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Análisis
La elección de Liz Truss en Reino Unido y los límites de la nueva agenda conservadora
En un famoso grabado de finales del siglo XIX, el artista socialista William Morris recogía las palabras pronunciadas por John Ball en 1381: When Adam delved and Eve span,[a] Who was then the gentleman?. Ball fue uno de los líderes de la revuelta campesina de finales del siglo XIV y evocaba la pérdida de un Edén igualitario para denunciar la desigualdad del medievo tardío. Como vemos, la percepción constante de declive es consustancial a la política británica desde hace siglos, tanto en la izquierda como en la derecha. ¿Qué añoran los conservadores? Bandera y país, un imperio supuestamente benigno, responsable de extender la Revolución Industrial y victorioso ante Napoleón y los fascismos del siglo XX. El Brexit es imposible de entender sin la frustración conservadora ante la pérdida de esta identidad histórica.
Lo que vemos estos días es que ni la salida de la Unión Europea ha saciado el deseo nostálgico de un núcleo conservador cada vez más radicalizado. La elección de Liz Truss (como la de sus predecesores) pretende conjurar el pasado y recuperar una época de gloria. Cierto, el resultado de estas primarias conservadoras no puede tomarse como representativo de un sentir popular o un movimiento cultural. Según algunos cálculos, los miembros del partido con derecho a voto equivalen a menos de medio punto porcentual respecto al total de la población británica.
La popularidad de Truss frente a Rishi Sunak entre sus electores quizá se explique por el número de Union Jacks en su página web, o por el apoyo de los tabloides. Pero la victoria coyuntural de uno u otro individuo en estas primarias no altera dos factores estructurales clave. Primero, la profunda crisis política y constitucional que vive Reino Unido desde el gobierno de coalición conservador-liberal en 2010. Segundo, los pobres datos de crecimiento, productividad y la preocupante desigualdad que se han enquistado en su sistema económico. Ambos asuntos constituyen el imposible desafío al que se enfrenta la nueva primera ministra.
10, Downing Street: la trituradora política más eficaz del mundo
Visto el destino de los últimos ocupantes de 10, Downing Street (la residencia del primer ministro británico), sorprende el optimismo de cada nuevo residente en su primer día. Ya el laborista Blair abandonó ante el rechazo popular a la invasión de Iraq en 2007. Su sucesor, el tecnocrático y poco carismático Brown, no logró detener la sangría de apoyos. En 2010, bajo la falsa premisa de que los excesos del Estado del Bienestar habían causado la crisis, el conservador Cameron y el liberal Clegg lanzaron la primera coalición de gobierno en décadas con ímpetu renovador. Clegg pronto pasó de ser el político más querido al más odiado por traicionar su promesa de eliminar las matrículas universitarias. Cameron duró hasta 2016, cuando su gran golpe, la promesa de celebrar un referéndum UE para contentar a las filas euroescépticas, llevó estrepitosamente al Brexit.
Le siguió May, que casi perdió las elecciones contra Corbyn en 2017 y se vio incapaz de alcanzar un “Brexit blando” con la UE. Y llegamos a Johnson, con ecos de Blair: asumiendo el cargo con una mayoría de 80 diputados en 2019; dejándolo por la puerta de atrás en 2022 tras una sucesión de escándalos y la pérdida de la confianza de sus acólitos. Con el Brexit firmado y alcanzado, eso sí.
Sin duda, ha sido esa combinación de guerra cultural y repliegue del Estado activista la que ha determinado el debate entre Sunak y Truss, los candidatos que han llegado a la última ronda
Este breve resumen de los duelos en la cumbre ignora la sucesión de cargos intermedios, asistentes, periodistas afines, lobistas y demás miembros de la corte conservadora que se han subido a esta montaña rusa política (¿quién se acuerda de Dominic Cummings?). Casi es imposible recordar la larga lista de dimisiones, escándalos y corruptelas, como los contratos del COVID-19, las fiestas durante el confinamiento y las acusaciones de acoso sexual. Las fiestas y sus resacas provocaron las dimisiones de los dos consejeros responsables de ética y transparencia nombrados por Johnson.
Finalmente, Johnson se vio obligado a dimitir a principios de este verano, dando comienzo a la batalla por el liderazgo conservador. Las primarias han ofrecido una pequeña ventana al futuro del pensamiento reaccionario, cada vez más influenciado por guerras culturales en rincones de las redes sociales sin apenas contacto con la realidad. Ante la subida más dramática del coste de vida en una generación, candidatos como Jeremy Hunt han prometido el regreso de la caza del zorro. El debate económico, cuando lo ha habido, parecía de otro planeta. Por ejemplo, el parlamentario Nadhim Zahawi prometía recortes del 20% en “todas” las instituciones públicas, una ratio inasumible para el mantenimiento de un mínimo de capacidad estatal.
Sin duda, ha sido esa combinación de guerra cultural y repliegue del Estado activista la que ha determinado el debate entre Sunak y Truss, los candidatos que han llegado a la última ronda. Para las páginas más vergonzosas de la historia queda el apoyo unánime del plan de enviar solicitantes de asilo a Ruanda para su procesamiento, denunciado por Corte europea de los Derechos Humanos y otras instancias. Todo ello aderezado por reformas recientes de “ley y orden” dirigidos a la represión de movimientos sociales, incluyendo mayor impunidad ante abusos de poder de las fuerzas de seguridad.
Entre vaivén y vaivén, los miembros del partido más antiguo y exitoso del mundo no han olvidado su objetivo: ganar elecciones y gobernar
En el terreno económico, Rishi Sunak, que presidió sobre una de las mayores expansiones del gasto público durante la crisis del covid-19, anunciaba la llegada de tiempos difíciles y austeridad. Una repetición, diez años más tarde, de la socialización de pérdidas y privatización de ganancias ensayada por Cameron ante la crisis financiera. Aparentemente menos preocupada por la inflación, Truss anunciaba rebajas fiscales para todos, pero sobre todo para las clases altas. “¿Después de todo, no son los ricos los que más impuestos pagan?”, argumentó para justificar su regresiva propuesta tributaria.
Todo indica un imparable realineamiento del Partido Conservador británico con los movimientos a su derecha, un proceso similar al de otros partidos de centroderecha europea. Pese a todo, y como se vio con la teatralidad perezosa de Johnson, lo formal se impone al contenido. Entre vaivén y vaivén, los miembros del partido más antiguo y exitoso del mundo no han olvidado su objetivo: ganar elecciones y gobernar. Así, al contrario de lo que suelen argumentar los corresponsales del continente europeo, la clave de su éxito no ha sido la pureza ideológica. Sobre todo, los tories cultivan el pragmatismo post-ideológico.
Johnson, cuyo padre trabajó en la Comisión Europea y adquirió la nacionalidad francesa, no dudó en sumarse al bando brexiter cuando se impuso dentro del partido. La misma Liz Truss, que ahora intenta evocar a Thatcher, fue una joven militante de los liberal-demócratas que criticaba la austeridad y las privatizaciones. En el Establishment británico, importan menos las convicciones sobre temas concretos que la conciencia de clase a ultranza. El socialismo de ricos proporciona una fuente constante de nombramientos, oportunidades, y demás prebendas público-privadas a los antiguos alumnos de Eton, Oxford y Cambridge.
De esta manera, los líderes conservadores poseen una capacidad sin precedentes de adaptar su proyecto al sentido común cultivado por un cada vez más reducido núcleo de magnates mediáticos. En Reino Unido, tres empresas agrupan el 90% del mercado de prensa nacional: News UK (de Rupert Murdoch), Daily Mail Group y Reach. Estas mismas empresas reúnen el 48% de las interacciones en las redes de Facebook (WhatsApp, Facebook Instagram).
Pese al legendario papel moderador de la BBC en la televisión, recordemos que la mayoría de sus tertulianos y periodistas provienen en gran medida de un sector audiovisual altamente concentrado. Como resultado, es difícil que se escuchen narrativas progresistas sobre la economía, la inmigración o la Unión Europea. En general, se podría atribuir el secreto del triunfo Cameron-May-Johnson-Truss al cultivo de un nacionalismo superficial, revanchista y de solidaridad negativa (también propio de Fox News en Norteamérica). Esto último quiere decir que, en tiempos de declive, el objetivo último del movimiento conservador ya no puede ser mejorar la vida de la mayoría, sino asegurar que son minorías demonizadas las que sufren las consecuencias.
Ante el movimiento de huelgas de trabajadores de los ferrocarriles privatizados, que reclaman mayor inversión en el sector, Truss ha respondido que los operarios cobran demasiado y sufren “menos estrés que los políticos”. Solo un ejemplo de una tendencia, ya avanzada por voces como Owen Jones o Mark Fisher, que busca demonizar y castigar a aquellos considerados privilegiados o parásitos a costa de los buenos ciudadanos (parados, inmigrantes, madres solteras, etc.), para compensar la ausencia de un proyecto de progreso para el conjunto de la sociedad.
Aunque parezca una estrategia inexpugnable, tiene un punto débil fundamental. Los golpes de efecto, las tertulias en medios afines y los eslóganes con medias verdades (o medias mentiras) no ponen comida en la mesa. Problemas como los precios energéticos, la falta de personal formado en sectores estratégicos, o el desgaste de las reservas medioambientales no pueden solucionarse con una externalización a una empresa amiga o una rueda de prensa envuelta en la bandera nacional.
Los frágiles cimientos del modelo de crecimiento británico
La expresión modelo de crecimiento hace referencia a la complementariedad entre políticas públicas, iniciativa privada y otros factores propios de un país o región que tienen una cierta estabilidad en el tiempo. Es imposible hacer un repaso detallado del mismo en un breve artículo, pero podemos perfilar algunos cambios fundamentales, muchos paralelos a los del resto de Europa occidental. Entre los desarrollos paralelos, podemos citar las privatizaciones, pérdida de capacidad de industrial y gradual desmantelamiento del Estado del bienestar, aumentando el peso del sector servicios y en concreto del sector financiero. Entre los desarrollos más particulares a Reino Unido, tendríamos la creciente centralización económica en Londres y las grandes ciudades, el aumento constante del endeudamiento privado y el uso de la vivienda como fuente complementaria de ingresos, la brecha económica generacional, la congelación salarial, la intensa austeridad a partir de 2010 y el aumento de costes de factores de producción a consecuencia del Brexit. Como vemos, muchos de estos factores son complementarios entre sí: la pérdida de trabajo industrial llevó a la caída efectiva de la demanda, incrementando la importancia de los activos inmobiliarios y financieros para parchear los huecos del Estado del bienestar, impulsando por consiguiente una economía dual de servicios financieros y servicios de bajo valor añadido.
La fragilidad del modelo de crecimiento se refleja para los expertos en los débiles datos de crecimiento y productividad (básicamente, lo aportado por cada trabajador/hora de trabajo). Para la mayoría de la gente, estos datos se reflejan en un estancamiento salarial no visto desde la derrota de Napoleón, y un acceso cada vez más complicado a servicios sanitarios, educativos y a la satisfacción de necesidades básicas. Solo faltaba la ruptura con la UE, el mayor socio comercial, una pandemia mundial, y una guerra con uno de los mayores exportadores de materias primas para acelerar estancamiento de la economía británica. El elemento más activista del Estado, el banco central inglés, se limitó a rescatar la economía sin alterar sus principios fundamentales inyectando millones de libras e inflando los precios en la bolsa. Mientras tanto, los distintos gobiernos han priorizado la venta a precio de saldo de los últimos activos públicos, construidos por generaciones de trabajadores británicos: desde el servicio de correos hasta la importante labor de rastreo y coordinación ante el covid-19.
El temido repunte de precios energéticos este invierno no es sino la traca final tras décadas atrapados en un modelo económico fallido, basado la utópica e impráctica visión de neoliberales asociados a Hayek y Friedman. Basta comparar el destino de Reino Unido con el de Noruega, dos países que descubrieron amplias reservas energéticas en la postguerra. Sin menospreciar las diferencias entre ambos países, la nación nórdica entendió que aquellas reservas no eran infinitas, y deberían servir de motor público para impulsar otros sectores y alcanzar también objetivos sociales.
Hoy, esos fondos han servido para financiar energías renovables y suplir también al Estado noruego en tiempos de crisis (como el actual). Según los fanáticos del libre mercado, la privatización del sector debería haber traído una bonanza aún mayor a Reino Unido. Y, en cierto sentido, lo hizo. Lo que pasa es que principalmente se beneficiaron el mismo puñado de personas que hoy deciden quien encabeza el Partido Conservador. Hoy, todas las fases de la extracción a la distribución final de energía están privatizadas. Es decir, supuestamente hay un mercado energético competitivo, pero, en primer lugar, algunas de las participantes de este son en realidad empresas estatales de otros países (por ejemplo, EDF, de Francia). En segundo lugar, en puntos concretos como la transmisión existe, por ejemplo, un duopolio sin ninguna presión para aumentar la inversión en innovaciones o servicios para los clientes.
Pese a esta ejemplificante historia, el modelo propugnado por Truss responde a un panfleto escrito en 2012 con el significativo nombre de Britannia Unchained (Gran Bretaña desencadenada). Según la futura primera ministra y sus co-autores, “los británicos son de los más vagos en todo el mundo. Trabajamos menos horas, nos jubilamos antes y nuestra productividad es pobre. Mientras que los niños de India [sic] aspiran a ser doctores u hombres de negocios, los británicos están más interesados en el fútbol y la música pop”. Huelga decir que la propuesta es rebajar impuestos, rebajar el gasto público, reducir costes laborales; es decir, la misma agenda que se lleva aplicando desde hace décadas. La misma Truss, en un seguro homenaje a la edad victoriana, propuso en su campaña eliminar las huelgas obligando a servicios mínimos obligatorios en varios sectores. Lo que no está claro si esa estrategia, que sería más de lo mismo, será la cura milagrosa que calmará las aguas cada vez más turbulentas de la clase trabajadora británica.
La furia pública sin expresión política
El caótico y costoso escenario descrito respecto a la privatización de la energía está presente en otros sectores. Por ejemplo, la privatización de las empresas gestoras de agua se ha traducido en vertidos descontrolados y la contaminación de cientos de playas en todo el país y fuentes de agua antaño potable.
Como resultado, se observa un creciente descontento y movilización en un país donde gobierna el mismo partido desde hace doce años. Los abogados de oficio están envueltos en huelgas intermitentes e indefinidas, por la rebaja efectiva de sus salarios ante la inflación. A estas luchas se unen los trabajadores ferroviarios profesores universitarios, profesores de primaria y secundaria, trabajadores postales, y muchos otros paros menores en el sector público y privado.
También hay un movimiento creciente de desobediencia al pago de la tarifa energética, con más de 150.000 británicos comprometidos a dejar de pagar sus facturas a partir de octubre si el gobierno no toma medidas. El movimiento Enough is Enough, liderado por activistas, intentará focalizar la atención de estas luchas en el problema del coste de la vida, los alquileres, la pobreza alimentaria, la energética y la regresividad fiscal.
Al mismo tiempo, la oposición oficial ha declinado liderar estos movimientos. De hecho, algunos parlamentarios laboristas han sido relegados de sus puestos por mostrar apoyo a los huelguistas. La estrategia del líder post-Corbyn, Keir Starmer, es presentar a su partido como una alternativa segura y fiable para el sector privado. No le faltarán aliados en la patronal. El líder de la Confederación de Negocios Británica, Tony Danker, pedía en vano a los conservadores una política industrial activa con mayor peso del Estado en la economía, que genere nuevos sectores competitivos y deje de lado la primacía de los rentistas financieros.
Al mismo tiempo, como hemos visto, la clave del liderazgo conservador es su pragmatismo. Cuando se han visto contra las cuerdas, los tories han sido capaces de aprobar impuestos a beneficios caídos del cielo, nacionalizar empresas temporalmente, aumentar el presupuesto del servicio nacional de salud o extender ayudas (mínimas) a los hogares más desfavorecidos. Algunas de estas medidas están incluso a la izquierda de las propuestas del equipo de Starmer. Si Truss sigue el guion de sus predecesores, quizá pueda robar algunas propuestas y así anular la propuesta moderada y “aburrida” del nuevo Nuevo Laborismo . Al menos, hasta que el descontento popular tenga traducción electoral y deba dejar sitio al siguiente residente de 10, Downing Street.