We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Teletrabajo
El teletrabajo: ¿público o privado?
Cuando se aborda el conflicto de intereses entre lo «público» y lo «privado» desde el activismo político se suele analizar casi exclusivamente en el contexto económico-social. Entonces hablamos de sector público o de sector privado, antagónica considerados. El sector público, administrado por el Estado, sería aquel territorio al que todas las personas pueden optar por el hecho de ser ciudadanos. Aunque en realidad pese más su atribución de contribuyentes, algo que a menudo se olvida. De ahí conceptos como «sanidad pública» o «educación pública», dos de los pilares del llamado Estado de Bienestar o Social, ahora en franca regresión por las carencias de financiación, como pasa con el Estado de Derecho o el Estado Constitucional sobre los que se sustenta normativamente.
Al lado y a menudo enfrente, formando un binomio que constituye la base de la interacción social, se sitúa el sector privado, de titularidad particular y sujeto a un disfrute reservado a cuantos posean suficiente capacidad adquisitiva. En el sistema capitalista dominante, la esfera privada tiende a expandirse a costa de la pública a medida que esta se contrae y pierde influencia por un desequilibro estructural entre ingresos, gastos e inversiones. Es decir, midiendo y tarifando los servicios que debe prestar y su número de usuarios, de un lado, y la cuantía de los recursos para dotarlos, del otro. En la actualidad buena parte del debate político discurre precisamente por esa problemática. La necesidad de mantener unos servicios públicos de calidad de aplicación universal y la creciente dificultad para sufragarlos.
Pero en el ámbito laboral las señas de identidad entre lo público y lo privado adquieren otra consideración y se complejizan. La empresa pública funciona gracias al trabajo de individuos particulares que reciben una remuneración del Estado-patrón, como asimismo ocurre en la empresa privada respecto al Capital como pagador. Lo que sucede es que en la realidad política y económica la dicotomía público versus privado no tiene fronteras estrictas. El Estado, que en principio y a grosso modo es el asidero fundamental de lo público, modifica esta dialéctica por el intervencionismo, facultad que oscila del proteccionismo a la desregulación. Generalmente socializando las pérdidas y privatizando las ganancias con la excusa de servir a la sociedad en su conjunto, prueba palpable de que la visión de lo público como imperativo social cada vez más se condiciona a la eficiencia económica. Algunos ejemplos habituales en este orden de cosas son la ayuda (con dinero de todos) a la escuela concertada privada o, por citar un caso de actualidad, el proceso de privatización de las residencias de mayores, en teoría insertas jurídicamente dentro del régimen de la Seguridad Social. Por no citar la ley 15/97 que facilitó el camino a la privatización de la gestión del servicio nacional de salud.
Todo lo anterior pretende explicar que los límites habituales entre lo público y lo privado se están desdibujando. Hay una clara transferencia de valor de lo público a lo privado, con la presión del Estado como árbitro. Durante la crisis financiera de 2008 se devaluó lo público mediante ajustes estructurales (modificaciones legales) y recortes (disminución de la cuantía de las prestaciones) al tiempo que se utilizaban sus recursos económicos para rescatar a instituciones del sector privado en horas bajas. Fue especialmente notorio lo que ocurrió con parte del sistema bancario, aunque se repite en el caso del rescate público de líneas aéreas en dificultades o autopistas radiales quebradas. Semejante salvamento (se necesita mantener a flote el gigantismo de lo privado mientras lo público puede desguazarse) indica claramente la prioridad de lo privado sobre lo público en la racionalidad estatal. Todas las contrarreformas legislativas acometidas en dicho periodo en las relaciones laborales y en las pensionen se ejecutaron bajo la presión de esa ideología apropiativa.
Y ahora mismo, en el epicentro de otra crisis si cabe más profunda e incierta, se acaba de implantar otro modelo de deslocalización en el mundo del trabajo que revela la dudosa relevancia del viejo binomio público/privado. Me refiero a la reciente aprobación por decreto-ley del teletrabajo domiciliario como modelo de organización de la producción utilizando las herramientas de las nuevas tecnologías que ha traído en su regazo la «nueva normalidad». Llevarse el trabajo a casa era visto como una patología de quienes reducían su horizonte vital más allá de lo humanamente conveniente para hacer méritos en la empresa. Fuera de esa adicción tóxica, el teletrabajo era cuestión de profesionales que realizaban su misión de manera autónoma e independiente, y normalmente afectaba a personas sin una relación contractual estable. Público y/o privado, solo los asalariados en plantilla, con una horario estipulado, en el marco funcional de la sede corporativa y valiéndose de los medios materiales aportados por la propiedad, eran quienes convencionalmente daban sentido al contencioso entre capital y trabajo. Lo que conllevaba derechos laborales y prácticas sindicales de difícil restricción al no haber segregación espacial entre los empleados, sino el necesario e imprescindible común denominador de afinidad, actividad y participación en el mismo centro de trabajo.
La irrupción de la primera ola de la digitalización laboral modificó ese paradigma. Un cambio experimentado inicialmente en el burocrático ámbito bancario, con el resultado de que en los últimos diez años cerraron la mitad de sus sucursales. Luego el dispositivo se plasmó en los usos y costumbres de la gente con la popularización de los teléfonos inteligentes y demás aparatos tecnológicos de última generación que permitían extender la jornada laboral a las veinticuatro horas del día en tiempo real. Ahora, al mudarse buena parte del trabajo empresarial a las propias residencias particulares, las grandes firmas podrán reducir su costosa red operativa y parasitar el territorio familiar para convertirlo en una terminal de la oficina. Es como si la inviolabilidad del domicilio, reconocida inapelablemente en todas las constituciones que se precien, hubiera encontrado un eximente en la productividad empresarial», previa conformidad del inquilino. Con ese nuevo nicho de negocio en el confinamiento productivo, la categorización que el sociólogo Richard Sennett hace entre lo público como «creación humana» y lo privado como «condición humana» se desvanece y deja de tener su sentido habitual (El declive el hombre público). El caballo de Troya de lo público-empresarial empezó a fidelizar el sancta sanctorum privado de la escena familiar siguiendo la misma lógica economicista que llevó a conciliar lo público-social por la gestión privada-empresarial.
Las consecuencias de esta incursión del algoritmo de la rentabilidad del capital en la intimidad doméstica se dejarán notar a peor en áreas neurálgicas de la convivencia como la cohesión social y la estabilidad democrática.
De momento, al incentivar la regresión del factor trabajo en la colmena familiar se extrema el comportamiento individualista y se levantan barreras para el pleno ejercicio y defensa de los derechos en el entorno laboral.
La «autogestión» del trabajo ajeno no solo refuerza el sentido de la propiedad, la jerarquía, la disciplina y la dirección empresarial. Además, al vaciar de contenido el espacio físico donde los trabajadores interactuaban, perturba la capacidad de análisis, réplica y organización del conjunto de los asalariados. Significa un canto de cisne para el movimiento obrero y los sindicatos, y añade a la actual dualización contractual y salarial del mercado de trabajo, entre fijos y temporales, una nueva categoría, aislacionista, endogámica y virtual, con la institucionalización a escala del teletrabajo soberano.
Los agentes sociales (Estado, patronal y sindicatos) han puesto la primera piedra para que el trabajo del siglo XXI se haga manteniendo la distancia social con enjambres de trabajadores atomizados ejecutando tareas desde sus propios domicilios a modo de economía colaborativa. Pero al contrario de otros progresos en la organización del trabajo (taylorismo, fordismo, etc.), que igualmente supusieron un salto cualitativo de la productividad, esta innovación no ha venido acompañada de contrapartidas favorables para la clase trabajadora. España sigue siendo uno de los países europeos con mayor índice de paro y lidera el desempleo entre los jóvenes del continente. Por eso sorprende la «buena prensa» que la medida parece haber cosechado, enfatizando el supuesto atractivo que entraña la flexibilidad del teletrabajo y la comodidad de no moverse de casa para ganarse la vida. En ese contexto, choca especialmente la ausencia de reflexiones críticas por parte de psicólogos, sociólogos y expertos de todas las ramas del derecho sobre el nuevo modelo de explotación que traslada al hogar del asalariado todo el estrés habitual de la empresa. Porque mientras la productividad se dispara para el Capital, el rendimiento social del factor Trabajo se estanca y su carga opresiva se invisibiliza. A principios del siglo pasado, Keynes pronosticaba que, debido a la vertiginosa mejora de los recursos productivos, en 2013 bastaría con trabajar 15 horas a la semana para cubrir todas las necesidades de la población. El acendrado maniqueísmo aplicado a las nociones de público y privado, uno versión de lo bueno y deseable y el otro de lo desfavorable y negativo, no agota el dilema. Más allá de su prestigio nominalista, público o privado, lo decisivo es que cace ratones.