Andalucía
Andalucía is not Catalunya

Una respuesta a Cristian Gracia en vísperas del 4D

Andalucía y Catalunya
Manifestación por la libertad de los Jordis el 21 de octubre en Barcelona. Bárbara Boyero
José María Matás
29 nov 2017 21:07

Andalucía no es Cataluña. Económica, social y culturalmente arrojan realidades muy diferentes. Pero igual hay algunas lecciones que pueden extraerse del procés en clave andaluza. Es lo que hizo hace algunos días Cristian Gracia al publicar en este mismo medio un interesante artículo en el que sin ánimo de llamar a la emulación, en algún caso más bien al contrario, subrayaba algunas de las fortalezas y debilidades de un movimiento que puede inspirar interesantes líneas de acción política en el sur. Estimulado por su aportación al debate y más con la intención de complementar su visión que de contradecirlo o refutarlo (aunque sin ocultar alguna que otra importante discrepancia), me he animado a escribir unas líneas que, si bien menos sofisticadas conceptualmente, espero que puedan ayudar a bajar el balón. Para ordenar un poco mi “respuesta” me centraré en algunos de los ítems, reducidos a cuatro ejes, que el autor desarrolla, aunque alterando el orden y añadiendo algunos elementos nuevos. Antes, sin embargo, me permitiré hacer una pequeña radiografía para saber de dónde partimos abordando cuatro dimensiones de la realidad andaluza que pese a operar de forma entreverada aislaré para una mejor comprensión.

Política: a poco más de un año, salvo sorpresa, de que se abran las urnas en Andalucía, la situación política ofrece síntomas de cierta estabilización tras la irrupción plebeya de 2015 que Susana Díaz, de forma muy hábil, supo frenar con un adelanto electoral. El PSOE andaluz parece haber amortizado los escándalos de corrupción y su pacto con C's le ha granjeado cierta tranquilidad institucional a pesar del escoramiento hacia la derecha que esto le ha ocasionado (y que en cualquier caso, no parece haberle generado ningún trauma a un partido más nítidamente socioliberal que socialdemócrata). Sin embargo, los socialistas distan de tener una posición cómoda. La derrota de Díaz en las primarias de su partido tras los Idus de octubre de 2016 ha debilitado la imagen de la presidenta, lo que sumado al desgaste de una formación que lleva más de 40 años de gobierno ininterrumpido y al difuso deseo de cambio de una importante parte de la población andaluza, abren un escenario en el que, como en 2012, la posibilidad de que el Partido Popular, empujado ahora por los vientos de contrarreforma levantados por la cuestión catalana y los tramposos indicadores económicos, vuelva a ser el partido más votado en unos futuros comicios no parece en absoluto descartable. De hecho, si este escenario le quita el sueño a la inquilina de San Telmo se debe a que a diferencia de entonces la probabilidad de que Moreno Bonilla sí encuentre un socio para llegar al gobierno está mucho más a la mano. Nadie duda de que en caso de que PP y Ciudadanos pudiesen conformar una mayoría en la cámara, estos últimos le prestarían sus votos a su aliado natural. Incluso resulta razonable pensar que podrían entrar en un hipotético ejecutivo. Una situación que difícilmente, si nos atenemos a sus manifestaciones públicas, podría darse si fuesen PSOE, Podemos e IU (caminen estos juntos o por separado) los llamados a ponerse de acuerdo. El legítimo rechazo de los morados a buscar entendimientos con el PSOE en nuestra comunidad para no “subalternizarse” cierra la posibilidad de una coalición alternativa, lo que podría generar un efecto colateral indeseado, la concentración del voto (útil) en la fuerza prominente del bloque.

Económica: junto a algunos de los motivos anteriormente esgrimidos, uno de los elementos que mantienen abierta la posibilidad de la alternancia (aunque esta sea tendencialmente regresiva) es la situación económica. Sin duda, la percepción subjetiva respecto a la realidad material, al igual que en el resto del Estado, ha mejorado en los dos últimos años en Andalucía, entre otras razones por una agenda-setting mediática que ha contribuido a oscurecer los dramas sociales -los desahucios sin ir más lejos- que tanto conmocionaron a la opinión pública en el bienio 2012-2013. Sin embargo, frente a la normalización de la precariedad y a la resignada invocación al “tampoco estamos tan mal” los números cantan: tras casi cuatro décadas de “autonomía” el PIB per cápita andaluz apenas llega al 73% del español; nuestra tasa de desempleo supera en 8 puntos a la estatal (cuatro puntos más que antes de la crisis); 97 de cada 100 nuevos contratos en Andalucía son temporales, de los cuales un 70% se concentran en el sector servicios; y, por citar otro dato, casi 3,5 millones de andaluces, el 41,7 %, vive en situación de riesgo de pobreza, 13,8 puntos por encima de la media nacional. Definitivamente hay razones para estar insatisfechos, incluso seriamente cabreados y es precisamente en la canalización de todo este desencanto donde se libra una parte importante de la partida.

Social: ninguna sociedad puede estar permanentemente movilizada y esto, sumado a esa percepción de mejoría de la que hablábamos más arriba -más que a la irrupción de Podemos a comienzos de 2014-, explica el reflujo que siguió al intenso ciclo de movilizaciones del primer bienio Rajoy que, teniendo su epicentro en Madrid, se extendió por toda España. Esto, obviamente, no quiere decir que no haya protestas ni que no exista una fracción de la población que exprese su indignación en las calles ni que debamos desechar o minusvalorar esta vía. Algunas movilizaciones concretas, en torno al ferrocarril, las violencias machistas, la defensa de la educación pública o, especialmente, la sanidad, han llegado a ser multitudinarias, señal inequívoca de la vitalidad de un pueblo que lucha por sus derechos. Sin embargo, esos fuegos puntuales distan mucho de haber desatado un incendio capaz de amenazar el statu quo y no está muy claro en qué dirección pueda encauzarse ese malestar. Tomemos un ejemplo que me parece muy significativo. Si observamos las manifestaciones por la sanidad encabezadas por el doctor Candel (Spiriman) y las comparamos con las de la sanidad madrileña que frenaron las privatizaciones anunciadas por la Comunidad descubriremos muchas coincidencias, pero también importantes diferencias. Unas y otras tienen por objetivo defender la sanidad pública. Unas y otras hacen frente a sus respectivos gobiernos autonómicos y a unas políticas que en ciertos aspectos se asemejan, en un caso el de Esperanza Aguirre e Ignacio González (PP), en el otro el de Susana Díaz (PSOE). Unas y otras eran, son abiertamente transversales. Pero mientras que las madrileñas contaban con un visible apoyo de sindicatos y partidos de izquierda a pesar de carecer de líderes reconocibles o destacados, en el caso andaluz junto a la enmienda a la totalidad al gobierno de Susana Díaz va adosada una impugnación general al sistema de partidos auspiciada por un líder carismático cuyos miles de seguidores afirman situarse más allá de la política, en ocasiones incluso negarla. Así las cosas, parece indudable que estas manifestaciones están llamadas a erosionar al gobierno andaluz, dejando expuestas muchas de sus vergüenzas, pero sin que sea posible determinar, en términos electorales y por paradójico que parezca, a quién terminarán beneficiando.

Identitaria: si observamos la evolución de la identidad nacional subjetiva de los andaluces a lo largo de la última década a través del EGOPA, pronto salta a la vista la estabilidad de un indicador: en torno a dos terceras partes de los andaluces se sienten tan andaluces como españoles mientras que, si tomamos el último estudio publicado hasta la fecha, solo un 12,1% se siente más andaluz que español y únicamente un testimonial 1,4% se siente únicamente andaluz. También se muestra claramente mayoritaria la opción del estado autonómico como forma de organización territorial preferida por los andaluces aun cuando esta fórmula sí ha sufrido un claro retroceso durante los últimos diez años -lo que es común a otras autonomías muy probablemente a causa de la crisis económica-, obteniendo un 49,5% de aceptación frente al casi 70% de 2007. De esta desafección hacia el actual modelo de organización territorial se han beneficiado de forma muy pareja dos opciones que venían siendo minoritarias y que ahora cobran una especial pujanza: la de aquellos que apuestan por una total recentralización, suprimiendo las autonomías (22,3%), y la de quienes por otra parte creen en un modelo federal que dote a las autonomías de mayores competencias (20,8%). Cómo haya podido impactar “la extrema inflamación del significante Catalunya”, en palabras de Enric Juliana, sobre la percepción de que los andaluces tienen sobre sí mismos y sobre su visión del modelo territorial es algo que no podemos todavía calibrar, pero lo que en todo caso se infiere de los anteriores datos es que parece del todo improbable que la mecha del nacionalismo andaluz, no digamos del separatismo, vaya a prender, lo que nos obliga a ser más prudentes si cabe al establecer determinadas comparaciones con el procés. De hecho, todo parece indicar a día de hoy que es más probable que Andalucía se incline del lado de “la España unitaria y conservadora” que de la “pluralista”.

Un horizonte creíble

Este pequeño esbozo igual puede servir de alguna utilidad para evitarnos ciertas trampas. Al fin y al cabo, aunque se puede romper un muro a cabezazos, es más probable que lo que se rompa antes uno sea la cabeza. A partir de aquí, entraré en el contenido del artículo de Gracia empezando por cuestionar una de sus afirmaciones iniciales, o al menos por rebajar sus expectativas. Es allí donde señala que [tras los acontecimientos recientes en Cataluña] “nada será igual en nuestro ordenamiento jurídico ni en el sentido común de época” y, que, por lo tanto, “parece inevitable afirmar que el régimen del 78 está llegando a su fin”. Para empezar, el propio escenario que dibuja más adelante el autor, al señalar que las “fuerzas centralizadoras” (en alusión a PP, C's y PSOE) podrían estar logrando su objetivo de promover “un cierre por arriba”, evidenciarían que el “régimen” lejos de caducar podría estar siendo apuntalado, al menos por unos años, hasta que otra crisis sistémica auspiciada por un nuevo crack económico o un cambio radical, ahora mismo improbable, en la correlación de fuerzas le hiciera aflojar de nuevo las costuras. El fracaso en sus primerísimos inicios del tímido intento de reforma constitucional promovido por el PSOE en contraprestación por su apoyo al 155 (que aparenta dejar en ridículo a Sánchez, pero que al mismo tiempo lo libera para aparentar hacer algo de oposición), la aceptación mayoritaria del papel de la Corona, reforzado en las últimas semanas, la subida en las encuestas del llamado “bloque constitucional” (“bloque del artículo 2” sería más exacto) en su conjunto y particularmente de PP+C's, y el previsible apoyo de PNV a unos nuevos presupuestos generales, sumado al actual clima de opinión y a la ofensiva recentralizadora, no permiten contemplar nada parecido a un proceso constituyente a la vista. Esto por más que muchos catedráticos, intelectuales o meros ciudadanos consideren que el pacto constitucional, especialmente en lo tocante al título VIII, está agotado, por mucho que la financiación autonómica acapare titulares, y por más que las tensiones territoriales no vayan a desaparecer a partir del próximo 21D. Como diría Pérez Royo, ojalá me equivoque, pero todo indica que de lo que se trata ahora es de ver no ya si el “régimen” sino la situación política evoluciona “en un sentido aperturista o regresivo”, sin descartar que tras las presiones de uno y otro lado la vara termine justamente donde estaba y nada cambie: eso sí, habiendo sentado el precedente de a qué se exponen quienes pretendan desafiar unilateralmente al Estado. Aquí es donde Andalucía tiene mucho que decir. Donde más urgente resulta la construcción de ese sujeto político andaluz que haciéndose cargo de lo que hemos señalado más arriba y de la propia heterogeneidad de nuestra tierra, bien apuntada por al autor, sea amplio, transversal y con voluntad transformadora.

Esto pasa, por supuesto, por construir “un horizonte creíble y deseable por parte de la población”. Un horizonte de bienestar que arrinconen el clientelismo, la corrupción, la parasitación de las instituciones, la subalternidad política y el retraso económico tras 40 años de gobierno del PRI andaluz, para dejar paso a una nueva etapa de prosperidad. Promover ese cambio en la cultura política capaz de avanzar posiciones no pasa por decirle la verdad a la gente como si no la supieran (igual que el 91% de los españoles están al tanto de las trapacerías de Rajoy, las andaluzas y andaluces no desconocen menos los desmanes del PSOE-A), ni por asomarles a un barranco de incertidumbre (como la CUP, por ejemplo, con indudable humor, ofertaba para Cataluña) sino por ofrecerles efectivamente un orden alternativo confiable que no suponga elegir entre dos malos conocidos y que sirva al mismo tiempo de dique frente a la involución del autogobierno que se dibuja en el horizonte. En este sentido, pienso con Villacañas y por razones que aquí es imposible desarrollar, que la “institucionalidad federal” es la única capaz de “construir un Estado que no sirva a los 35 valores del IBEX, un Estado que esté al servicio de los ciudadanos y no al de una oligarquía económica poderosa”, la única, en suma, capaz de alcanzar “una democracia económica” que respete la autonomía local sin caer en el cantonalismo y reconozca el papel de Andalucía, por utilizar la expresión de José Luis Serrano, como “sujeto federable” ganado a pulso el 4D, fecha en que los andaluces reivindicaron su derecho a decidir, y el 28F, en que lo ejercieron, así como nuestra condición de “pueblo en el sentido constitucional de la palabra”. La defensa de ese “patrimonio constitucional ciudadano” es algo que no pueden ni quieren hacer ni PP ni C´s, a lo que ha renunciado el PSOE, si alguna vez estuvo en eso -no deja de ser significativo que fuese una presidenta autonómica socialista como Susana Díaz la que se ofreciera a devolver el impuesto de Sucesiones al Estado antes de plegarse al chantaje de su socio C´s y prácticamente lo suprimiera- y que Podemos, al menos su dirección estatal, debe hacer más esfuerzos por comprender. Así las cosas, 134 años después de que en Antequera se presentase un proyecto de Constitución en el que se definía a Andalucía como “soberana y autónoma”, organizada “en una democracia republicana” -como recordaba Isidoro Merino en el 39º aniversario del 4D-, no podemos quedarnos cruzados de brazos mientras se perpetra esa igualación por abajo que algunos están impulsando. Señala Gracia que “el procés no promete el socialismo o la revolución”. Un nuevo sujeto político andaluz tampoco debería para ser exitoso incurrir en esas invocaciones. Bastaría con prometer dignidad.

Nosotros, el pueblo

Frente al elemento de negatividad que ha primado como reacción, por parte del nacionalismo español -pero también desde las filas independentistas al precio de dejar fuera a la mitad de la población-, a lo largo y especialmente en la más reciente fase del procés, no puedo estar más de acuerdo con el autor en que la construcción “de una identidad, de un “nosotros, el pueblo” aplicable a Andalucía pasa, necesariamente, por una construcción positiva”. Ese “definirse o nombrarse a sí mismo de forma suficiente”, del que hablaba Jorge Lago en el artículo que Gracia cita expresamente, es un elemento esencial y en este terreno creo que en Andalucía tenemos terreno ganado. No me resisto para ilustrar este aspecto a traer de nuevo a colación a José Luis Serrano, en este caso no en su condición de catedrático de Filosofía del Derecho, sino como el andaluz profundo y militante que en un bellísimo artículo titulado “Tan vieja y tan nueva: de la verdiblanca y de lo que significan las banderas” narraba la primera vez que vio ondear la bandera andaluza tras la muerte del dictador. En este texto, cuya lectura recomiendo vivamente, Serrano ensaya un ejercicio microscópico y lírico sobre el carácter del pueblo andaluz para concluir que “Hay banderas de estados que se disfrazan de patria y hay banderas de naciones que son matria y nunca han sido estado, ni falta que les hace”. La verdiblanca no sería por tanto “bandera de combate (...) de clarines ni de timbales”. Como los andaluces, “no está hecha para la guerra y los cuarteles, sino para la paz y la esperanza”. ¿Puede existir una afirmación más positiva que esta imagen de un pueblo que camina unido detrás de una bandera como la arbonaida?

La referencia no es fortuita. Me sirve, entre otras cosas, para explicitar mi mayor punto de fricción con lo expuesto por Cristian Gracia en su artículo. Allí donde dice que los “rasgos culturales característicos, para nada inexistentes, no son el hecho diferencial andaluz”, que “Como se reconocía con claridad el 4D, es una cuestión socioeconómica: Andalucía es una tierra empobrecida”.

No puedo compartir esta afirmación. Que Andalucía es una tierra empobrecida es evidente, como demuestran los datos apuntados más arriba. Que el subdesarrollo económico debe servir como palanca del cambio también es innegable. Pero los andaluces no somos andaluces en tanto que pobres, sino en tanto que tenemos una conciencia de pueblo cristalizada a lo largo de los siglos, jurídicamente establecida, constitucional y estaturiamente reconocida y construida sobre un hecho (y un lecho) diferencial (cultural) andaluz con independencia de las condiciones materiales (que igual que hoy son desventajosas, mañana, como ya lo fueron en el pasado, podrían ser diferentes). Sobreestimar, por decirlo rápida y burdamente, el peso de la “infraestructura” podría de este modo resultar un lastre. Porque no es cierto para empezar que hayan de ser los que peor están los que se rebelen. A veces, carentes de herramientas colectivas para retirar su consentimiento o aquiescencia (su “alienación”) sucede justamente lo contrario. Y el caso es que, a poco que observemos, Andalucía es actualmente mucho más una nación cultural, lo que no está escrito en ningún lado, que una nación política, a pesar de que esto figure en el preámbulo y en el título preliminar del Estatuto. Lo sentido prevalece claramente frente a lo normativo. La prueba es que si a un andaluz le preguntan por su tierra dirá: “lo mejor del mundo”, mientras que si le preguntan por su nacionalidad casi con toda seguridad responderá: española (y si le aprietan un poco más terminará diciendo que eso de la plurinacionalidad es cosa de catalanes/separatistas). Es con esta aparente contradicción con la que hay que acabar, no para liquidar una identidad en detrimento de la otra, sino para impedir la vampirización de lo andaluz en manos de un nacionalismo agresivo, el español en su versión restauradora, que niega la diferencia y reescribe selectivamente el pasado.

Así pues, sin el conocimiento y reconocimiento de los heterogéneos y renovados “rasgos culturales característicos” del pueblo andaluz, de su historia, de sus hablas, de sus luchas, de sus alegrías y de sus soleás, de sus símbolos, que se relacionan dialécticamente con esa conciencia de marginación y dependencia, no es posible “conectar con la población, crear identificación y marcar la iniciativa política al resto de actores”. De conquistar, en definitiva, la hegemonía ni de construir ese “sujeto político andaluz ganador”. Sin estas señas no habrían existido ni el 4D ni el 28F. Ese “nosotros” capaz de aglutinar a un trabajador de la faja pirítica de Huelva, a una kelly de un hotel de la Costa del Sol, a un empleado público del SAE, a un pequeño comerciante de uno de los deprimidos cascos antiguos de muchos de nuestros pueblos, a un currante de Astilleros, a una de esas mujeres que no pueden acceder a la titularidad de las tierras que laboran, ese “nosotros”, insisto, piensa y se siente en andaluz. Los libros de Emilio Lledó o María Zambrano, las rimas y ritmos de Gata Cattana o Javier Ruibal, los monólogos de Manu Sánchez, la comparsa de Juan Carlos Aragón, están atravesados por una veta que se percibe a sí misma y es percibida desde fuera ni mejor ni peor, pero sí como diferente. Para los andaluces de hoy Séneca, Adriano, Trajano, Abderramán III, Averroes o Velázquez son tan andaluces, forman tan parte de su acervo, como Blas Infante, Lorca, Picasso o Carlos Cano. Y como su vecino. Y cuando un andaluz se alegra de los éxitos deportivos de una onubense como Carolina Marín, celebra orgullosamente el último avance médico del Reina Sofía de Córdoba, o se estremece cuando ve arder Doñana lo hace en tanto que se siente parte integrante de un pueblo, aunque no sienta la necesidad de colgar una verdiblanca del balcón.

Precisamente fue esto lo que entendió muy pronto el PSOE-A y lo que le ha permitido gobernar durante cuatro décadas ininterrumpidamente. De ahí su éxito a la hora de mimetizarse con las instituciones andaluzas hasta el punto de convertirse en indistinguibles una cosa de la otra para mucha gente. De ahí su astuto uso de los medios de comunicación públicos y del sistema educativo, ese fomento, llevado hasta la caricatura, desactivado su potencial transformador, de “lo nuestro”. ¿Cómo, con los resultados de su gestión económica en la mano, podría explicarse que tal cosa fuera posible? Lo que toca ahora es desatar ese nudo. Saber que se puede ser andaluz de muchas maneras pero que hay algo así como una manera andaluza de estar en el mundo que hay que rearticular políticamente. Que Andalucía está atravesada por una particular manera de vivir la fiesta, por una religiosidad popular capaz de desafiar al “desencantamiento del mundo”, por una necesidad de vivir de puertas para afuera más acusada que en otros territorios, es difícil negarlo. Y solo haciéndose cargo de este sustrato popular podremos empujar en una determinada dirección, yendo del qué somos al qué queremos ser. En este sentido resulta fundamental recordar, como afirma el profesor Gómez García, que esos “rasgos” no son “todos sanos y canonizables”, que “han de ser sometidos al análisis crítico”, discerniendo entre aquellos “alienantes”y esos otros “liberadores”. Apropiarse “crítica y creativamente” de esas señas pasaría entonces, sugiero yo, por distinguir, por ejemplo, que no se pueden poner en pie de igualdad las corridas de toros y el flamenco como símbolos por antonomasia de una Andalucía nueva aun cuando solo sea porque el segundo es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad mientras que las primeras son consideradas por muchos, dentro y fuera de Andalucía, como Patrimonio Material de la Inhumanidad; que debemos aprender que las creencias privadas de cada cual, incluso cuando se expresan públicamente, no deben ser incompatibles con una institucionalidad laica; que la caridad, fuente de consuelo, puede llegar a sel reverso tenebroso de la justicia social. Repito, solo entroncando con ese sustrato y hablando un idioma compartido (con muchos acentos pero común), podremos superar los estereotipos que nos degradan e inmovilizan y construir un “nosotros” que inevitablemente deberá integrar en su seno a los sectores más conscientes y movilizados - a quienes como Paco Vega son capaces de ponerse semanas en huelga de hambre para que se cumpla el artículo 23.2 del Estatuto, ese que dice: “Todos tienen derecho a una renta básica que garantice unas condiciones de vida digna y a recibirla, en caso de necesidad, de los poderes públicos con arreglo a lo dispuesto en la ley”- pero también a los sectores menos politizados de las clases medias y populares, el precariado, los pequeños empresarios y autónomos, las gentes del campo y de la mar, los funcionarios y pensionistas...

Sí, ese nosotros afirmativo tan poco schmittiano, que en parte viene dado, pero que hay que ayudar a contornear y movilizar, que no puede ser una suma de particularismos ni un mero agregado de minorías, no se construye diluyendo los rasgos culturales o tratando de esconder la dimensión antropológica -que Santiago Alba Rico reivindicaría como “conservadora”, y que vendría a complementar, según este autor, a una necesaria dimensión revolucionaria en lo económico y otra reformista en lo institucional. Tampoco puede construirse frente a otros territorios -¿contra esa Extremadura en la que paran los trenes tanto como en Granada o Almería?, ¿contra esa Murcia, reseca y depauperada que hunde su barriga sobre el mapa físico de nuestra tierra?, ¿o contra una Cataluña cuyo 25% de su población o es andaluza o desciende de andaluces?- sino que forja alianzas para derrotar al verdadero adversario, a un “ellos” que no son otros pueblos, sino el poder económico, los privilegios, la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la destrucción ambiental, la discriminación de las mujeres y a quienes los promueven. Un “nosotros” que no espera a que haya en Madrid un gobierno “amigo” ni se recrea en un permanente “traspaso de la culpa” que escamotee las propias responsabilidades e impide que la ciudadanía pueda “juzgar” debidamente a sus representantes, sino que crea las condiciones para vivir mejor aquí y ahora permitiendo con su ejemplo cambiar la correlación de fuerzas en el resto del Estado.

Resumiendo

Encontrar los “significantes vacíos disputables sobre los que poder vertebrar esta diferencia -señala Gracia- es algo fundamental”. Es cierto. Algunos han sido mencionados a lo largo del texto. Es el caso de dignidad. Otros tal vez sería recomendable reservarlos para la literatura científica o los debates entre convencidos. Hablo del “régimen del 78”. Pero, en todo caso, frente a un PSOE amortizado en Andalucía y huérfano de ideas en el resto de España, y a un PP que no tiene más proyecto que apuntalar su patrimonialista visión del Estado en terra electoralmente ignota, ese “horizonte creíble y deseable” podría pasar también por la enunciación de otros significantes que más que vacíos parecerían haber sido premeditadamente vaciados y que urge dotar de nuevo contenido: soberanía, para poder ejercer nuestro derecho a decidir sobre todos los asuntos que nos conciernen y para saber de qué lado estamos ante esa divisoria que separa a quienes piden recentralizar y devolver competencias y quienes, por el contrario, exigen profundizar en la autonomía de comunidades y municipios permitiendo, como señalaban hace poco Ayala y Quaresima, blindar los servicios sociales públicos fundamentales y avanzar en “la idea de un estado federal plurinacional”; cambio, porque un PSOE ideológicamente desnaturalizado y autorreferencial no da para más, porque no podemos seguir acudiendo a los aeropuertos y a las estaciones a despedir a nuestros hijos y nietos, porque mientras la alternancia no llegue a nuestra tierra, la Transición, con sus virtudes y defectos, no habrá sido completada ni podrá dejar paso a otra cosa (aunque sin olvidar que también se puede cambiar a peor y que existen alternativas potencialmente nocivas); democracia: política, por supuesto, descentralizando el poder, acercando la administración a la ciudadanía, abriendo verdaderos cauces de participación, pero también económica, aprovechando los lazos comunitarios, la puesta en valor de una sociedad de cuidados como dique frente al neoliberalismo, contribuyendo de este modo a desarrollar una cultura de la resistencia frente a la inclemente lógica del mercado y acabando con nuestro rol dependiente y periférico dentro de la división europea del trabajo: esa que posibilita, por citar un ejemplo poco conocido, que las batatas de Vélez-Málaga puedan ser adquiridas en los congelados del Mercadona de tu barrio bajo bandera belga; y, por supuesto, pueblo, no en sentido etnicista ni excluyente, no desde un punto de vista esencialista -no hay necesidad de recurrir a las “primitivas energías” que puedan rastrearse desde Tartessos hasta la actualidad y que se habrían “erguido siempre dominantes”, como decía Blas Infante en El ideal andaluz- sino como expresión autoconsciente de una colectividad que, recobrando su autoestima, exige ser reconocida como una comunidad política acreedora de derechos con los que no se mercadea.

Por lo tanto, sí, nos toca ser andalucistas y federalistas (no dar esa “ración anual de Andalucismo”, en palabras de Isidoro Merino, cada vez que se acerca el 28F), aprendiendo de Cataluña que el entusiasmo y las emociones son una poderosa herramienta política, pero también que las identidades múltiples de la gente deben ser respetadas. En nuestro caso, hay motivos para pensar que subdesarrollo económico y nacionalismo español son variables dependientes, por eso a medida que seamos capaces de construir ese sujeto político andaluz del que hablamos no es que vayamos a sustituir unas banderas por otras, lo que en todo caso puede ser una consecuencia más que un objetivo, sino que el estímulo aleccionador de la arbonaida del que hablábamos más arriba se impondrá por sí solo, no ya como mero adorno, sino como realidad vivida frente a la amenaza de aculturación y al neosíndrome del colonizado que nos atenazan.

Ni que decir tiene que el desafío es mayúsculo y a lo largo de estas líneas he procurado no ocultar algunas de las dificultades. Una añadida a la que no me he referido hasta ahora tiene que ver con la posibilidad de que, a diferencia de lo que sugiere Gracia al final de su texto, no estemos ya en uno de esos momentos “calientes” en los que “los momentos de transformación política se juegan o cuantifican”. Momento de agitación, de incertidumbre, sin duda, pero propicio a seguir abriendo brecha lo tengo muchísimo menos claro. Y esto por la sencilla razón de que sin haber prácticamente cerrado un ciclo electoral este mes de diciembre daremos por inaugurado otro con cuatro citas en el horizonte -tres seguras: municipales, autonómicas y europeas- en apenas 18 meses. La saturación, el hartazgo, la desconfianza son otros factores con los que juegan los valedores del continuismo y la involución para salirse con la suya. Un obstáculo más, sin duda, pero una poderosa razón también para dar un paso al frente.

Así que, como escribía hace unos días Juan José Téllez, ha llegado el momento de ponerse flamencos. Andalucía solo podrá ser no como las demás, sino como la que más, cuando la aletargada conciencia de pueblo se abra paso. Quedarse sentados o encomendados a los equilibrios de poder estatales mientras se abre el debate sobre la financiación territorial, cuando se habla de la posibilidad de reformar la Constitución, es darle la razón a aquel Ortega y Gasset que al tiempo que reconocía la extraordinaria singularidad de nuestro pueblo entre las naciones de Europa terminaba soltando esa coz consistente en afirmar que lo característico del andaluz era el “ideal vegetativo”. No fue sesteando como hace 40 años empezamos a conquistar el futuro. La tarea dista mucho de haber acabado.

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La Generalitat Valenciana ha hecho el encargo a Ocide, una empresa cuya matriz está siendo investigada en el caso Azud por pagos “de naturaleza ilícita” al abogado José María Corbín a cambio de contratos adjudicados por el Ayuntamiento de València.