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Análisis
Presencia persistente
El 16 de mayo, apenas unos meses después de que Estados Unidos se retirara precipitadamente de Afganistán, el presidente Biden anunció que las tropas de tierra estadounidenses regresarían a Somalia y establecerían una “presencia persistente” en este país, revirtiendo así la retirada verificada durante el mandato de Trump. Su general en jefe para África, Stephen Townsend, atestiguó que desde la partida de Estados Unidos en enero de 2021, la filial de al-Qaeda en el país “había crecido, incrementado su fuerza y multiplicado su audacia”. Después de quince años de entrenamiento del ejército nacional somalí por parte de Estados Unidos y la Unión Africana, este aún no era capaz de defender su territorio. Como respuesta a ello, el equipo de Biden ha recurrido por defecto a la clásica política estadounidense de la guerra interminable. Un contingente de aproximadamente quinientos soldados estadounidenses regresará a Somalia para entrenar y ayudar a las fuerzas somalíes en sus operaciones antiterroristas, cuyo objetivo es matar a una decena de líderes extremistas considerados una amenaza directa para Estados Unidos, sus intereses y sus aliados.
Las intervenciones militares estadounidenses en África sistemáticamente han fortalecido los regímenes represivos, inflamado los conflictos locales y socavado las perspectivas de paz regional. Somalia es un excelente ejemplo de ello. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos ayudó a construir el ejército somalí, a pesar del trato brutal del gobierno a los disidentes. El presidente Siad Barre fue considerado un aliado útil contra el gobierno marxista de Etiopía, al que Somalia desafió en pro del dominio regional. Sin embargo, a principios de la década de 1990 el déspota dejo de ser útil como policía local y Washington suspendió la ayuda militar y económica prestada a su régimen, permitiendo que los señores de la guerra y sus milicias lograran su derrocamiento. Siad Barre huyó a Nigeria y el gobierno central de Somalia colapsó, al igual que lo hicieron las instituciones del Estado y los servicios públicos, mientras la economía formal dejaba de funcionar y el sur de Somalia se dividía en feudos gobernados por señores de la guerra rivales, que chocaron con un movimiento islamista de nuevo en alza. El hambre inducida por la guerra y agravada por la sequía amenazó a gran parte de la población.
Estados Unidos comenzó a tomar partido en lo que se había convertido en una sangrienta guerra civil, favoreciendo a algunos señores de la guerra sobre otros
Preocupado por la inestabilidad regional en el estratégico Golfo de Adén, a través del cual el petróleo y el gas natural de Oriente Próximo llegaban a Occidente, Estados Unidos, respaldado por las Naciones Unidas, lanzó una intervención en 1992, mientras el Consejo de Seguridad autorizaba el establecimiento de una fuerza militar multinacional bajo mando estadounidense para garantizar la entrega de ayuda humanitaria. Esta operación daría lugar el año siguiente a otra misión, auspiciada también por las Naciones Unidas y de nuevo dirigida por Estados Unidos, cuyo objetivo era desarmar y arrestar a los señores de la guerra y a los miembros de las milicias somalíes. Estados Unidos comenzó a tomar partido en lo que se había convertido en una sangrienta guerra civil, favoreciendo a algunos señores de la guerra sobre otros. Como era de esperar, los civiles quedaron atrapados en el fuego cruzado, lo cual produjo innumerables víctimas mortales fruto de los ataques aéreos estadounidenses, que provocaron una furiosa reacción por parte de la población somalí. Cuando dos helicópteros Black Hawk, desplegados como parte de una misión de las Fuerzas de Operaciones Especiales estadounidenses, fueron derribados por las milicias somalíes en octubre de 1993, una masa enfurecida de gente atacó a los soldados sobrevivientes y a sus rescatistas. Dieciocho soldados estadounidenses y cientos de hombres, mujeres y niños somalíes murieron como consecuencia de la violencia provocada por este hecho.
Habiendo conjurado una situación absolutamente convulsa, Estados Unidos se retiró apresuradamente de Somalia. Sin embargo, el surgimiento de al-Qaeda en otras partes de África Oriental suscitó nuevas preocupaciones en la potencia estadounidense. Los atentados con explosivos perpetrados en 1998 contra sus embajadas en Kenia y Tanzania, seguidos poco después por los ataques del 11 de septiembre de 2001, provocaron una mayor colaboración de Estados Unidos con Etiopía, la némesis regional de Somalia. Al mismo tiempo, los grupos islamistas somalíes cosecharon un apoyo generalizado de la población al brindar servicios sociales esenciales como escuelas, atención médica y tribunales, que trajeron cierta apariencia de orden a la zona de guerra. Ignorando las razones del atractivo popular del islamismo, Washington se embarcó en una violenta y contraproducente campaña para erradicarlo, uniéndose a los señores de la guerra somalíes y al gobierno etíope, lo cual contribuyó a imponer un gobierno corrupto en el país en 2004. En 2006, Washington respaldó una ulterior coalición de señores de la guerra para contrarrestar la amenaza islamista y sostuvo la invasión y posterior ocupación etíope del país, que se prolongó hasta 2009. Ello provocó una insurgencia nacional dirigida por al-Shabaab, que originalmente era una milicia de jóvenes organizada para defender los tribunales islámicos rápidamente transformada, sin embargo, en una violenta organización yihadista acreedora del apoyo de al-Qaeda.
al-Shabaab mantiene en 2022 una sólida presencia en el país en ausencia de cualquier aparato estatal en funcionamiento digno de tal nombre
En 2007 al-Shabaab había tomado el control de grandes extensiones del centro y el sur de Somalia, lo cual provocó la intervención de Naciones Unidas, la Unión Africana y los países vecinos. Estados Unidos trabajó en la sombra, lanzando una guerra de baja intensidad contra los operativos de al-Shabaab, mientras desplegaba tropas mercenarias privadas y sus Fuerzas de Operaciones Especiales para entrenar y acompañar a las tropas somalíes y de la Unión Africana en sus operaciones de combate. Los aviones no tripulados y los ataques aéreos estadounidenses mataron a líderes clave de al-Shabaab (sin éxito, ya que fueron reemplazados rápidamente por otros), lo cual hizo que esta organización concentrara cada vez más su atención en los efectivos occidentales, considerando objetivos militares a trabajadores humanitarios, periodistas y a la población somalí que colaboraba con ellos.
Quince años después, al-Shabaab mantiene en 2022 una sólida presencia en el país en ausencia de cualquier aparato estatal en funcionamiento digno de tal nombre. Aunque un nuevo presidente, Hassan Sheikh Mohamud, fue elegido en mayo de este año tras una prolongada crisis política, el gobierno central aún no puede brindar servicios básicos en los territorios que controla. No existe un ejército nacional coherente y las fuerzas de seguridad, al igual que el gobierno civil, están divididas por facciones basadas en clanes que han utilizado su entrenamiento estadounidense para luchar entre sí en lugar de combatir contra al-Shabaab. El gobierno somalí atiende a las élites corruptas, ignorando los agravios que provocaron la insurgencia, mientras Estados Unidos sigue librando su guerra en la sombra. El gobierno de Obama intensificó drásticamente el uso de drones y multiplicó los ataques aéreos para matar a los insurgentes de al-Shabaab, asesinando a cientos de civiles inocentes en el curso de estas intervenciones. En 2013 se introdujeron restricciones para disminuir las bajas civiles, pero su impacto se vio minimizado por la inclusión de una cláusula excepcional aplicable en los casos de “defensa propia”. Una vez en el poder, el gobierno de Trump restableció políticas más laxas sobre las muertes de civiles, intensificando sus ataques antes de retirar la mayoría de las fuerzas estadounidenses presentes en Somalia para desplegarlas en otros lugares. Ahora, el reciente giro de Biden ha cerrado el círculo de la política estadounidense en este país africano.
El problema no es cuántas tropas, aviones o drones debe suministrar Estados Unidos a Somalia, sino, por el contrario, cómo deben resolverse las causas de resentimiento político y económico subyacentes que generan inestabilidad
Se pueden aprender varias lecciones de la nefasta aventura militar de Estados Unidos en Somalia. Una es que esta internacionalizó lo que previamente había sido un conflicto local, fortaleciendo a determinadas facciones extremistas violentas y precipitando la participación de al-Qaeda en el mismo. Lejos de contener el derramamiento de sangre, la intervención exterior lo aumentó, expandiendo la guerra de tal manera que en 2016 esta incluía nuevos actores asociados con el Estado Islámico. Asimismo, las iniciativas de paz gestionadas por actores externos han fracasado repetidamente. Grandes segmentos de la sociedad civil somalí no fueron invitados a la mesa de negociación, se ignoraron los esfuerzos de consolidación de la paz y de la nación efectuados por los movimientos de base y los intereses de los gobiernos extranjeros y de las élites somalíes prevalecieron sobre los de la ciudadanía. En consecuencia, ningún acuerdo negociado ha podido obtener el apoyo popular.
Los asesores de los sucesivos gobiernos de Trump y Biden no se muestran de acuerdo sobre cómo manejar la debacle somalí. El primero llegó a la conclusión de que las tropas estadounidenses debían marcharse, el segundo consideró que debían quedarse. Sin embargo, tanto Demócratas como Republicanos siempre han planteado la pregunta equivocada. El problema no es cuántas tropas, aviones o drones debe suministrar Estados Unidos a Somalia, sino, por el contrario, cómo deben resolverse las causas de resentimiento político y económico subyacentes que generan inestabilidad. Aceptar este hecho requeriría un cambio importante en la perspectiva global. En lugar de entender la “seguridad nacional” como el imperativo de proteger la hegemonía estadounidense contra las amenazas percibidas, exigiría que los responsables de las políticas de Estados Unidos adoptaran un concepto más exigente de “seguridad humana global” centrado en las personas en lugar del territorio, que contemplara el acceso a los alimentos, el agua, la sanidad, la educación, el empleo y la seguridad física, así como el respeto a las libertades civiles y al medio ambiente. Este planteamiento multidimensional reconocería que la seguridad de un Estado se basa en la protección de tales necesidades, tanto dentro como fuera de sus fronteras. El hecho de que el gobierno somalí sea incapaz de atenderlas y garantizarlas permite que florezcan movimientos como al-Shabaab. Sin abordar estas deficiencias, el número de asesinatos selectivos o bombardeos aéreos, por muy elevado que sea, no logrará debilitar la influencia de estos grupos.
Una política exterior más eficaz también reconocería que las organizaciones de base (las cooperativas agrícolas, los sindicatos, los grupos de mujeres y jóvenes) están mejor situadas para comprender los problemas materiales de Somalia y para diseñar sus soluciones. Si las potencias exteriores tienen algún papel que desempeñar para poner fin al conflicto, este consiste en apoyar las iniciativas de paz locales que incluyan a la totalidad de las partes afectadas, esto es, conducir a estos estos grupos de la sociedad civil al diálogo con otros actores fundamentales, incluidas las organizaciones islamistas y yihadistas. Sin embargo, ello sigue siendo una perspectiva lejana. Por el contrario, el reciente anuncio de Biden simplemente ha reafirmado el manual al uso: apoyar un gobierno represivo, lanzar ataques militares interminables que matan a civiles inocentes y comprometerse con determinados señores de la guerra considerados más prometedores para los intereses estadounidenses en virtud de un criterio puramente ad hoc. El fracaso inevitable de esta estrategia demostrará una vez más que no existen acuerdos fáciles ni soluciones a corto plazo para solventar las crisis seculares de Somalia. Sólo un proceso de reforma estructural a largo plazo puede ponerles fin.