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Alemania
Las elecciones más inciertas en el adiós de Merkel
Para tratarse de supuestos gigantes políticos, poca es la profundidad de su pisada. Merkel ha llegado al final de su camino. Desde allí, puede descansar, tomar un respiro, mirar hacia atrás y contemplar su obra tras casi dieciséis años de gobierno: un largo reguero de cuerpos en diferentes contorsiones y muecas de dolor sobre los que se ha echado una enorme capa de gris cemento, una capa por la que Merkel ha pasado de puntillas. Ése es su legado.
El economista Wolfgang Münchau ha descrito a Merkel como “la política más sobrevalorada de nuestra época”. Nunca lo diríais si leéis la prensa —sobre todo la prensa anglosajona, de la que la española es servil seguidora— donde estos últimos años han podido verse algunos de los ditirambos más ridículos. Los mismos periodistas que se reían de las fotos de Putin a caballo se creían a pies juntillas que nada menos que la jefa del Ejecutivo de la primera economía europea contaba con el tiempo libre como para ir al supermercado a comprar personalmente unas botellas de vino y papel higiénico, sin guardaespaldas a la vista.
“La canciller de las crisis”
Hay quien ha llamado a Merkel “la canciller de las crisis”. Como canciller de Alemania, Merkel ha presidido, en efecto, algunas de las peores crisis recientes de la Unión Europea. Ninguna de estas crisis se ha resuelto satisfactoriamente. Peor aún: todas ellas se han cerrado de la peor manera posible, que es en falso, algo que no pasa por alto ya ni a los comentaristas socio-liberales. Merkel, escribía Münchau en el texto arriba citado, “nunca escogió una batalla estratégica, nunca intentó buscar mayorías […], el único propósito de Merkel era Merkel […]. Los años de Merkel fueron también la última celebración de una era industrial tardía pasada: cuando termine, la gente se preguntará las preguntas incómodas que no se preguntaron antes”.
En la crisis de la zona euro, su gobierno se opuso sistemáticamente a todas las propuestas alternativas a la austeridad, que Alemania, con su enorme peso dentro de la UE, forzó sobre toda Europa meridional con recortes a los servicios públicos y la introducción de un límite constitucional al endeudamiento (en España, con la reforma exprés del artículo 135 en 2011).
Durante esa misma crisis proliferaron los estereotipos más crudos e insensibles sobre Europa del Sur en paralelo a un chovinismo alemán basado en una fuerte economía industrial orientada a la exportación —y menos recordado: en el estancamiento salarial— que, como no se han cansado de repetir numerosos economistas durante todos estos años, perjudica al resto de países de la eurozona con sus celebrados superávits.
La política de Merkel allanó en parte ideológica y socialmente el terreno a la creación en 2013 de Alternativa para Alemania (AfD) como partido euroescéptico
Durante esta crisis el semanario Der Spiegel hablaba en portada de “cómo los países en crisis de Europa esconden su riqueza”, y acompañaba el texto con la imagen de un anciano a lomos de un asno con sacas cargadas de billetes de 100 y 500 euros. El tabloide Bild invitaba a Grecia a violar su propia soberanía y poner en venta sus islas para satisfacer la deuda, mientras en el país las farmacias registraban el desabastecimiento de medicamentos o los alumnos de las escuelas se desmayaban a causa del hambre. En casa, mientras tanto, su entonces vicecanciller, el liberal Guido Westerwelle, aseguraba que las demandas del centro-izquierda y la izquierda de aumentar la cuantía económica de las por otra parte muy criticadas ayudas sociales en Alemania eran una invitación “a la decadencia tardorromana”.
Tras el referéndum sobre la austeridad convocado por el gobierno de Syriza en 2015, Merkel, a través de su ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, sometió al primer ministro griego, Alexis Tsipras, a un 'waterboarding mental' en Bruselas para que aceptase un draconiano plan de austeridad —mucho más severo que el de los anteriores gobiernos conservadores en Grecia—, lo que transmitió al resto de Europa el mensaje de que la pujante izquierda, incluso cuando planteaba medidas moderadas y razonables para sus propios países y el conjunto de la UE, no era una alternativa.
De este modo, abrió una auténtica autopista a las fuerzas nacional-populistas, nacional-conservadoras y de ultraderecha de todo el continente, que no pararon de subir en las elecciones en los años siguientes. La política de Merkel allanó en parte ideológica y socialmente el terreno a la creación en 2013 de Alternativa para Alemania (AfD) como partido euroescéptico que rápidamente mutó en una de las fuerza de ultraderecha de más rápido crecimiento en toda Europa y contra la cual la propia Merkel fue presentada por los medios, paradójicamente, como dique de contención.
En paralelo a la crisis política en Grecia, cuando la guerra civil en Siria desbordó la fronteras del país y creó decenas de miles de refugiados —que se unían a otros tantos como consecuencia de las intervenciones militares e injerencias occidentales en la región— que buscaban huir a Europa. Merkel —que cinco años antes había declarado que “la sociedad multicultural ha fracasado” y que “el que no aprenda alemán no es bienvenido a Alemania”— envió como es sabido el mensaje de que Europa podía acoger aquella llegada masiva de inmigrantes y refugiados.
La prensa celebró el gesto humanitario de la canciller alemana, que Der Spiegel llegó a retratar como una nueva Madre Teresa de Calcuta, y hasta buena parte de la izquierda española, para la que Merkel personificaba hasta no hace mucho la detestada política de austeridad, asumió bobaliconamente esta imagen beatífica y la convirtió en el icono de “la derecha civilizada” y “como tiene que ser”, como si realmente existiese tal cosa.
Casi nadie —salvo unas pocas voces que fueron rápidamente condenadas al ostracismo, como acostumbra a ocurrir— se preguntó si aquel celebrado gesto —porque no pasaba de eso mismo, de gesto— vendría respaldado de un necesario aumento del gasto público para sufragar los gastos de alojamiento, integración y tratamiento médico y psicológico, como es lógico para personas procedentes de zonas de conflicto. Peor aún: de acuerdo con el Convenio de Dublín, los solicitantes de asilo han de presentar su petición en el país de la UE en el que han entrado, que obviamente nunca es Alemania. La pesada burocracia alemana vino a empeorar las cosas creando un auténtico atasco institucional que aumentó la presión migratoria sobre los países del Sur y el Este de Europa, los mismos países a los que la política de austeridad había privado de los recursos que ahora hacían desesperadamente falta para hacer frente a esta nueva crisis.
Si cabe destacar algún rasgo de Merkel, ése no es su “pragmatismo” ni su “sensatez”, sino la vacilación a la hora de adoptar medidas urgentes mientras los problema se acumulaban y crecían
El resultado fue un nuevo aumento de las tensiones sociales en toda la periferia europea y más gasolina para los partidos de ultraderecha, incluyendo el Fidesz de Viktor Orbán —entonces aún miembro del Partido Popular Europeo (PPE)—, al que Merkel se dedicó a apaciguar sirviendo a los intereses económicos de su propio país, cuyas multinacionales del sector automovilístico han aprovechado los bajos salarios de la mano de obra cualificada en Hungría para externalizar allí una parte de su cadena de producción, exactamente igual a lo que han hecho en Polonia y otros países de una Europa oriental convertida en patio trasero de Alemania. Cuando la situación se hizo políticamente insostenible para la propia Merkel —entre tanto, Alemania había vuelto a deportar por avión a refugiados afganos, ya sin la presencia de los focos de las cámaras—, la UE cerró un acuerdo para que Turquía se convirtiese en el nuevo guardia fronterizo del continente en sustitución de Libia.
A diferencia de Gaddafi, sin embargo, Erdoğan, como presidente de un país económicamente mucho más fuerte e integrado en la OTAN —a la que aporta el ejército más numeroso—, era menos sensible a las presiones políticas y, de manera similar a Mohamed VI en Marruecos, no tardó en hacer suyo el acuerdo y transformarlo en una herramienta de chantaje para su propia supervivencia política, lo que le ha permitido aumentar la represión contra los kurdos, violar la soberanía territorial de Siria y apoyar al régimen de Azerbaiyán en su guerra contra Armenia por el control del Alto Karabaj.
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La pérdida de territorios, la incertidumbre en la república de Artsaj y la crisis política interna, deja a Armenia como única derrotada y una situación de disputa por el Cáucaso Sur entre Turquía y Rusia similar a la de hace 200 años.
La última crisis a la que ha hecho frente Merkel ha sido la de la pandemia de covid-19, donde no solamente los países miembro de la UE han acusado, una vez más, los recortes en los servicios públicos de los años anteriores en aras del mantenimiento de los “presupuestos equilibrados”. La propia Alemania se vio en marzo inmersa en la confusión en torno a las medidas de confinamiento y su ministro de Sanidad, Jens Spahn, se vio salpicado por un escándalo de sombríos tintes por la distribución de mascarillas de poca calidad entre los sin techo.
En el espacio de un año, Merkel pasó de ser “la canciller científica que encandila el mundo” a convertirse en su propio país en una figura sin lustre, políticamente amortizada: material de desguace para la próxima generación de políticos conservadores. “La opinión pública ve, por encima de todo, que la maga ya no puede hacer más su magia, que el gobierno presiona sin ningún plan botones de alarma que han dejado de funcionar; ya no puede explicar por qué hace lo que hace”, criticaba Stefan Reinecke desde las páginas del Taz.
Si cabe destacar algún rasgo de Merkel, ése no es su “pragmatismo” ni su “sensatez”, sino la vacilación a la hora de adoptar medidas urgentes mientras los problema se acumulaban y crecían. De ese modo, cuando finalmente se tomaba una decisión el terreno para el siguiente desastre ya estaba preparado. “Canciller de las crisis”, desde luego: ha generado tantas como ninguna ha ayudado a solucionar. El objetivo del mantenimiento de la estabilidad política, social y económica en Alemania se ha alcanzado todos estos años al precio de desestabilizar política, social y económicamente al resto de Europa, y ello de manera transitoria, con grandes retos pendientes, como la digitalización, la transición ecológica o un nuevo orden mundial, para los que los conservadores no han dado ninguna respuesta.
La debacle de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) en las encuestas de intención de voto es el último de sus productos. En 2018 Merkel había designado a la presidenta del Sarre, Annegret Kramp-Karrenbauer, como su sucesora en la presidencia de la CDU, pero sus desafortunadas declaraciones sobre los derechos LGTBI y sobre todo los malos resultados obtenidos en las elecciones europeas de 2019 le llevaron a perder la confianza del partido y, según se rumoreó, hasta de la propia Merkel. Kramp-Karrenbauer se vio incapaz de continuar el puesto y mantener, en palabras de Thomas Meany, “la alianza hegemónica entre las grandes corporaciones multinacionales (en oposición a los pequeños negocios familiares, más pequeños y conservadores), los conservadores moderados y los liberales urbanos” que Merkel había logrado forjar y que había asegurado la hegemonía política de la CDU durante más de 15 años —aún a costa de perder la identidad “cristiana” del partido—, y renunció al cargo.
El abanico de alianzas post-electorales se ha abierto más que nunca, y con él, los gobiernos de coalición de más de dos partidos dejarán posiblemente de ser la excepción para convertirse en algo habitual en Alemania
El partido celebró en enero unas primarias —aplazadas antes por la situación de pandemia— que visibilizaron sus problemas internos, personalizados en el enfrentamiento entre el candidato continuista, el presidente de Renania del Norte-Westfalia, Armin Laschet, por una parte, y el exsecretario general de la CDU Friedrich Merz, representante de un neoliberalismo agresivo, por la otra. Una vez elegido secretario general de la CDU, Laschet se impuso gracias a los apoyos internos en su formación al presidente de Baviera, Markus Söder, de la Unión Social Cristiana (CSU) —el partido bávaro hermano de la CDU—a la hora de ser elegido como candidato de la CDU/CSU en las elecciones. Pero a medida que ha avanzado la campaña, Laschet ha ido acumulando una serie de errores —el más sonado de los cuales, ser captado por las cámaras riéndose durante un discurso del presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier, en solidaridad con las víctimas de las inundaciones ocurridas este verano— que han acabado conduciendo al partido a sus peores resultados históricos en unos sondeos.
Puede decirse que sobre las paredes de la Cancillería de Berlín —un feísimo edificio de estilo posmoderno enfrentado visualmente al Bundestag— apareció hace semanas la temida leyenda bíblica: ‘Mene tekel’. “Dios ha contado tu reino y le ha puesto fin, has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso”. Un partido demócrata cristiano debería entender la metáfora.
¿El fin de la estabilidad?
Si en algo coinciden los analistas es en que el resultado de estas elecciones será más abierto que nunca. Con la consolidación de Los Verdes hace más de tres décadas, el sistema de partidos alemán pasó a tener cuatro partidos frente al bipartidismo que lo había caracterizado hasta entonces y en el que el Partido Democrático Libre (FDP) actuaba como partido bisagra.
Los errores de Laschet, y su patente incapacidad para corregir el tiro en campaña, han terminado beneficiando al candidato del SPD, Olaf Scholz
De manera similar, la consolidación de La Izquierda (Die Linke) años atrás hizo que el sistema de partidos pasase a tener cinco formaciones (el Partido Pirata acabó diluyéndose y la mayoría de sus miembros integrándose en Los Verdes y La Izquierda). Con AfD firmemente instalado en el Bundestag, el sistema de partidos alemán ahora cuenta con seis partidos. En consecuencia, el abanico de alianzas post-electorales se ha abierto más que nunca, y con él, los gobiernos de coalición de más de dos partidos dejarán posiblemente de ser la excepción para convertirse en algo habitual en Alemania. Hay quien ha querido ver ante este escenario —en el que además los votantes se dejan arrastrar a las urnas más por las sensaciones que transmite un candidato en particular que por la lealtad a un partido— un aumento de la inestabilidad política que amenaza con contagiarse al resto de Europa.
Seguramente estos temores se demuestren exagerados cuando se forme gobierno en los próximos meses y se evidencien, una vez más, los consensos prácticamente indiscutibles de la política alemana. Con todo, estas elecciones se han visto marcadas por algo que hasta ahora resultaba imposible de concebir en Alemania: la incertidumbre. Dos de los partidos a los que se había sentenciado a la irrelevancia, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) y el FDP, han resucitado en los sondeos, dando así al traste con el plan de la CDU/CSU de una coalición con Los Verdes —como la que existe en Austria desde hace un año y en la que la dirección de Los Verdes alemanes se ha volcado—, o con estos últimos y con el FDP como bisagra y a la vez contrapeso a los ecologistas —la llamada ‘coalición Jamaica’, por los colores que identifican a cada partido—, como deseaba para sí Laschet y así lo declaró en varias ocasiones a los medios.
Los errores de Laschet, y su patente incapacidad para corregir el tiro en campaña, han terminado beneficiando al candidato del SPD, Olaf Scholz. Este veterano de la política es visto, por comparación con el resto, como un candidato con experiencia institucional. A diferencia de las disputas durante las primarias de la CDU, la candidatura de Scholz ha sido el resultado de una tregua con el ala izquierda del partido, representada por la presidencia compartida de Norbert-Walter Borjans y Saskia Esken, quienes ganaron precisamente las primarias de la formación contra Scholz.
No parece que los escándalos que rodean a Scholz y le persiguen desde hace años —desde la quiebra de Wirecard en 2020, cuyos problemas financieros pasó por alto el ministerio que Scholz dirige, hasta esquemas de evasión de impuestos en Hamburgo durante su alcaldía (2011-2018)— hayan lastrado al candidato del SPD. Para la CDU/CSU, ya en campaña, era demasiado tarde para cambiar de candidato. Desde Baviera, Söder —con más astucia y menos escrúpulos— esperará su momento.
La estrategia electoral de La Izquierda pueda leerse también como un intento de obtener réditos morales si el SPD y Los Verdes acaban pactando con el FDP
Aunque técnicamente hay otras coaliciones posibles —desde la ‘coalición Kenia’ (SPD, CDU/CSU, Los Verdes— hasta la ‘coalición Uganda’ (SPD, CDU/CSU, FDP) pasando por un tripartito roji-rojiverde (SPD, Los Verdes, La Izquierda)–, en Alemania se da prácticamente por hecho que si el SPD resulta vencedor se negociará una ‘coalición semáforo’ (SPD, FDP, Los Verdes). El único partido que nadie contempla como potencial socio de coalición es AfD, que buscará consolidarse en los estados federados de la antigua Alemania oriental —dando un nuevo sentido a la división entre el Este y el Oeste que persiste en el país a pesar de tres décadas de reunificación— y, desde allí, intentar sobre todo arrastrar a la CDU hacia sus posiciones en materia de inmigración.
Lógicamente, es La Izquierda quien más defiende el tripartito roji-rojiverde (también conocido como ‘R2G’: rot-rot-grün), no solo señalando los precedentes en Berlín y Turingia, sino asegurando que su oposición a la OTAN no constituiría ningún obstáculo a su constitución, como han sostenido durante la campaña socialdemócratas y verdes.
Como quiera que matemáticamente esa coalición es posible —y Scholz tampoco la ha descartado, más que nada para poder conservar esa carta durante las negociaciones para la formación de gobierno—, Laschet ha intentado movilizar el voto conservador a última hora con una campaña del miedo a un tripartito con La Izquierda, el recurso electoral por cierto más viejo del partido, aliñado con temores a una subida de la inflación y al coste oneroso de la deuda de Europa meridional, como ocurría hace diez años.
La estrategia electoral de La Izquierda pueda leerse también como un intento de obtener réditos morales si el SPD y Los Verdes acaban pactando con el FDP (“no habrá sido por nosotros”), pero lo cierto es que una campaña en otro sentido (“solo con una Izquierda fuerte es posible un cambio social y en política exterior en Alemania”) hubiera probablemente servido para mejorar sus resultados en las encuestas, en las que orbita en torno al 7% y se ha acercado peligrosamente al umbral del 5% que marca la entrada (o salida) en la cámara. Además, como la propia idea ha revelado, la entrada de La Izquierda en una coalición de gobierno con los socialdemócratas y Los Verdes en clara minoría amenazaría incluso con provocar una escisión en el partido, encabezada con toda seguridad por Sahra Wagenknecht, quien, pese a todas las críticas, mantiene su popularidad y una cifra nada desdeñable de seguidores dentro del partido.
A la hora de escribir estas líneas se dibujan dos escenarios probables en el horizonte. En el primero, Laschet consigue remontar gracias a hacer reflotar bolsas de votos que escapan a los encuestadores, pactar con Los Verdes, e incluso con estos y los liberales, dando cierta continuidad a la plataforma electoral de Merkel. Si, en cambio, el SPD consigue mantener su ventaja sobre la CDU/CSU este domingo y formaliza después de unas negociaciones una coalición con el FDP y Los Verdes, la propia composición de este gobierno —en particular, por la inclusión del FDP, pero también por Los Verdes, cuya práctica se distancia más que nunca de su retórica— limitará el espacio de maniobra de los socialdemócratas, libres por otra parte de la presión parlamentaria de una Izquierda claramente debilitada por sus propias disputas internas y por la capacidad de los socialdemócratas para presentarse como la opción de voto útil y atraerse de ese modo a una parte de su electorado. En ese sentido, la “estabilidad” de Alemania está asegurada.