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Ciclismo
Classics Wars: El retorno del ‘flandrien’
Hace mucho tiempo, en una galaxia lejana, muy lejana... Hay itinerarios sagrados en el mundo del ciclismo. Son pocos. La mayoría de recorridos terminan sucumbiendo con el paso del tiempo, modernizando e reasfaltando sus kilómetros. Perdiendo su esencia. Hay algunos que, sin embargo, siguen fieles a su origen y conservan el encanto de épocas anteriores. Son los monumentos del ciclismo, por su orden en el calendario ciclista actual: Milano-Sanremo, De Ronde Van Vlaanderen, Paris-Roubaix, Liège-Bastogne-Liège y Giro di Lombardia. Tercer capítulo.
La imagen más conocida de Francesco Moser es la de un ciclista sobre la innovadora bicicleta con la que destrozó el récord de la hora en Ciudad de México. Una faceta, solo eso. Y a pesar de nuestra memoria, Moser también ganó un Giro, el de 1984, una carrera marcada por las influencias para que ganase un italiano ante Laurent Fignon, el ganador moral de esa edición del Giro. Público, helicópteros que empujaban el viento durante las cronos, Moser debía ganar por lo civil o por lo penal. Y así hizo.
Pero hay una tercera faceta: las clásicas; porque ese ciclista elegante, de rodar agresivo y tremenda ambición, tiene en su palmarés seis monumentos: tres Roubaix, dos Lombardías y una San Remo. Moser es el tercer mejor ciclista de la historia sobre los adoquines del Infierno del Norte, donde solo es superado por De Vlaeminck y Boonen, en un tiempo donde grandes nombres competían por las clásicas. Especialmente uno, Roger de Vlaeminck, ese llamado El Gitano, corredor que nunca tuvo amigos, ni en su propio equipo.
Así, en la Roubaix de 1978, Moser, arco iris en las espaldas, se presentó ante Monsieur Roubaix, Roger De Vlaeminck. Ambos en el mismo equipo. Moser, listo como él solo, jugó sus bazas. Realizó dos ataques, uno primero a 23 de meta y después a 18 para romper la resistencia de Maertens y Raas, mientras la influencia de De Vlaeminck se hacía notar entre el resto de favoritos. Moser llegó solo al Velódromo más famoso del ciclismo.
Dicen que cuando De Vlaeminck llegó a la meta, echaba humo. “Este tipo es un desagradecido” escupía por la boca. Fruto del enfado, El Gitano cambió de equipo y se fue al GIS. En 1979, Moser, ganó por la mano otra Roubaix. Y en la edición de 1980 renovaría la corona en El Infierno del Norte después de reaccionar a un ataque de lejos protagonizado por Thurau. Moser arrastró a De Vlaeminck y Duclos Lasalle. Acabarían cediendo ambos. Fue la tercera (1978, 1979 e 1980) Roubaix. Moser, Signore Roubaix, también ganó dos Lombardías y una San Remo entrando solo en Vía Roma, tras un arriesgado descenso en el Poggio.
Hay quien dice que para ganar en Roubaix son necesarias experiencia, fuerza y suerte, buena suerte. Hasta 1983 Hennie Kuiper fuera nueve veces top ten en sus diez participaciones que tuviera en la Roubaix y ese año estaba dispuesto a cambiar la historia. Llegaba mejor que nunca, después de un inverno con lluvia y frío, con jornadas que le costaban años de vida normal y deportiva. El pelotón salió a mil por hora y hasta Arenberg el desgaste fue tal que las piernas de los corredores comenzaban a pesar. Del bosque de Arenberg salieron escapados 16 unidades. Entre otros, Francesco Moser, Gilbert Duclos-Lasalle, Yvon Madiot, Alain Bondue, Stephen Roche y el propio Kuiper que creyó necesario romper aquello cuanto antes a la vista de su pobre sprint. Dicho y hecho, en el carrefour L'Abre, Kuiper puso toda la carne en el asador, era un todo o nada.
Kuiper marchó solo y cogió unos metros sobre los perseguidores. El holandés volaba hacia la meta. Parecía que el triunfo que necesitaba su palmares estaba a punto de llegar. Sin embargo, a seis kilómetros de meta un fotógrafo en la cuneta salió a la calzada. Kuiper trató de esquivarlo y, en el intento, reventó el tubular en un hueco entre los adoquines. Otra vez, los fantasmas del pasado aparecieron, pero en esta ocasión los coches aparecieron rápido y arreglaron la avería con tiempo suficiente para llegar solo, lleno de polvo, con la boca seca, al Velódromo más querido del mundo.
Pero con Hennie Kuiper estamos hablando de un corredor ganador de 4 de los 5 monumentos. Por detrás de Van Looy, Merckx y De Vlaeminck; solo Sean Kelly y él pueden presumir de estar un escalón por debajo. Y la última de estas victorias, la más inesperada, fue en marzo de 1985 cuando tenía 36 años. En la salida de San Remo nadie contaba con Kuiper; los favoritos eran Kelly, Vanderaerden y Franceso Moser. Los corredores con un poderoso sprint tenían un poco más complicada la victoria por la introducción de la Cipressa en el año 82, que hacía más duro el recorrido.
Ninguno de los intentos de escapada dio sus frutos ese día hasta que el terreno entre la Cipressa y el Poggio; entonces atacaron Kuiper, su compañero Van Vliet y Silvano Riccó. Llegaron a los pies del Poggio con unos segundos de ventaja. En los primeros metros de la subida, Kuiper quedó descolgado. El pelotón estaba a más de medio minuto. Van Vliet a pesar de tener a su compañero Kuiper detrás, tiró toda la subida al Poggio y después dirigió el descenso que conduce a la meta. Las diferencias parecían suficientes, pero en los tornanti aparece Kuiper lanzado en la persecución. Y justo en el momento donde acaba el descenso al Poggio, Kuiper enganchó con la cabeza de carrera. Ni un segundo de duda. Continuó hacia adelante. Riccó quiso reaccionar, pero ya era demasiado tarde. Ya no pudo cogerlo. En el paso de la pancarta del último kilómetro, la carrera estaba decidida. Kuiper tiene tiempo de celebrarlo en la recta final. Emocionado, va a ganar su último monumento, el cuarto. Quedando a un paso de ganar los cinco, solo falló en Liège, curiosamente el monumento que dicen que era más afín a su estilo. Hennie Kuiper, un ciclista que podemos llamar de culto.
En la Van Vlaanderen de 1985, el cielo y el clima pactaron contra los insensatos que pusieron un pie en la plaza de San Nicolás para tomar la salida. De los 173 que salieron, solo llegaron 24. En el pelotón siempre hubo rebeldes y Hennie Kuiper quería evitar una llegada en grupo como fuese. Lejos, incluso antes del Muur, Kuiper se fue por delante tomando una distancia hasta que el equipo Panasonic reaccionó. Phil Anderson y Eric Vanderberden marcharon en la búsqueda de Hennie, cogiéndolo antes del Muur. Subiendo este, sin solución de continuidad, Vanderaerden se fue por delante y aprovechó el lastre de Anderson sobre Kuiper para ganar en solitario su De Ronde.
Dos años después, en Roubaix, todos miraban a Sean Kelly y a Eric Vanderaerden. Aquella carrera fue un barrizal insufrible. Las caídas aparecieron cuando menos eran esperadas. Kelly, de amarillo KAS, cayó al suelo porque Thierry Marie cayó delante. Justo en ese instante, Vanderaerden se fue en solitario del grupo principal, pensando que los de delante escapaban de su alcance. Vandearden hizo cálculos para cumplir con precisión con el guión: a veinte de meta salta, coge a los escapados a cinco kilómetros después y gana en la recta de meta, que ese año no fue en el Velódromo. Tan fácil de decir como imposible de hacer para la mayoría.
La era de Sean Kelly
Pero si hubo un ciclista que dominó el arte de las clásicas en los años 80, ese fue Sean Kelly. Discreto, adusto, trabajador, solitario, un flandrien nacido en Irlanda. King Kelly bebió de un tiempo, de un pasado, mostrando las marcas de un deporte llegado de lejos, heroico, sin guantes, sin artificios. Quizás por eso, Kelly tardó en lograr su primer triunfo importante. Fue en el Giro di Lombardia de 1983, con 27 años. Sean dio cuenta de Greg Lemond, un americano que era la antítesis de Kelly.
Kelly siempre fue de fuerza, de cuanto peor mejor, de carreras con lluvia, barro y resistencia medida en toneladas de pasión
En 1984, abrió su cuenta en Roubaix, mostrando un control total de la situación, saltando a 45 kilómetros de meta junto a Rudy Rossiers, quien sería su sombra hasta el velódromo donde fue batido. En 1986, se impuso en Roubaix a Van der Poel y Dhaenens en el medio del malestar del público que vio la meta fuera del Velódromo por intereses comerciales y publicitarios. A los pocos días de ganar su primera Roubaix acuñaba su nombre en la decana, en Liège. Claude Criquelion, el ídolo local, no pudo con Kelly porque Kelly era sencillamente mejor.
Ciclista total, las piernas de Kelly dieron para ganar dos Lombardías, aunque fue la Milano-Sanremo la carrera que mejor se ajustaba a sus costuras. La classicissima cayó en su casillero dos veces. La primera en 1986, desgastando a los rivales en la Cipressa y rematando en el Poggio. Sean se impuso a Greg Lemond e Mario Beccia. El americano parecía un modelo aeroespacial: gafas enormes que cubrían toda la cara, pedales automáticos, inventos que acabaron extendiendo su uso en todo o pelotón. Pero ese Lemond fue segundo. El primero fue Sean Kelly. Kelly no llevaba gafas, tampoco casco, no lleva calapies, no. Porque Kelly usaba escarpines, siempre negros, sujetados con correas. Como levaba Coppi, Merckx o De Vlaeminck. En 1986 Kelly comenzaba a ser una rara avis en el pelotón.
El 21 de marzo de 1992 fue la Milano-Sanremo. Nada menos que la primavera, la classicissima. Kelly tenía, aquel 1992, 35 años. Un campeón maduro, representante del pasado. Un corredor que era poderoso en el sprint, en los adoquines o en las cotas. Inaccesible, huraño, arisco, tan solo fallaba frente a las cámaras de televisión. Llevaba puesto el maillot del PDM, equipo con aires modernos y demasiado cientificismo. Aquel no era el ciclismo de Kelly, no. El siempre fue de fuerza, de cuanto peor mejor, de carreras con lluvia, barro y resistencia medida en toneladas de pasión. Para un flandrien de pura raza, con pedigree como él, demasiados avances técnicos y, también, médicos.
A comienzos de los 90 la Milano-Sanremo acostumbraba a decidirse en el Poggio, atacando y marchando en solitario o conformando un pequeño grupo para resolver en el sprint. Y la edición de 1992 siguió el guión; en el Poggio saltó el máximo favorito, Moreno Argentin, que llegó a la cima del Poggio con 10 segundos de ventaja. Quedaban tres kilómetros y la recta de meta. Suficiente, pensó Argentin. Pero Sean Kelly no estaba de acuerdo. Porque Kelly saltó y en un descenso suicida, apurando cada curva, mordiendo metro a metro la diferencia, como si cada pedalada fuese un mordisco al futuro.
Kelly capturó a Argentin en el final de la bajada y ya en Via Roma fue quien de imponer su punta de velocidad. El flandrien nacido en Irlanda, callado, bruto, fuera capaz de hacerlo otra vez. La que sería su última gran victoria.
Si hoy miramos la tabla de resultados de la Milano-Sanremo de 1992 podemos ver anotada una diferencia de unos segundos entre Kelly y Argentin. No es cierto, Kelly ganó ese día por varios años de ventaja. Mientras Argentin entró en meta el 21 de marzo de 1992, el último flandrien, Sean Kelly, entró como ganador un indeterminado día de los años 80. La Milano-Sanremo de 1992, la última clásica de los años 80.