Antimilitarismo
Ucrania, Gernika y el ángel de la historia

Frente al relato de la guerra, la única oportunidad de los de abajo es escribir su propio relato del pacifismo, más humano y veraz, que no ha de ser el de la resignación y el sometimiento ante la tiranía y la injusticia.
Manifestación por la insumisión a las guerras
Movilización en Iruñea por la insumisión a las guerras Ione Arzoz
25 jun 2022 06:20

“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus (…) él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. Tesis sobre la filosofía de la historia. Walter Benjamin

Jo Nesbø, el célebre novelista noruego de noir, publicó al comienzo de la invasión de Ucrania un interesante artículo, “¿Puede el relato derrotar a Putin?”, donde alude a Gernika, el primer bombardeo de la guerra total moderna. En su opinión, un caso paradigmático de disputa por el relato, en el cual la mentira de Franco —la villa vasca fue incendiada por los separatistas y los rojos— fue derrotada por el Guernica de Picasso, una pintura cubista de un artista que vivía en París... Pero, pese a lo seductor de la hipótesis, ¿el mejor relato puede doblegar al enemigo más poderoso? ¿Y hasta qué punto el relato ucraniano puede convertirse en un arma significativa en la (no tan) novedosa ‘guerra híbrida’ contra la invasión rusa? Para intentar responder a esta cuestión vamos a especular sobre qué lección extraemos del storytelling desde cierta perspectiva vasca.

Mirar la situación desde nuestro ángulo vasco puede tener su utilidad; de la guerra civil a ETA, la guerra ha dejado una profunda huella en nuestra tierra, también como batalla por el relato. Lo que parece claro es que, pese a Gernika y los fusilados y desaparecidos, la guerra civil la ganó el bando nacional, y solo como relato moral en diferido fue ganada por la República. Por otra parte, la guerra de baja intensidad entre ETA y los aparatos del Estado, en parte consecuencia de la guerra civil y de Gernika, fue progresivamente ganada por la democracia española, pero solo como complemento de la acción policial, en un mundo en el que el terrorismo yihadista imponía nuevas reglas. Hoy es el día en el que la batalla por el relato de lo que se llamó ‘guerra del norte’, merced a novelas y películas, va a ser ganado definitivamente también por España.

El problema es que el triunfo moral del relato de Gernika no nos ahorró el sufrimiento de la guerra civil y de la dictadura franquista, y quizá solo contribuyó a su definitiva clausura tras la muerte del dictador. Y que, en el fin de ETA, el triunfo aplastante del relato democrático no nos eximió de 864 víctimas mortales (más los heridos, las personas torturadas, las víctimas de la guerra sucia, etc.).

El relato puede socavar o ensalzar posiciones bélicas pero no ganar la guerra a corto o medio plazo. Y, por supuesto, no elimina el sufrimiento, porque en todo relato belicista quien siempre gana es la propia guerra. Esta puede ser la principal lección que podemos extraer de nuestra guerra a la hora de contrastarla con la de un país, Ucrania, que no debiera necesitarla, dado su terrible historial reciente: la guerra de Crimea de 1853, la guerra civil rusa tras la revolución de 1917, la segunda guerra mundial y el Holocausto, el Holomodor, la invasión de Crimea y la revuelta del Dombás.

“En todo relato belicista quien siempre gana es la propia guerra”

En la disputa por el relato ganará aparentemente uno u otro bando pero siempre perderá, invariablemente, el pueblo, más allá o más acá de cualquier bando o frontera. Frente al relato de la guerra, la única oportunidad de los de abajo es escribir su propio relato del pacifismo, más humano y veraz, que no ha de ser el de la resignación y el sometimiento ante la tiranía y la injusticia, ni en Ucrania ni tampoco en Rusia, la patria de Tolstoi, su moderno apóstol. Las luchas de Gandhi por la independencia de India o de Martin Luther King por los derechos civiles en Estados Unidos nos mostraron la fuerza de la no violencia activa. La Primavera árabe, el 15M o las revoluciones postsoviéticas siguieron en algunos casos esa estela, como en cierta medida lo hizo la revolución naranja de Ucrania en 2004. Una forma de lucha que no elimina por completo ni el sufrimiento ni las víctimas, pero los minimiza, y que solo puede tener éxito a largo plazo si renuncia a la tentación de la escalada bélica.

En este sentido, el envío de armas a Ucrania solo es una lamentable consecuencia del ensalzamiento del relato de la guerra —alentado por el militarismo ofensivo de Putin y defensivo de Zelenski—, que solo puede contribuir a incrementar la barbarie y la destrucción. Gane quien gane esta guerra —si es que la gana alguien— solo sembrará la semilla del odio y el rencor para la próxima, y así seguirá el ciclo de la violencia. La única oportunidad de darle la vuelta a esta deriva belicista pasa por renunciar al relato y a la propia (i)lógica de la guerra y empezar a escribir un nuevo capítulo de la paz, por imperfecta que sea.

Así las cosas, una estrategia pacifista global por la desafección y la deserción contra Putin, protagonizada desde el interior de Rusia, parece la única garantía de volver al camino del diálogo y la sensatez. Dejemos de escuchar las arengas de la OTAN y enviemos, además de ayuda humanitaria, y en vez de armas, los manuales de lucha no violenta de Gene Sharp y bombardeemos las ciudades rusas con novelas pacifistas como La sal de la tierra, del ucraniano Jósef Wittlin, una denuncia contra la deshumanización del ejército y, como él lo denomina, el “cadaverismo” propio del ardor guerrero.

No obstante, quizás todos nuestros buenos e ingenuos propósitos se estrellen contra el ensordecedor relato belicista que provoca la maquinaría de la guerra en marcha. Esta posición, a todas luces minoritaria, solo merece la burla de propios y extraños, algunos asustados y bienintencionados, pero poseídos por el delirio bélico. Sin embargo, aunque sea testimonial, debemos mantenerla apoyando una campaña internacional por la insumisión a los ejércitos y la acogida a los desertores. Una iniciativa que complemente con aliento solidario las protestas de los pacifistas rusos y acciones no violentas como las de la ciudad ucraniana de Jersón.

Después de la guerra incivil y de los fusilamientos, de 40 años de represión franquista, del maquis y de ETA, de la guerra sucia y la tortura, pero también de la campaña por la insumisión y de las luchas no violentas y contra las guerras de Iraq en Euskal Herria, esta puede ser nuestra modesta ofrenda al pueblo ucraniano y ruso, en verdad el mismo pueblo bajo el único imperio del Estado y el Capital: más vale una paz improbable que una buena guerra.

Nuestra tierra, como tantas en Europa, es un puro zurcido de viejas guerras y rebatiñas recientes; el viejo Reyno conquistado con ayuda de nuestros hermanos vascongados, todo un siglo devastado por las guerras carlistas, atravesados por la guerra civil española y sus consecuencias: divididos entre dos países y tres administraciones, con una fractura étnica y cultural, seguimos siendo un foco, ahora atemperado, de permanente conflicto. Pero, creo, hemos aprendido, duramente que, pese a todo, el pacifismo ha de ser nuestra narrativa y la política —incluida la no violencia activa y la desobediencia civil— el único camino de transformación a largo plazo.

El ángel de la historia

En el verano de 1929 dos artistas vanguardistas de nacionalidades enfrentadas, el ruso Vasiliy Kandinsky y el alemán Paul Klee, visitaron Euskal Herria. El viejo sueño de Klee de visitar “donde crecen los goyas” y poder contemplar la serie de grabados Los desastres de la guerra por fin se cumpliría. Se fotografiaron en la playa de Hendaia, recorrieron Bidarte, Getaria, Azpeitia, Loiola, Hondarribia, Zarautz, Donostia, se pasearon por Iruñea, donde visitaron la Catedral, compraron postales y tomaron café en la plaza del Castillo. Transcurría el final de los locos años 20, el último periodo pacífico de entreguerras, la calma antes de las tempestades de acero que se desatarían, de nuevo, justo en aquella provinciana plaza porticada en el verano de 1936.

Kandinsky, moscovita criado en Odesa, se exilió primero de los rusos en Berlín y luego de los alemanes en París. Klee, veterano de la primera guerra mundial, huyó a Suiza y posteriormente a Nueva York. Ambos, denigrados por el nazismo por su “arte degenerado”, fueron los inventores de la vanguardia abstracta e impulsores de la Bauhaus, la escuela de un nuevo imaginario estético trufado de libertad y pacifismo, corriente que tanta influencia tuvo en la postguerra española, incluido Oteiza entre los “irredentos kleeianos”, según los llamaba Alfonso de la Torre.

“Más vale una paz improbable que una buena guerra”

“Estamos en abril de 2022 pero parece que estamos en abril de 1937 cuando todo el mundo conoció Gernika”. Volodímir Zelenski, el presidente de Ucrania, evocó en su comparecencia del 6 de abril ante el Congreso español el bombardeo de Gernika, lo que provocó una polémica tan llamativa como superficial. El bombardeo de un hospital materno infantil y un teatro en Mariúpol o la matanza de Bucha parecen relacionar ambos momentos de la historia, no por su relevancia bélica sino como históricas batallas por el relato. En este escenario de ‘guerra líquida’, en el que la desinformación, las fake news, la ciberguerra y la propaganda se mezclan, frente al payaso triste y brutal de Putin, en su papel de airado zar imperial Iván el Terrible, el simpático cómico Zelenski, inopinado general de la Rovere, bordaba su papel de presidente y jugaba la baza sentimental de la villa vasca martirizada para conmovernos. Mientras, su ministro de Defensa reconocía en la sede de la OTAN que “mi agenda es muy simple, solo hay tres asuntos en ella: armas, armas y armas”.

Sin embargo, el verdadero relato de Gernika es otro muy diferente: el de su Museo de la Paz y el de la asociación Gernika Gogoratuz, el de la fábrica de armas Astra, reconvertida en centro social autogestionado, el del veterano antimilitarismo y la radical insumisión, el de la memoria histórica y el de todas las originales iniciativas por el proceso de paz. Un relato que no gana guerras pero sí la profunda resiliencia de la convivencia vasca como work in progress.

Frente a la realpolitik de la guerra y de la muerte, el ángel de la historia (maldita historia), con la lección del relato de Gernika en el corazón, grita de nuevo entre las ruinas de Ucrania. Mientras Goya y Picasso, Jósef Wittlin y Tolstoi, Kandinsky y Klee y Benjamin, feministas y pacifistas, como Rosika Schwimmer, protagonista de La vida anterior de los delfines, la última novela de Kirmen Uribe, las madres y compañeras insumisas de Iruñea, y tantas víctimas anónimas de todas las guerras, reclaman la nuda vida.

Gernika museo
Visitantes en el Museo de la Paz de Gernika Ione Arzoz


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