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Migración
La resistencia antirracista frente a la colonialidad de la inmigración poscolonial
El discurso en torno a una inmigración homogeneizada por parte del poder blanco español invisibiliza las relaciones asimétricas de poder y neocoloniales que se mantienen con los países de emigración - incluidas sus antiguas colonias -, pero sobre todo encubre la cuestión de la raza y su sistema de supremacía blanca.
Advierto que este escrito es un ejercicio de desintegración; un ejercicio necesario, político, decolonial, y desde luego, antiracista. Y lo es, porque nos urge entender como nuestro proceso de inmigración, y el de nuestras familias, están fuertemente ligadas a las estructuras racistas del mundo moderno, si es que no son un producto directo de los procesos inconclusos de decolonización. Enfrentarse al discurso dominante del “problema de la inmigración” no es fácil, sobre todo cuando este ha sido construido a partir de conjeturas eurocéntricas ajenas a nuestras propias experiencias. Sin embargo, es preciso desvelar como ese discurso sólo ha servido al Estado Español para encubrir su racismo y colonialidad de orden económico, social e ideológico.
Desenmascarar el discurso del "problema de la inmigración"
Para esto, debemos empezar reconociendo las relaciones de poder que aún perduran a nivel global y que se inauguran con el colonialismo, la expansión europea y la deshumanización de los pueblos originarios en los actuales territorios de emigración. Pues, es la colonialidad como sistema específico de esos patrones de poder la que sostiene de manera prolongada la inferiorización sistemática e institucionalizada de las comunidades provenientes de la inmigración poscolonial a través de regulaciones coloniales y racistas. El racismo de Estado, que se aplicará a lxs inmigrantes, se convierte así, en una estructura de subordinación y de exclusión normativa, haciendo a los sujetos poscoloniales dispensables como parte de ‘un paisaje natural’ que puede ser explotado como materia para la producción de plusvalía.
Debemos reconocer también que la inmigración es una cuestión política que atraviesa a la sociedad en su totalidad incluyendo a sus instituciones. Y como cuestión política, el racismo de Estado se ha encargado de estructurar el orden político y social situando a las personas inmigradas – mediante operaciones de exclusión – en distintos lugares de subalternidad. Si bien es cierto que los procesos migratorios se ven atravesados por las relaciones de poder geopolíticas y raciales específicas de nuestros espacios de origen, la inmigración poscolonial encuentra una lógica de racialización en el Estado Español que remite su colonialidad a un poder racial construido socialmente como blanco.
Para decirlo sin rodeos, como explica Houria Bouteldja, “el capitalismo nace a través de la política de poder de los Estados-nación, y los Estados-Nación han ganado poder (de destrucción, de conquista) a través del capitalismo moderno. Ahora, imaginemos que uno de los pilares de esta ‘lógica geopolítica del poder’ es la raza. Simplemente porque desempeña, a escala mundial, una división jerárquica: entre las naciones dominantes, rivales entre ellas y las naciones dominadas, territorio de caza de las naciones dominantes. Lo que está en juego es crucial: la raza es lo que forma el nudo de la alianza entre el estado moderno y el gran capital. Es en torno a la raza donde se forma la valorización capitalista y la política de poder de los estados-nación.”
El discurso en torno a una inmigración homogeneizada por parte del poder blanco español invisibiliza entonces, las relaciones asimétricas de poder y neocoloniales que se mantienen con los países de emigración - incluidas sus antiguas colonias -, pero sobre todo encubre la cuestión de la raza y su sistema de supremacía blanca.
Vale la pena recordar que antes de la primera legislación migratoria española bajo el gobierno socialista, el racismo era parte estructural de su sociedad y por lo tanto de sus instituciones. Por aquel entonces, la creación de la ley de extranjería se debía amoldar a la legislación comunitaria europea que imponía la promulgación de leyes racistas para responder a la exigencia política de mantener el privilegio racial blanco en Europa y por supuesto en el Estado Español. “El racismo no necesita extranjeros para existir, sino que el racismo los crea”, escribe Fatima El-Tayeb. Casi literalmente, observamos como la ley de extranjería de 1985 nace con la exclusión racial de la comunidad mora musulmana melillense – que si bien, ya se encontraba despojada de derechos – pasa a convertirse en extranjera, obligada a un proceso de regularización, en riesgo de expulsión. En otras palabras, la ley de extranjería legitima el racismo institucional y controla los procesos de regularización, pero, sobre todo, los mecanismos de irregularización y de exclusión social de las comunidades “otras” no-españolas blancas.
La relación de la jerarquía racial y la división internacional del trabajo que se da a escala mundial con la modernidad, se muestra – y no por casualidad – en los términos generales de esta legislación que concebía a lxs inmigrantes como trabajadorxs (temporales), siendo en ese entonces el Ministerio de Trabajo la institución encargada de su reglamentación. Lo cierto es que la estratificación racial constitutiva de la acumulación de capital lleva a que las comunidades provenientes de la inmigración poscolonial sirvan cada vez más al Estado como una fuerza de trabajo barata, a condición de no ‘caer’ en la irregularización. Aún así, esa amenaza permanecerá, en la mayoría de los casos, latente.
Las regulaciones deshumanizadoras hacen que la mano de obra ‘inmigrante’ pueda ser super-explotada y permanecer al mismo tiempo desechable y deportable. Esa fuerza laboral también racializará y engenerizará ciertos sectores de servicios básicos, como el servicio doméstico, el trabajo de cuidados y el de limpieza. Además, la decadencia del racismo institucional hará posible que las personas inmigradas, irregularizadas por el Estado, vean prologanda su situación de no-derecho por largos años, incluso décadas, mientras que se ven obligadas a desarrollar actividades económicas de carácter marginal, que beneficiarán a las clases dominantes. Sin llegar a poder profundizar en este aspecto, debemos seguir revisando la relación co-constitutiva del racismo y capitalismo para empezar a desvelar las políticas imperialistas del Estado que se esconden bajo el mejor proyecto de la modernidad: la globalización, ya que esta se traducirá en la explotación capitalista de nuestras comunidades a escala mundial.
Sin duda, es necesario desenmascarar la instrumentalización del discurso del “problema de la inmigración” desde una perspectiva decolonial. Abdelmalek Sayad, lo hace espléndidamente refiriendo lo siguiente; cuando un inmigrado se instala en “un Estado productor de jerarquías raciales en su propio seno, se desplaza de hecho en un mismo continuum de relaciones de poder marcadas por la colonialidad. Aunque se integre en la trama del poder capitalista, en su estatuto social, político, cultural y simbólico, sigue estando atrapado, encerrado en las relaciones coloniales o neocoloniales de dominación. En ello se distingue realmente de las inmigraciones intraeuropeas. En ello, contrariamente a estas, transmite a su descendencia su propio movimiento de emigración-inmigración y la relación colonial que es la matriz de ello.”
Las posteriores modificaciones de la legislación migratoria española solo reforzarán el racismo de manera sistemática para poder oprimir a las personas provenientes de la inmigración poscolonial, en tanto que serán sometidas a distintas e innumerables formas legales, que a su vez reproducirán un ordenamiento social, colonial y racial, conviertiéndola en un principal instrumento institucional de dominación. El discurso dominante añade el aspecto criminalizador de la ‘inmigración irregular’ y se establece para encubrir la violencia de los dispositivos jurídicos-policiales así como las medidas represivas que afectan en muchos casos a todas las comunidades racializadas. La práctica de las identificaciones racistas, la violencia policial cotidiana, el ‘encarcelamiento’ en los centros de internamiento para extranjeros, el desproporciando número de condenas penitenciarias con una doble pena a causa de la deportabilidad, los procesos de deportación por parte del Estado y en cooperación con agencias europeas, la institucionalización de protocolos de control islamófobos, son algunas de ellas.
Ciertamente – y como escribe Ruth Wilson Gilmore -, “el racismo es, concretamente, la producción y la explotación legítima del estado y quasi legal de un grupo diferenciado en su vulnerabilidad hacia su muerte prematura.” Las violencias estructurales hacia la inmigración poscolonial abarcan una larga lista, e incluyen violencias culturales, ideológicas y epistémicas. Todas ellas forman parte de la colonialidad del poder del Estado, del carácter racista de la supremacía blanca y de la inferiorización continuada de la subjetividad de la persona migrada. Mencionaremos también como productos del racismo de estado, la exclusión de los espacios de poder de las comunidades migradas, la negación de su agencia política, el no derecho al voto, la sustracción de la custodia de menores, la segregación racial urbana, el acceso pleno al sistema educativo y de sanidad. Es importante tener en cuenta que todas estas violencias pueden confluir con otras heterarquías de poder en torno al género, sexualidad y espiritualidad, agravando su dimensión.
Si hasta aquí podemos empezar a atisbar el racismo que se desarrolla dentro del territorio del Estado, podremos entonces empezar a entender lo que puede suceder en sus fronteras. El Estado dentro de sus lógicas geopolíticas y capitalistas controla el acceso a su territorio a través de un régimen genocida fronterizo – en gran parte externalizado – reproduciendo forzosamente las jerarquías raciales. Bajo la retórica de la democracia y la de derechos humanos ‘universales’ el Estado se permite asesinar al ‘otro/migrante/refugiado’, mientras que al mismo tiempo se jacta de salvarlo de su ignorancia y brutalidad. Esta guerra silenciosa solo se puede expandir a lo largo de las fronteras europeas. Sabemos que en los últimos años al menos 5.000 vidas se han perdido en su trayecto hacia las costas españolas y, desde 1988, más de 27.000 migrantes han muerto en las fronteras europeas. Las políticas anti-migración y la caza sistemática de cuerpos racializados dentro y fuera del territorio español, no es más que la expansión de la naturalización de una guerra que empezó con el régimen de 1492.
La integración: un arma del poder blanco
Ahora bien, sabemos que las políticas migratorias sirven como instrumento de control y dominación para la inmigración poscolonial y éstas, no pueden ser otra cosa, que racistas. Lo mismo sucede con las políticas ‘progresistas’ de ‘gestión’ de nuestra alteridad.
Las políticas de integración interculturalistas parten de la existencia de una sociedad posracial y de la superioridad de los valores occidentales, negando de este modo el racismo institucional, así como las relaciones de poder propias de la matriz racial colonial.
Sus patrones culturalistas eurocéntricos buscan someter a la persona migrada y a sus hijxs, mientras que al mismo tiempo se les dice que ese proceso les servirá para la liberación de su barbarie tercermundista.
Es importante notar los paralelos de las políticas integracionistas con las prácticas coloniales civilizatorias de integración al proyecto de la modernidad. Fanon observaba durante el proceso de colonización como se comporta el colonizado: “el hombre arrinconado por este racismo, el grupo social sometido, explotado, desustancializado... Ya que ninguna otra solución le es permitida, el grupo social racializado ensaya imitar al opresor y a través de ello desracializarse”. El proceso de alienación es grave y doloroso, ya que nos fuerza a identificarnos con la sociedad blanca dominante renunciando a cualquier otro tipo de identidad realmente liberadora. La integración al poder blanco es un arma ideológica de peligro porque busca atravesarnos condicionando progresivamente nuestra heterogeneidad, nuestra forma de ser, estar y sentir en el mundo. La domesticación de nuestra alteridad nos neutraliza, dejándonos en una posición despolitizada con nuestros propios intereses, ciegas frente al desprecio de nuestras comunidades y ciegas a la colonialidad que nos atraviesa. La integración nos debilita para poder reaccionar al uso perverso de los métodos liberales que buscan seducirnos, de un lado y del otro, con sus falsas promesas de verdadera inclusión o emancipación, mientras nos mantienen en la misma posición subordinada de siempre y nos desvían continuamente del camino de nuestras propias luchas.
Es evidente, que todas las políticas de Estado respecto a la inmigración poscolonial responden, además, a la exigencia política de mantener el orden público. La asimilación/subordinación a la sociedad blanca dominante y a sus códigos social-políticos, controlan la potencialidad subversiva emancipadora de las comunidades provenientes de la inmigración poscolonial. Así mismo, el discurso creado de la inmigración pretende relativizar el amplio poder del Estado de regularizar, dominar, integrar y subordinar a las comunidades inmigradas para su propio y continuo beneficio.
Si bien, una pequeña parte de la izquierda blanca radical reconoce la instrumentalización de la inmigración para la reproducción de las relaciones neocoloniales de poder, ésta no deja de ser cómplice del racismo de Estado y de su colonialidad, en tanto mantiene una lectura economicista, eurocéntrica, moralista y paternalista de la inmigración sin incluir la realidad social de raza. Es la izquierda, también, la que continúa negando reconocer la humanidad en la inmigración poscolonial. Es la izquierda, la que es capaz de instrumentalizar las luchas de la inmigración para su propio beneficio. No les importa asistir estupefactos a un auge populista de la extrema derecha, sabiendo que las comunidades migrantes y racializadas, siempre serán las más afectadas de su violencia.
No nos cansaremos en señalar como los grupos ‘antiracistas’ en solidaridad con las luchas de la migración, reproducen continuamente actitudes coloniales y racistas, que forman parte de lo que hemos venido llamando el antiracismo moral.
Su antiracismo moral quiere “dar voz” a los que no tienen voz, y liderar sus luchas imponiendo su pensamiento político blanco y es incapaz de cuestionar sus propias posiciones de poder. Por eso advertimos que no puede existir ningún antiracismo político que no pueda entender el concepto de raza, no como realidad biológica, sino como una realidad social, política, cruda y brutal que se materializa en el racismo de Estado.
Tengamos presente que la lucha contra la colonialidad de la inmigración no puede ser la integración, eso supondría nuestro fin. ¿Es que acaso, no es el eurocentrismo una causa mayor para la fragmentación de nuestra lucha? Nuestro compromiso con el desarrollo de un antiracismo político decolonial supone el esfuerzo de renunciar a esa parodia integracionista. Como militantes decoloniales debemos comprometernos con nuestra propia práctica de desintegración emancipadora y con la recuperación de nuestra dignidad en un ímpetu de búsqueda por la justicia social.
Si bien, la opresión estructural racista que recae sobre las comunidades provenientes de la inmigración poscolonial siempre estuvo allí, su resistencia también lo estuvo. Es tiempo que las distintas comunidades se piensen juntas, no solo como sujetos-cuerpos políticos, sino como sujetos plurales revolucionarios combatiendo el racismo de Estado al lado de las demás comunidades racializadas sensibles a nuestros procesos migratorios, luchando juntxs por nuestra existencia política. No podemos aceptar que la integración llene el vacío subjetivo que ha dejado la herida colonial que compartimos, menos aún, que subordine nuestros objetivos comunitarios.
Analizar y denunciar el racismo de Estado desde una perspectiva decolonial.
Revisar la construcción ideológica del Imperio español, su historia colonial y sus pervivencias, rastreando el origen de las relaciones de dominación y opresión que enfrentan las comunidades racializadas y/o provenientes de la migración postcolonial.
Desvelar las heterarquías del poder moderno en torno a la raza, la clase, el género, la sexualidad, la espiritualidad…
Afianzar las condiciones de posibilidad para el desarrollo de un antirracismo político en el Estado español.
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