Memoria histórica
Teruel: voces y fragmentos de una guerra

Entre silbidos de balas y fulgor de cañonazos, cuando ataca el enemigo empezamos a bombazos y cuando en la noche oscura me pongo de centinela con una bomba y el fusil entre las piernas, es entonces, madre mía, cuando pienso más en ti porque temo que me maten sin verte a ti sonreír. (...) Y estas cosas han de saber la juventud.
Prisioneros llegando a San Juan de Mozarrifar con un cartel que lee “Entramos en Zaragoza” el 14 de mayo de 1938
Prisioneros llegando a San Juan de Mozarrifar con un cartel que lee “Entramos en Zaragoza” el 14 de mayo de 1938

Han pasado 30 años y otra generación ha tomado el relevo. En el bar de Aguaviva (Teruel) está teniendo lugar una escena peculiar. José Luis Ramos utiliza un magnetófono para grabar en cintas de casete las experiencias de una época que su país parece querer enterrar. Juan, un exlegionario con alma de artista, está sentado junto a su bandurria. Interpreta una composición alegre que no encaja con el tema de la conversación: enfermedades, piojos, pérdidas y sufrimiento. Hablan de la Guerra Civil. 

Más allá de los batallones, las victorias y las derrotas, hay una preocupación por preservar el recuerdo. José Luis recopiló en 1995 los testimonios de Juan (Aguaviva, 1921) y Emilio (Mazaleón, 1908). El suyo es un propósito modesto: “contar la experiencia de personas corrientes, anónimas, las que no aparecen en los libros de historia“. Raquel (Cedrillas, 1932) plasmó la suya en una biografía que escribió para su descendencia. Carlos (Madrid, 1909), combatiente en el frente de Teruel, ya no está, pero su nieto nos cuenta lo que vivió esos años.  

Algunas de las cintas de audio que José Luis grabó en 1995
Algunas de las cintas de audio que José Luis grabó en 1995

Los entrevistados, como lo planteó José Luis, figuran con su nombre de pila y su año de nacimiento para saber su edad. Sus vivencias quedaron sepultadas por la narrativa de los vencedores. José Luis define la guerra como un “torbellino de locura homicida”. En aquel torbellino, Carlos, católico y de derechas, luchó como sanitario en el bando republicano; Emilio, que en tiempos tuvo carné de Izquierda Republicana, empezó luchando por la República y terminó alistado con los sublevados; Juan, preso por los franquistas, acabó luchando junto a ellos; y Raquel, cuya familia llevaba generaciones en Cedrillas, tuvo que huir a Valencia. Entre ellos hay un punto común: durante la guerra, todos estuvieron en la provincia de Teruel.   

***

Mapa de las ubicaciones de Carlos, Raquel, Juan y Emilio en la provincia de Teruel
Mapa de las ubicaciones de Carlos, Raquel, Juan y Emilio en la provincia de Teruel

En los campos de concentración empezaron las “sacas” de prisioneros. Los falangistas, con las listas de sindicatos y partidos políticos de sus respectivos pueblos, buscaban conocidos entre los prisioneros: algunos, entre la suciedad y la barba, estaban bastante desfigurados. En ocasiones, los torturaban hasta la muerte delante de los presos; otras veces, los ejecutaban fuera bajo el pretexto de que los iban a liberar. En casos excepcionales, los trasladaban a otro campo por falta de capacidad, especialmente con el avance del frente nacional. El campo de San Juan de Mozarrifar, cercano a Zaragoza, recibió a 2.000 presos del campo de San Gregorio en 1938, uno de ellos era Juan.  

En Aguaviva, en la comarca del Bajo Aragón, también se colectivizó la tierra. Sin embargo, Juan no estuvo allí durante toda la guerra. Lo arrancaron de su pueblo natal, fronterizo con la Comunidad Valenciana. “Nos reportaron como quien reposta un coche”. El 30 de agosto de 1938 se lo llevaron al campo de concentración de San Gregorio, en la Academia Militar General de Zaragoza. Se calcula que había cerca 300 campos de concentración franquistas por donde pasaron entre 700.000 y un millón de presos durante la guerra. Más de 10.000 personas murieron allí. 

Los campos de concentración 

Once meses después de su creación, el gobierno de Negrín disolvió el Consejo de Aragón desde Madrid. En agosto de 1937, el gobierno republicano envió al Ejército del Este, dirigido por Enrique Líster, para desmantelarlo. Las colectividades se disolvieron por la fuerza, se restableció la autoridad del Estado Central y varios líderes anarquistas fueron detenidos. Tras pasar un año escondido en Barcelona, Emilio volvió a Mazaleón en agosto de 1937. Era contrario a las ideas de los anarquistas y, al volver, luchó una semana con Líster a finales del dominio republicano en Aragón. Los nacionales lo reclutaron al ocupar la comarca del Matarraña. Sus nietos se enteraron de que había luchado en ambos bandos cuando escucharon su entrevista con José Luis.

Emilio no guarda buen recuerdo: “Si no hubieran matado a nadie… una comedia lo que hicieron. Un día hicieron grupos de 15 o 20 para repartir las caballerías y la tierra… La tierra, toda de todos. Y a trabajar cada uno. En el grupo que me tocaba a mí había un señor que había roturado unas tierrecitas y tenía allí olivos. ¿Y eso lo tenemos que trabajar nosotros? Pues así no iremos bien”.  

Los círculos anarquistas promovieron la creación del Consejo Regional de Defensa de Aragón (CRDA) o simplemente Consejo de Aragón, con sede en Fraga primero, luego en Caspe. Fue una forma de autogestión revolucionaria basada en principios libertarios: colectivización de tierras, control obrero de la producción y abolición de la propiedad privada. Siguieron el modelo anarquista: la tierra era trabajada en común. Tenía autonomía plena frente al gobierno central de la República. En Caspe, la colectividad agraria no llegó a afectar ni al 10% de la población, mientras que en Alcañiz había 600 colectivistas.  

Las tierras  

En el bando republicano estalló una furia iconoclasta a manos de milicianos. En Mazaleón, Emilio presenció la destrucción de la iglesia de Santa María la Mayor y las imágenes de talla que había en ella. Se estima que resultaron destruidas 20.000 iglesias en España, junto con sus archivos y patrimonio. Los milicianos, sobre todo anarquistas, no eran los únicos partícipes en la destrucción; las bombas nacionales impactaban en las iglesias de los pueblos.

Las iglesias  

Durante los primeros meses de la contienda, los sublevados llevaron a cabo incautaciones y destrucciones de libros, junto con la depuración de bibliotecas públicas y privadas. En 1937 se creó la Comisión Depuradora de Bibliotecas de la Universidad de Zaragoza, que ordenó la destrucción de más de 4000 títulos en toda la provincia. Los libros eran amontonados en el suelo de las principales plazas y calles de los pueblos aragoneses. Rápidamente, su único rastro era una hoguera y una gran columna de humo que se elevaba al cielo. Luego, cenizas.

La familia de Raquel vivió del comercio hasta el inicio de la guerra. Cuando estalló, quemaron el telar de su abuelo y vaciaron las estanterías. En un arcón quedaron muchas hojas sueltas y libros rotos: “Si mi abuelo hubiera visto aquel desastre, se hubiera llevado un disgusto. Él decía que un libro es un tesoro”. Emilio recuerda una escena parecida: “La casa la tiraron de arriba a abajo. Allí había una librería… Puede ser que hubiese veinte pergaminos. Todo fue quemado. Quemaron archivos … Todo, todo, todo. No quedó nada”.  

Los libros

Gran parte de las 37 personas asesinadas a principios de la guerra yacen en una fosa común del cementerio de Mazaleón, según datos del Sistema de Información del Patrimonio Cultural Aragonés. Todavía quedan restos por identificar. En la lista oficial, algunos apellidos se repiten, indicando los lazos de sangre que los unían, entre ellos un primo y un hermano de Emilio.  

A 180 kilómetros, en la Comarca del Matarraña, como en tantas otras zonas rurales de Aragón, los meses previos al estallido de la Guerra Civil estuvieron marcados por una fuerte polarización política y social. En este clima convulso, Emilio vivió la violencia que precedió a la contienda: “Solo en Mazaleón, mataron a 30. Se los llevaron y yo, desde detrás de una persiana, casi a los 30 vi sacar (...) En una noche llevaron 15 a Maella en un camión, y cuando volvieron: les tiraban a los pies para, en vez de matarlos, asustarlos”. Estas barbaridades hicieron que Emilio, al igual que otras personas del pueblo, viese el estallido de la guerra como algo inevitable.  

Raquel estaba en Cedrillas, a 28 kilómetros de Teruel, cuando comenzaron los bombardeos que anunciaban el estallido del conflicto. Tenía cuatro años “Desgraciadamente, sufrimos mucho. Qué razón tenía mi abuelo”. Su abuelo Rafael rogaba a Dios que los guardase del hambre, la peste y la guerra. Hasta entonces, en su casa no faltaba de nada, vivían del comercio.  

La huida de los exiliados
La huida de los exiliados

Era un campo improvisado en la nave industrial de una papelera, sin ventanas, calefacción ni ropa de cama. Los prisioneros dormían en el suelo, con sacos rotos y mantas llenas de piojos y orines. En estas condiciones infrahumanas, imponían castigos que no estaban comprendidos en el código de Justicia Militar. Se organizó una amplia zona de castigo: el pabellón de celdas. Les hacían andar en círculos, mientras los demás podían pasear por el patio. Ellos, hiciera cierzo o lloviera; daban vueltas en el cuarto piso. Juan vivió esta tortura psicológica: “Ahí a nosotros —pueden justificarlo algunos que aún viven— nos quitaban el agua, para que fuéramos a recogerla en los váteres aquellos de abajo. Y por la noche, o al medio día, cuando les daba la gana, ordenaban recoger papeles. No había ninguno”.  

La huida 

Los exiliados huían a pie con zapatos de cuero, en algunos casos, agujereados. El recorrido por caminos sin asfaltar hizo que se mancharan de tierra y, cuando llovía, de barro. Llevaban sus escasas pertenencias en cestos de mimbre o atadas con cuerdas. Niños, mujeres, hombres y ancianos que huían de un frente que avanzaba incesante, cerniéndose sobre ellos y sus hogares. Sin saber cuándo iban a volver, si es que algún día podrían. Hubo enormes éxodos de población debido a la violencia, el avance del frente de batalla y la represión. Se calcula que durante la guerra hubo entre 500.000 y 800.000 desplazados dentro del país. Las huidas en la provincia de Teruel se intensificaron cuando comenzó la lucha por el territorio. Muchos ciudadanos se vieron obligados a huir hacia Cataluña o Valencia. 

Los aviones nacionales sobrevolaron el cielo de Cedrillas, pueblo de Raquel, trayendo con ellos el sonido de la guerra: el rugido de los motores, la sirena antiaérea para alertar a la población y las personas corriendo para llegar a los refugios: “Mi madre salió a la calle con los cuatro pequeños. La recuerdo con Elvira en brazos, Benilde de la mano y mi hermano y yo cogidos de su falda. Casi no podía ni andar, y mucho menos correr; la gente nos adelantaba y la aviación pasó soltando bombas. Mi madre se puso arrimada a una puerta, muy cerca cayó una bomba que destrozó una casa. Volvió a casa y nunca más salió cuando sonaban las sirenas”.  

Quienes podían se iban a poblaciones más seguras. La familia de Raquel se desplazó primero a una masía en Cañaseca (Gúdar), a apenas 10 kilómetros. Seguían cerca del peligro: “Mi padre enseguida encontró una casica en un pueblo de Valencia, llamado Chulilla, donde reinaba la tranquilidad. Vino muy animado para llevarnos a aquel pueblo y estábamos todos muy contentos. Mi abuelo Rafael no quería; decía que si se iba a Chulilla no volvería nunca y él quería morir en su pueblo. Y es que la premonición que tuvo mi abuelo se cumplió.” El abuelo de Raquel murió poco después por la explosión de una bomba abandonada con la que estaban jugando unos niños, que también murieron.  

En septiembre de 1936, Emilio pidió permiso para ir a ver a un tío enfermo en Nonaspe, al norte de Mazaleón, a 20 kilómetros de distancia. No sabía si estaba enfermo o siquiera vivo, pero Emilio necesitaba una excusa para huir de su pueblo. Sin embargo, tenía que rendir cuentas al Comité de Mazaleón, parte del Consejo Regional de Defensa de Aragón. Una vez en Nonaspe, huyó a Barcelona: “Al día siguiente de irme, se presenta el comité de Mazaleón, a buscarme a mí; pero me había escapado ya… Estuve un año escondido en Barcelona”. Presenció parte de los bombardeos que hubo en la capital catalana, que aumentaron a partir de 1938, cuando los sublevados rompieron el frente hasta Vinaroz. Al cabo de un año, llegaron al pueblo los guardias de asalto, un cuerpo republicano, y le llamaron para que volviera porque el Consejo Regional de Defensa de Aragón había sido disuelto.  

Cuando estalló el golpe de Estado en julio el ejército se fragmentó: muchos mandos se unieron al golpe, y otros se mantuvieron fieles a la República, pero sin coordinación clara. Así, la defensa inicial de la República recayó sobre milicias populares espontáneas, sin formación militar, mal armadas y sin mando unificado. Las milicias funcionaban por afinidad política, no por disciplina militar: tenían mandos elegidos democráticamente, asambleas, y rechazaban la jerarquía. Un problema que Emilio reconocía: “Empieza la guerra, al cabo de un mes dos o tres chicos del pueblo, que apenas sabían leer y escribir, salían tenientes. Se habían distinguido en muertes y cosas de esas, pues tenientes. Claro, llegaban al frente, venía un ataque y era el desorden, porque era un ejército sin jefes y sin nada”.  

La historia del general anarquista Cipriano Mera dentro de este caos sorprendió a José Luis durante su investigación. De origen humilde, analfabeto hasta los 18 años, luego autodidacta. Fue anarquista, miembro de la CNT, y comandó la 14ª División del Ejército Republicano. Mera logró forjar una unidad disciplinada y eficaz. Se dice que actuaba como espía: “Se disfrazaba de pastor, cruzaba las líneas, tomaba nota de los asentamientos y volvía”.  

Hombres llamados a filas

Las filas, organizadas o no, necesitaban hombres. Algunos, como Carlos, tenían formación previa y obtenían distintos cargos según sus conocimientos: él trabajó de sanitario. “Además de una excelentísima persona, mi abuelo, pues de pegar tiros no era”, cuenta su nieto. El estallido de la Guerra Civil coincidió con la mili de Carlos. “Hizo un cursillo de primeros auxilios. Entonces, la mitad de España no sabía leer ni escribir, y los que tenían letras, pues tampoco los iban a mandar a cavar zanjas”. Carlos fue sanitario en la División 64 en Madrid, y de ahí le destinaron a combatir en El Campillo, a 15 kilómetros de Teruel: “Se dice que había poca gente de derechas en el bando republicano, tan solo en el sector sanitario. Y efectivamente, Carlos estaba en el sector sanitario y era de derechas y católico”. 

Pero la inmensa mayoría de los combatientes no eran voluntarios. Gran parte fueron movilizados a la fuerza sin ningún tipo de instrucción. Juan fue reclutado cuando estaba preso en el campo de concentración: “Nos hicieron una putada que no era lógica. Viene un comandante que era de estos legionarios, nos hace formar y dice estas palabras, que se graben bien —Todo el que no quiera defender España, que dé un paso al frente— Que no quiera. No se movió nadie. Pues todos a la Legión”. De esta manera Juan, entre otros prisioneros, figuró como voluntario de la Legión en el Tercio de Nuestra Señora del Pilar.  

Juan tenía 18 años cuando luchó con los nacionales en la Batalla del Ebro: “18 añicos en el frente ¿Para qué luché yo? ¿Por qué les debía pegar tiros a otros?”. Ante la escasez de soldados en la fase final de la guerra, el bando republicano también reclutó a jóvenes. La quinta del biberón, unos 30.000 adolescentes de entre 17 y 18 años. Emilio los recuerda bien: “Esos chicos eran demasiado… tenían miedo y solo pensaban en casa y en su madre, lloraban… Sin embargo, había otros de la misma edad que eran al contrario, eran unos temerarios y hacían tonterías. Pero el que tenía miedo estaba allí, llorando como un crío”. 

La batalla de Teruel

La edad de llamada al frente se fue rebajando a lo largo de la segunda mitad de la guerra hasta llegar a los nacidos en 1920. Para entonces, la batalla de Teruel ya había terminado. Tuvo dos etapas: el asedio republicano, que terminó con la toma de la ciudad, y la contraofensiva franquista, que se inició nueve días después. Los republicanos cercaron la ciudad hasta que el coronel franquista Rey D’Harcourt firmó la rendición el 7 de enero de 1938. La contraofensiva que sucedió después es considerada por los historiadores como una “batalla de destrucción”. Dos cuerpos del ejército sublevado, con 9 divisiones y apoyo del ejército marroquí, atacaron desde el frente. La Brigada Aérea, la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana bombardearon la ciudad y muchos puntos de la provincia. 

La familia de Carlos solía bromear con él por no haber disparado en el frente. “Tiros no pegué ni uno, pero las bombas caían como moscas”, les respondía. Cuando su pelotón huyó hacia Valencia, un avión enemigo comenzó a perseguirlos. Sus compañeros se tiraron a un campo de trigo, pero Carlos no quiso: pensaba que, desde arriba, el avión los vería; y así fue. Se quedó detrás de un árbol. El piloto todavía dio dos o tres vueltas para ver si le pillaba. Después, se ocultó en una paridera con corderos: los animales montaron un escándalo. Fue el único que quedó”.  

En Teruel, el Ejército Republicano consumió las reservas en hombres, en armamento y en material, dejando sin recursos al resto del frente de Aragón. José Luis lo explica: “La jugada siguiente inmediata era: ‘Vamos a romper el frente y vamos a cortar la zona republicana en dos dividiendo la zona centro este de Cataluña’. Se refiere a la ofensiva de la primavera de 1938, con bombardeos como el de Alcañiz, que permitieron el paso a Valencia: “Y terminaron saliendo al mar en Vinaroz. Dejaron la zona republicana dividida en dos”. 

Algunos historiadores como Martínez Bande consideran que esta “batalla de destrucción” estuvo motivada por la oportunidad de contrarrestar la propaganda lanzada por el bando republicano. Franco lo tenía claro: “Demostrar inmediatamente que las apariencias engañan y que la República está absolutamente sentenciada, pese a su éxito pasajero (...) Si se consigue derrotar allí mismo, el éxito saldrá rotundo al complementarse con su explotación rápida sobre el Valle del Ebro”. 

La toma republicana sobre Teruel llamó la atención de la prensa nacional y extranjera. Entre los reporteros españoles, resaltaron José Demaría “Campúa” y Francisco Martínez 'Kautela“ en el bando franquista. Alfonso Sánchez Portela y Agustí Centelles destacaron en el republicano. Su trabajo se equipara y hasta supera al de los reporteros extranjeros como Robert Capa, Kati Horna, Anthony Beevor o Walter Reuter.

Pieza de un periódico alemán sobre la batalla de Teruel
Pieza de un periódico alemán sobre la batalla de Teruel

La batalla de Teruel fue tan significativa que sería un error pasarla por alto: “Tuvo una complejidad y un papel clave en el devenir de la Guerra Civil que justifica por sí sola su investigación”, afirma David Alegre en la introducción de La batalla de Teruel: guerra total en España. Beevor lo explica en su libro La Guerra Civil Española: “La toma de Teruel constituye uno de los episodios más terribles de la guerra: hay que combatir en las calles, llenas de escombros, y desalojar casa por casa con bombas de mano y esgrima de fusil (...) Stalingrado no va a ser mucho peor”. 

Cartel difundido para fabricar ropa de abrigo para los combatientes
Cartel difundido para fabricar ropa de abrigo para los combatientes

Teruel estuvo bajo el ojo de varios medios internacionales, y algunos corresponsales dieron su vida por cubrir la batalla. En la Nochevieja del 37, un coche en el que almorzaban cuatro corresponsales fue alcanzado por el fuego de artillería republicano. Bradis Johnson, que solo llevaba tres semanas en España; Richard Sheepshanks y Edward J. Neil murieron a causa de ese ataque; solo Kim Philby sobrevivió. 

En zonas como la Muela, los montes desarbolados obligaban a derribar postes eléctricos para hacer un fuego que aliviara el frío. Raquel recuerda ese invierno: “Una noche con mucho frío nos llevaron en una caballería. Yo casi llegué congelada, por el camino empecé a llorar. Cuando nos fueron a sacar del serón se dieron cuenta de que a mí, con la prisa, no me habían envuelto en paja como a mi hermano (...) Me colocaron a una distancia prudencial del fuego con los pies en agua fría, después algo caliente. Lo que recuerdo después ya es que nos metían a jugar en una paridera con los corderos, porque allí no pasábamos frío”. También lo explica José Luis: “Tanto para los atacantes como para los defensores y los que contraatacaron después, las penalidades fueron múltiples. De hecho, me parece haber leído que se produjeron más muertes debido al frío y a la desnutrición entre los combatientes que por efecto de las bombas y de impulsos”. 

Philby fue el cronista internacional más mencionado en Teruel: era inglés y fue educado en Oxford. Un militante clandestino del Partido Comunista de Gran Bretaña y acabó siendo, después de la Guerra Civil y tras la Segunda Guerra Mundial, un agente del Servicio Secreto ruso en Gran Bretaña. Un infiltrado del que se afirma que hasta participó en operativos para matar a Franco. “Y cuando estaban para detenerlo, se pudo marchar y salió pitando, y se refugió en la URSS. Pero claro, al principio era un chico inglés de buena familia, no vas a sospechar de él”, cuenta José Luis. 

La batalla atrae una mirada periodística al asunto: sea por la naturaleza del territorio, sea por las rencillas que pudo desencadenar este conflicto. Con el tiempo, se han relegado al olvido historias que merecen ser contadas, leídas y escuchadas. Historias de nuestros familiares, que nos ayudan a entender quiénes somos y por qué estamos aquí. Vivencias como las de Raquel, Emilio, Carlos y Juan.  

*** 

Sus historias no son iguales, pero todos coinciden en lo mismo: no desean que algo así vuelva a suceder. 

Emilio recuerda, aunque no quiere hacerlo, cómo en Mazaleón vecinos mataron a vecinos: “Que no ocurra en muchísimos años. Nunca”. 

Raquel no quiere que se olvide. Pinta cuadros, escribe su biografía y, a sus nietos, les cuenta: “La guerra fue horrible. Deseo con toda mi alma que nunca veáis ninguna”. 

Carlos, una vez terminado su servicio, volvió a Madrid antes del final de la guerra. Cuando allí lo llamaron a filas, no quiso volver. Su nieto le preguntó por qué: “Si yo no me hubiera escondido, tú no estarías aquí”. A esas alturas, él ya sabía que el bando republicano no iba a ganar. Como todos, quería que su familia estuviera a salvo y que la guerra se terminara.  

Juan levanta la voz en el bar de Aguaviva. “Aún a pesar de los años, lloro. Y estas cosas había de saber la juventud. Que no las ignoraran. Se habla poco de eso, de lo que pasamos. Y ya no digo ni de unos ni de otros, cuidado, lo pasamos todos. ¡Dios mío, no habíamos hecho ningún mal! Es lo más cruel de la vida. ¡Que no venga otra! ¿Por qué no concienciamos a esas personas un poquitín más de lo que ha sido? Que lo tenemos… ¡yo aún lo toco con los dedos! Dios mío, no es una cosa que ha pasado hace cien años. Ahora dicen que va a pasar otra guerra, tampoco debería de haber pasado. (…) De esto, ya no quisiera hablar más. Ahora tocar la guitarra, cantar y chistes”.  

Gracias a José Luis Ramos y a quienes luchan por preservar el recuerdo, aunque sea doloroso.  

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