede frivolizar —y la obra no lo hace— con las torturas de la dictadura argentina, con la muerte de Víctor Jara, con los presos de Abu Ghraib ni con las mujeres que luchan a las órdenes de la comandante Arian en la Guerra de Siria para defender los intereses kurdos y convertirse en símbolo de todas esas batallas donde la mujer es un arma más a base de violación y desprecio.
La búsqueda de un enemigo que justifique todas las atrocidades, por muy bien argumentada filosóficamente que esté de la mano del filonazi Carl Schmitt (cuyo pensamiento abre Shock II pasado por la elaboración dramatúrgica de Juan Mayorga), termina por diseminar el dolor, “única unidad de medida posible en la guerra”, como dice la periodista Olga Rodríguez. Ella fue invitada a participar en los talleres de preparación para la segunda parte del montaje, junto a la cineasta Alba Sotorra o los periodistas Alberto Arce y Jon Sistiaga.
El relato que hace Rodríguez del asesinato del cámara José Couso por el ejército norteamericano está en la función también, en uno de sus momentos más desgarradores. Como lo son extractos de otras historias que ella recogió a pie de calle, comprobando la máxima de Judith Butler que dice que determinadas decisiones políticas e institucionales exacerban las posibilidades de que determinados cuerpos sufran un daño porque sus vidas son consideradas prescindibles. La práctica bélica neoliberal está llena de cuerpos que no importan, de vidas que no cuentan. Frente a la cuantificación, la contextualización. Una vez más, todo empieza con la guerra.
Hay algo de esta forma de hacer arte que tiene un indudable poder catártico, sobre todo en este caso cuando decididamente el espectador está involucrado —metafóricamente— en la acción, por su disposición en el espacio. La obra sucede en el centro y el público se dispone alrededor, retomando la forma más ancestral de la relación del que hace y el que mira, y además casi todo ocurre sobre una plataforma circular giratoria cuya fuerza centrífuga termina, como un tornado a cámara lenta, por imbuirnos como público en las peripecias de la escena. Y todo esto lo hace más político si cabe, más participativo, más democrático, reuniendo en un todo “la forma artística y la expresión urgente”, usando las palabras del teatrólogo francés Olivier Neveux.
“Teatro como espacio de reunión, de invención, de experimentación, de negociación, de debate”, dice otro experto en teatro político, el alemán Florian Malzacher. Lo brechtiano para entender el sistema, buscando el antagonismo de las tragedias griegas. Los persas de Esquilo como inspiración, la guerra contada por los vencidos, la dignidad del coro como voz común. Siempre la guerra.
‘Shock’, en sus dos partes, reúne lo mejor de la historia y del periodismo, y se atreve a usurpar sus espacios desde un lugar periférico justo cuando en el centro la historia es torpedeada y el periodismo vive la mayor crisis de su historia
Shock, en sus dos partes, reúne lo mejor de la historia y del periodismo, y se atreve a usurpar sus espacios desde un lugar periférico justo cuando en el centro la historia es torpedeada y el periodismo vive la mayor crisis de su historia. Shock es teatro documento que representa la Historia, que recreando el pasado reinterpreta el presente haciendo de la información un canal que llega tanto al cerebro como al corazón. Esa información que se nos está regateando o que directamente se manipula para que lo que conocemos sea distinto (una ficción) de lo que pasó (una realidad). Certificar estos ocultamientos deliberados, ese descuido masivo llevado a cabo por parte de las élites capitalistas para quienes lo indeseable es un índice de daños colaterales, males necesarios, nos ayuda a desenmascarar, nos desvela. El teatro, el arte de la máscara, desnuda aquí realmente al emperador para que veamos su desvergüenza. Nos permite así elevar la sospecha crítica sobre los desmanes actuales. Nos regala armas de observación masiva para percatarnos de cómo, en estos días, vuelve a tomar posiciones el ejército de la mentira, pertrechado ahora en la máquina algorítmica que atiza relatos interesados para generar hechos que luego estampará en titulares comprados. Este teatro contra este tiempo de presente radical y radicalmente amnésico. Presente de red social. Apisonadora de la memoria. Y el teatro, arte esencialmente conflictivo, en lucha eterna contra el olvido y ahora contra el algoritmo, se erige como espacio de esperanza donde todavía parece posible —como afirma Andrés Lima— “decir la verdad sin venderla”.
El teatro es un arte arrinconado que trata de entenderse desde su lejanía a lo masivo con sus vicios burgueses. No está libre de la demencia senil, no por su avanzada edad, sino porque los cantos de sirena mercantiles están ahí siempre al acecho. Una obra como Shock, que dispara al corazón de la deriva privatizadora e individualista, es posible no solo gracias a la producción de una institución pública estatal como el Centro Dramático Nacional, sino también gracias a un grupo de personas involucradas hasta el tuétano que aceptan caer en las trampas del amor al arte (echando horas más allá de los ensayos pagados y asumiendo en sus cuerpos el coste de la implicación total) por una pasión unánime y una certeza: lo que están haciendo juntos es necesario, tiene la excelencia artística y la virtud humana de ayudar a entender lo que nos pasa. Lorca reivindicaba el ir al teatro a ver no solo lo que pasa, sino también —y sobre todo— lo que nos pasa. Y nos están pasando muchas cosas últimamente.
Shock I fue estrenada antes del coronavirus. La obra finalizaba con el último discurso de Salvador Allende antes de morir. Había un hilo épico suelto que llamaba a la esperanza. Shock II fue estrenada en la primavera de 2021, cuando muchos teatros del mundo seguían cerrados y el shock pandémico campaba a sus anchas mientras Google, Amazon y las farmaceúticas hacían caja. La obra termina con las mujeres del ejercito kurdo del YPJ cantando en torno al fuego y comiendo el biryani que Nahla Alkhatib, una iraquí residente en Madrid, preparaba cada día para la función. Yaser pregunta: “¿Para qué sirve la utopía?”. Y María contesta: “Para eso, Yaser, para caminar”.
Baja la luz hasta el oscuro y uno se levanta a aplaudir con el impacto en el cuerpo, impacto hecho de dolor, rabia y una especie de angustia que se atenúa gracias al conocimiento adquirido durante la representación.
“Las nuevas tecnologías al servicio de la mentira han hecho del mundo un lugar más oscuro —dice Andrés Lima— y la acción política es cada vez más sangrienta”. Es posible que todo sea más complicado cada vez, pero en julio conocimos que por fin la justicia española da la razón a la familia de José Couso. Al otro lado del Atlántico, toda Latinoamérica vibra en las calles harta de tanta injerencia, de tanto neoliberalismo, de tanta impunidad. Parece que podemos seguir caminando hacia la utopía. Es hora de volver sobre las palabras de Salvador Allende y no dejar de confiar en ellas, por muy ingenuas que nos parezcan: “Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.