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Tribuna
Orgullo anormal
Hace unos días, el 28 de junio, Día Internacional del Orgullo LGTBI, el Partido Popular, en sus cuentas en distintas redes sociales, hizo pública su campaña para el Orgullo de 2024.
Entre miles de comentarios negativos que, de una parte, acusaban al PP de no estar legitimado para reivindicar el Orgullo por su oposición y sus recortes en derechos LGTBI; y, de otra, protestaban desde las posiciones más turbofachas por el hecho de que el partido conservador asumiera la llamada agenda woke, el Partido Popular defendía “que lo normal sea de verdad normal” y “que nunca haya diferencias de ningún tipo” sobre un fondo arcoíris.
Es importante, por supuesto, señalar el cinismo de que el partido que siempre y de manera sistemática se ha opuesto al avance de los derechos de las personas LGTBI publique una campaña con motivo del Orgullo.
El mismo PP que en 2005 llevó a comparecer al Senado al infame Aquilino Polaino para que explicara que los homosexuales eran enfermos mentales hijos de padres alcohólicos.
El mismo PP que recurrió al Tribunal Constitucional el matrimonio igualitario y que, antes incluso de que el recurso fuera desestimado, ya tenía concejales y diputados homosexuales casándose por todo el territorio nacional.
La normalidad es un fantasma que nos persigue a todas las personas, seamos o no LGTBI. Es un poder silencioso que nos obliga a todas y a todos a negociar permanentemente nuestra identidad como individuos
El mismo PP que emprendió una campaña cruenta contra las personas trans entre los años 2021 y 2023 en la que hemos visto a todos sus líderes mofarse de las mujeres trans, y que finalmente votó en contra de la ley estatal trans y LGTBI que se aprobó el año pasado.
El mismo PP de Ayuso que ha protagonizado el primer retroceso en derechos de las personas LGTBI con la derogación casi total de las leyes autonómicas en Madrid.
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Ese mismo PP que se ha opuesto frontal y sistemáticamente a la mejora de nuestras condiciones de vida durante los últimos veinte años, nos invitaba la semana pasada a ser normales y a no tener diferencias.
Hace unos meses, en un tenso debate en la Asamblea de Madrid, una diputada del PP me decía que no hacen falta leyes que protejan nuestros derechos porque las personas LGTBI ya estamos completamente integradas en la sociedad. Más allá de la insultante negación de las violencias estructurales que seguimos sufriendo, es prodigiosa la capacidad para olvidar que, todos los avances en cuanto a integración de nuestra comunidad en la sociedad, que por supuesto que los ha habido, se han logrado a pesar de ellos.
Pero más allá de recordar la histórica y perpetua campaña del Partido Popular en contra del reconocimiento de los derechos de las personas LGTBI, es muy relevante detenernos en el mensaje concreto que nos lanzan. El fondo de su campaña, y de su discurso, es siempre el mismo: no se oponen a que tengamos derechos fundamentales siempre que seamos normales; nos venden vidas dignas a cambio de eliminar las diferencias. Asimilación o marginalidad. Su campaña para el Orgullo de 2024 no es más que el viejo “que hagan lo que quieran con sus vidas pero que no se les note”. Y es fundamental que estemos atentas a las implicaciones de este mensaje.
Cuando tenía dieciséis años y era un chico tímido, discreto y aplicado, un chico de lo más normal, le dije a mi madre que me gustaban los chicos. Presa del pavor, lo primero que fue capaz de responderme fue que no se me ocurriera empezar a vestirme raro. Aquella reacción instintiva, primaria, temerosa de mi madre me acompañó toda la vida desde entonces. Me acompañó cada vez que sopesé empezar mi transición de género durante los siguientes quince años. Me sigue acompañando incluso hoy, a veces, cuando bajo la guardia.
La normalidad es un fantasma que nos persigue a todas las personas, seamos o no LGTBI. Es un poder silencioso que nos obliga a todas y a todos a negociar permanentemente nuestra identidad como individuos contra el impulso homogeneizador de las sociedades en las que vivimos. Nos obliga siempre a renunciar a una parte de quienes somos que resultaría intolerable a la vista de los puritanos. Y en esa negociación, que se prolonga toda la vida, y en la que tenemos más o menos suerte, tratamos de ser nosotros mismos en la mayor medida posible. Esta es, como digo, una experiencia universal. Pero algunas personas, notablemente las personas LGTBI, tenemos la mala suerte de ser intrínsecamente erróneas para esta moral, por lo que ni siquiera tenemos la opción de negociar quienes somos sin hacer previamente una renuncia total, alienante, insostenible a nosotras mismas. Tenemos que inventarnos un personaje para poder incluso empezar la negociación de quienes somos a ojos de los demás.
El Orgullo es, precisamente, la lucha contra ese fantasma. El Orgullo es el grito de las que dijeron que no iban a ceder un solo centímetro en ser ellas mismas y tampoco iban a tolerar una sola violencia más por ser quienes eran, y rompieron la negociación lanzando un ladrillo.
El Orgullo es la celebración de nuestras diferencias.
El Orgullo es apagarle un cigarrillo a la normalidad y pisotearla con unos tacones imposibles.
El Orgullo es Manuela Trasobares gritando en su lucidísmo discurso en Canal Nou en 1997, justo antes de estallar la copa contra el suelo, “¿de qué me tengo que disfrazar ahora? ¿De una qué?”.
Madrid, la ciudad que desde hace dos décadas ha convertido el Orgullo en su fiesta patronal, la ciudad que siempre te deja ganar y te guiña un ojo en esta negociación de la identidad, la ciudad cuyos gobernantes llevan décadas tratando sin éxito de limitar y adulterar nuestro Orgullo, ha visto con espanto el cartel con el que el Ayuntamiento de Almeida ha decidido burlarse del Orgullo un año más, como lleva ya varios años haciendo. Y no seamos naif: a menudo acusamos al PP de despolitizar el Orgullo. Pero su agenda con respecto al Orgullo es profundamente política: representar el Orgullo con un tacón rojo, una copa, un condón y confeti mientras el gobierno de Ayuso deroga nuestras leyes es una estrategia perfectamente deliberada para indicarnos quiénes se nos está permitido ser, el recinto controlado del que no se nos va a permitir salir, la carpa del circo dentro de la que se suspende temporalmente la normalidad para poder mirarnos con esparcimiento, sabiendo que no podremos salir de ahí e invadir la realidad cotidiana.
Claro que los tacones, las copas, los condones y el confeti forman parte de nuestro Orgullo. El Orgullo es nuestra fiesta, sí, cuando de verdad es nuestra, en nuestros propios términos, cuando somos protagonistas. Cuando la fiesta es para pasárnoslo bien nosotras, no para vendernos como un espectáculo de circo. Cuando es la reivindicación de nuestras vidas, nuestras identidades, nuestro desafío a la cara de la sociedad, nuestra rebeldía. Con los tacones en la mano, la copa derramada y el pintalabios corrido, con toda nuestra alegría y nuestra desvergüenza que tanto pudor les produce a los puritanos.
Aquellos a quienes les parece más peligrosa una drag queen con peluca morada y orejas de elfo que lee cuentos infantiles y habla de respeto e igualdad a niños, niñas, padres y madres en un Centro Cultural, que los neonazis desbocados que protestan fuera, nunca van a entender nuestro Orgullo porque son quienes más han cedido a lo largo de sus vidas en esa perversa negociación con la normalidad.
El Orgullo es una fiesta, una celebración, una manifestación, una reivindicación, un sentimiento, es todas esas cosas y muchas más pero, sobre todo, en todas sus formas y manifestaciones, el Orgullo es un cuestionamiento de la normalidad y una dignificación de las diferencias, y debe seguir siendo profunda e intrínsecamente político y transformador.