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Arte
Egreso y regreso de Jabi Villarreal, paisajista crítico
Matt Colquhoun, en su ensayo Egreso. Sobre comunidad, duelo y Mark Fisher, nos habla del egreso como “acto latente de escape”, capaz de generar el espacio de duelo creativo que se abrió tras el suicidio en 2017 del teórico de la cultura Mark Fisher, ya que “será posible ver que las nuevas e intensificadas prácticas de comunidad y cuidado, que tan a menudo brotan desde el interior de las comunidades en duelo, pueden extenderse y efectuar cambios más allá”. A los 3 años de la temprana muerte del artista navarro Jabi Villarreal (1962-2019) también se produce un espacio de duelo creativo en torno a su figura y su trabajo gracias a sendas exposiciones: Una cartografía de imaginarios y paisajes críticos. Jabier Villarreal 1962-2019, modélica retrospectiva sobre su obra plástica en el Museo de Navarra hasta el 4 de septiembre, por un lado, y Jabi Villarreal, entusiasta muestra colectiva de profesorado y exalumnado vinculado a la facultad de Bellas Artes de Leioa, por otro, recientemente finalizada en el Palacio Condestable. Ambas exposiciones simultáneas ponen de relieve no solo el aprecio y el carisma que concitaba sino la relevancia de una obra fundamental sin la cual ya no se entendería la transformación del arte vasco contemporáneo en el cambio de siglo.
Jabi Villarreal, formado en la facultad de Leioa, en la que impartiría clases de la nueva asignatura de dibujo tecnológico, forma parte de una generación de artistas vasco-navarros cuya piedra de toque fue la incorporación diversa y crítica de las nuevas tecnologías digitales. En cierta medida a partir de la experiencia pionera de Xabier Morrás con la fotografía y acompañada por el renovador enfoque del historiador del arte catalán Joaquim Dols, artistas como Xabier Idoate o Patxi Araujo, entre otros, ha impulsado diferentes vías de aproximación al acontecimiento tecnológico en el arte vasco. En su caso fue lo que denominé como “arte híbrido”, caracterizado por la combinación de procesos digitales y técnicas tradicionales en dos dimensiones y que tuve la fortuna de desentrañar con su ayuda en los catálogos de sus exposiciones, en la zona central de su trayectoria: Encapsulated Landscapes (2003), Mil cosas suaves sin nombre (2006) y Paralelo 42 (2007), así como en algunos artículos en la prensa.
Pero ¿cual es la singularidad de su aportación al arte vasco de comienzos del siglo XXI? En mi opinión, la potencia de una mirada arraigada y crítica al territorio a través del caleidoscopio de los procesos digitales -la alquimia de su “marmita digital”-, resignificados o lacerados por el gesto expresionista. Jabi Villarreal fue un paisajista crítico atravesado por una veta romántica -incluso cuando le tentaba cierta cartografía conceptual-, a la hora de interpretar las vistas del río Arga a su paso por Huarte, la arqueología industrial de la mina de Potasas en Beriain, las fantasmales Salinas de Añana, los rascacielos de Chicago y Nueva York, las tomas cenitales de Google Earth de la berma (el muro marroquí en el Sáhara occidental), o los monumentos de la Roma imperial. Más allá del deslumbramiento técnico del plotter o del Lidar, su grafismo rabioso o su actitud personalísima de pintor airado se imponían.
La obra de Jabi Villarreal, artista de vocación investigadora, insuficientemente valorado hasta ahora, constituye una demostración sensible de cómo desde el propio tecno-arte híbrido se puede experimentar una perspectiva humanista sobre el territorio progresivamente devastado. Una mirada capaz de mostrar el abandono del hábitat rural, criticar la industrialización desaforada, denunciar la guerra y la injusticia o cuestionar la turistificación, pero sin convertirse en un panfleto impostado, sino elaborando la arriesgada complejidad que provoca su vivencia contemporánea. Su mirada comprometida con el paisaje humanizado, paralela al desarrollo del ecologismo vasco forma parte ya, junto a la de algunos artistas de su generación, de nuestro acervo colectivo.
La obra de Jabi Villarreal demuestra que desde el propio tecno-arte híbrido se puede experimentar una perspectiva humanista sobre el territorio progresivamente devastado
No obstante, de todo lo reseñable de su trayectoria artística y vital, me gustaría destacar quizá su aportación menos conocida: al pacifismo desde el mundo del arte. Como nos recuerda Alex Carrascosa en su imagen de un círculo de sillas en el Palacio Condestable, Jabi Villarreal participó activamente en iniciativas expositivas como Una salida es posible y en las acciones del grupo de artistas Artamugarriak, a favor del proceso de paz vasco, en la acción Bardenas-Tibesti, en el Polígono de tiro, o en aquella Carta abierta a ETA que publicamos en 2007. En el ciclo de encuentros y desencuentros que vivimos entre el arte, el activismo y la política, una personalidad que combinaba aparente rudeza y siempre humor y calidez, supo transitar desde la denuncia plástica de la violencia policial al camino de la noviolencia activa. Gracias a su granito de sal gandhiana, ese “espacio-tiempo para la paz” que en su día proclamaron Chillida y Oteiza, es hoy una realidad en construcción en nuestra tierra. Como proclaman roncaleses y baretoneses cada 13 de julio en el Tributo de las tres vacas, uno de los tratados de paz más antiguos de Europa, y que tomamos como divisa en Artamugarriak: Pax Avant! La “militancia débil” que profesó, desde la CNT al pacifismo, y siempre con el arte, la enseñanza o la investigación, nos deja un buen sabor de boca.
En Conversando sobre arte híbrido con Jabier Villarreal. Una verdadera entrevista falsa ya en 2003 Jabi Villarreal evocaba a través de su serie El triunfo de Brueghel, casi premonitoriamente, el inexorable triunfo de la muerte, como el reverso de una vida breve y arrebatada, pero emocionante y fructífera, experimentada siempre con serenidad: “Sí (...) hay una presencia que se advierte sutilmente: es la muerte, pero no como acontecimiento trágico, sino con la naturalidad con la que aceptamos el cambio de estación, del verano de la vida al invierno de la muerte. Y estos paisajes congelados son los paisajes de la muerte, los paisajes que me imagino vería un moribundo. En ellos aparece la fría belleza de la nieve y de la muerte”. Una percepción que compartimos en aquel generoso Espacio Zubiarte, dirigido a propuestas heterodoxas, que abrió en el sótano de su vivienda huartearra, cuando acogió mi exposición El arte de la muerte en 2004, y que ahora cobra un inesperado y más hondo sentido como interpelación colectiva y personal.
Egreso y regreso de Jabi Villarreal: la comunidad artística vasca -tan disfuncional y errática en estos tiempos posGuggenheim-, comparte su duelo no desde la hagiografía o el lamento vacío, sino trasmutando la depresión colectiva que provocó una pérdida singular en una nueva oportunidad para recrearnos en el difícil arte de la vida y de la muerte.