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Centrales nucleares
La vida tras Chernóbil
Treinta años después del desastre de Chernóbil, los habitantes de la localidad fronteriza de Orane siguen conviviendo con los estragos silenciosos de la radiación.
Anatoly Polevic dice que le duelen los pies, aunque no tiene piernas. Se las amputaron después de padecer gangrena diabética, agravada por las altas dosis de radiación nuclear que recibió cuando fue liquidador en Chernóbil.
—Yo sé que no me estoy volviendo loco. Solo a veces me planteo si la radiación también me ha afectado al cerebro.
La gangrena empezó por los dedos del pie izquierdo. Un dolor sordo que poco a poco fue avanzando, comiendo tejido, ennegreciendo la piel, hasta que llegó al muslo y el médico decidió cortar.
Pasaron seis meses, durante los que estuvo en recuperación física y psicológica, asimilando la pérdida y adaptando el paso a un solo miembro, cuando llegó el día en que los mismos síntomas se reprodujeron en el otro pie. El resultado son dos muñones a un palmo por debajo de la cadera, pero él insiste en que sigue sintiendo las piernas: “Incluso tengo cosquilleos”.
Anatoly, de 72 años, vive en la pequeña aldea de Orane, fronteriza con la zona de exclusión de Chernóbil, Ucrania. Durante los cinco años posteriores a la catástrofe trabajó en la descontaminación nuclear. Al preguntarle por qué lo hizo, a pesar del peligro, responde encogiendo los hombros: “Alguien lo tenía que hacer”.
Además de la motivación patriótica, también hubo una económica. Las autoridades soviéticas le prometieron un coche, una casa y suficiente dinero como para un retiro digno. Pero cuando empezaron los dolores tan solo acumulaba diplomas y otras condecoraciones de la URSS.
—Ahora no tengo coche, ni casa, ni trabajo, ni piernas. Tengo diplomas de un Estado extinguido.
El Gobierno de Kiev le paga 100 euros mensuales. Con ello, asegura, no le da ni para cubrir los gastos en medicinas. Su mujer, Olga, se ocupa de él, pero los dolores de espalda también la persiguen. Ya no tiene fuerzas para cargar con el cuerpo de su marido. De modo que el cuarto de Anatoly se ha convertido en su propia cárcel. Pasan días, incluso semanas, hasta que su hijo viene de visita. Entonces lo monta en una silla de ruedas, lo ata con cuerdas y salen de paseo.
—¿Qué le viene a la mente con la palabra “Chernóbil”?
—Radiación
—¿Y con “radiación”?
—Nada. No se ve, no se oye… Solo sé que causa dolor y destrucción.
Es difícil comprender a este enemigo invisible que lo impregna todo desde aquel fatídico 26 de abril de 1986, cuando el reactor número cuatro explotó y liberó a la atmósfera toneladas radioactivas. Ni siquiera Anatoly lo entiende, a pesar de que estuvo entre los 600.000 liquidadores que expusieron sus vidas para evitar el cataclismo nuclear.
Sin embargo, no pudieron evitar que la nube radiactiva se esparciera por media Europa. Treinta años después, nueve millones de personas viven en territorio contaminado entre Ucrania, Bielorrusia y Rusia.
Pero ¿cómo tener miedo a la vegetación, a la lluvia, al viento y a la luz? Los habitantes de Orane sienten esta especie de muerte en gestación dispersa por todas partes: en los huertos y jardines, en las corrientes de agua y de aire, en el interior de las casas, en las entrañas de las personas. Se trata de una muerte tan privada de forma que involuntariamente toda resistencia carece de sentido.
—Al principio nos dijeron que bebiéramos leche —cuenta Anatoly—. Después que no, porque estaba contaminada. En cambio “beban agua”, nos aconsejaron. Agua en abundancia para hidratar el cuerpo y que las partículas radiactivas sean expulsadas por la orina y el sudor. Más tarde vinieron con que el agua también estaba contaminada, especialmente la de los pozos y los tanques. Así que “no hagan nada en particular, nada diferente, como si nada hubiera pasado. Sigan con su vida normal”. “A ver, ¿entonces en qué quedamos?”, pregunté yo.
La gente estaba confundida y la ansiedad excesiva fue acompañada de una falta de atención a las precauciones, como evitar el consumo de hongos, bayas y la carne de los animales de caza. Los altos niveles de radionucleidos, como el cesio-137, depositado en el suelo, se incorporan a las plantas y animales y luego llega al hombre a través de la cadena alimenticia.
Nina Ivanova tiene 60 años, 43 de ellos los ha dedicado a cuidar de los vecinos de Orane. Es médico. Su consulta está en el centro de la aldea y es tan fría que parece un congelador. Esta mujer de ojos azules y voluntad de hierro se pone cada mañana su bata blanca y recibe a los pacientes hasta mediodía. Por la tarde sale a visitar a los enfermos que no se pueden mover de sus casas.
A Nina ya le tocaría retirarse, disfrutar de una jubilación bien merecida, pero no deja de preguntarse: “¿Quién cuidará a mi gente cuando yo no esté?”. En todo este tiempo solo les ha fallado una vez, y no por voluntad propia.
Hace tres años le diagnosticaron cáncer, de lo mismo que murió su marido hace 14 años y que en esta zona “es tan común como en Europa un constipado”. Ivanova se sometió a un agresivo tratamiento de quimioterapia y en cuanto pudo regresó a su consulta. En su escritorio de madera hay un cuaderno donde apunta el nombre, la fecha de nacimiento y el día de la visita de cada paciente. A un mes para terminar el año van 2.037.
Al preguntarle en qué ha cambiado Orane en los últimos 30 años, deja vagar su mirada por la ventana y responde sin retirar la vista de la inmovilidad del paisaje cubierto por la nieve: “En nada y en todo. Estéticamente sigue siendo el mismo lugar donde nací: los mismos árboles, las mismas casas, pero cada día hay menos jóvenes, menos alegría”.
Pero en este rincón olvidado del mundo también se celebran los cumpleaños. Hoy es el de Anatoly, que, inmovilizado en la cama, escucha a su mujer trajinar por la casa desde las primeras luces del día. Sentados sobre taburetes alrededor de la cama, todos hablan, brindan y comen excepto el viejo liquidador, que permanece con la mirada ausente. Finalmente una vecina consigue sacarlo del letargo: lo anima a formular un deseo. Entonces el hombre agarra un vaso relleno de samogón, un licor casero, levanta la vista y da un trago largo.
—No tengo nada concreto que pedir. Estoy a favor de la resignación.
—Pues yo sí —dice ella—, a favor de la alegría, aunque no importemos a nadie.
—Menos mal que existe el vodka —comenta Anatoly entre risas, para concluir—, y que no sabemos nada.
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Mis repeto mas profundo para todas estas personas, que arriesgaron su vida en beneficio de los demas, son hombres y mujeres solidarios y merecen que la Comunidad Internacional de Derechos Humanos les asista en su precaria situacion, tanto fisica como economica, para aliviar de alguna manera su situacion, gracias a todos eelos y ellas por su valor y entrega, un abrazo y muchas gracias de nuevo