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Cuando nuestro nuevo presidente del gobierno, Pedro Sánchez, se reunió recientemente con el primer ministro portugués, Pedro Costa, le expresó que había sido una fuente de inspiración para él, por liderar un proyecto “progresista, modernizador y europeísta” para Portugal ¿Quién podría criticar a Costa o Sánchez por desear progreso, modernidad y europeísmo para sus países? ¿Qué deseamos? ¿Progresar o estancarnos? ¿Ser modernos o ser antiguos? ¿Ser europeos o, por decir algo, bollulleros (natural de Bollullos Par del Condado)? Creo que Sánchez nos está llevando a uno de los marcos cognitivos de los que nos habló George Lakoff, y que ya expliqué al hablar de la supuesta “guerra comercial” en la que se está embarcando la administración Trump.
No podemos dejar de querer cuanto más mejor de todas esas cosas buenas ¿o no? Según la Real Academía Española, progreso, es la “acción de ir hacia delante” y “avance, adelanto, perfeccionamiento”. Parece que Sánchez quiere que vayamos hacia delante, es un optimista, el progreso va de la mano de lo moderno, y el futuro nos volverá a conducir a ese jardín del Edén del que fuimos expulsados.
Pero si somos capaces de tomar perspectiva y distanciarnos un poco de las escrituras de los sacerdotes del progreso, veremos que cualquier tiempo futuro no es necesariamente mejor, como saben los amantes del cine de ciencia ficción. Podemos imaginar futuros luminosos y sombríos, el simple pasar del tiempo, ese ir hacia adelante, no nos garantiza nada. Claro que todos queremos perfeccionarnos y perfeccionar algo, en ese sentido de progreso podríamos confluir, pero si nos preguntan qué es aquello que queremos perfeccionar seguramente no nos pondríamos de acuerdo.
Así que no es raro que en su encíclica Laudato Sí, el papa Francisco criticase un sentido de progreso que en la práctica ha significado un perfeccionamiento de la tecnología que ha llevado a un mayor dominio del medio natural, y de los seres humanos, por aquellos que tienen en sus manos el control de estos medios técnicos. Y no es el único, pensadores como Ivan Illich, o más recientemente el indio Pankaj Mishra o economistas como Ernst Friedrich Schumacher también han mostrado los peligros del “avance” y “adelanto” de nuestra civilización en una dirección que no es la de dotar de mayor autonomía a los individuos, y que por consiguiente no puede satisfacer su subjetividad, tan sólo intentar controlarla.
Pero mi propósito de hoy no es cuestionar el progreso y lo moderno, sino el europeísmo. Evidentemente todos estos términos están relacionados, puesto que desde que alguien en Francia acuñase aquella expresión de “África empieza en los Pirineos”, contraponiendo la modernidad europea y el atraso español, para los españoles ser europeos significó ser modernos. Lo que no podíamos imaginar, desde nuestro complejo de inferioridad hacia los alemanes, británicos y franceses, es que nuestra entrada en el club europeo sirviese para perpetuar nuestro “atraso”.
En este punto es preciso hacer un inciso, desde mi punto de vista la relevancia de proyectos como el de la Unión Europea no debe medirse por el grado de convergencia económica de sus estados miembros, sino por su contribución a un ideal de fraternidad humana universal. La fraternidad entre los seres humanos (dejar de hacernos daño mutuamente) es a mi juicio uno de los problemas más acuciantes que enfrentamos, especialmente ahora que la tecnología nos ha permitido controlar el medio natural, aunque sea a escala local (a escala global estamos destruyendo las condiciones que han hecho posible el florecimiento de la civilización humana).
Volveré sobre ello luego, ahora es preciso señalar que España no ha convergido desde su entrada en la Unión Europea con los países que consideramos modernos, aquellos que excitan nuestro afán de emulación.
Lo que hemos tenido son ciclos de convergencia, en los que nuestro desarrollo económico era más rápido que el de los países “modernos”, y ciclos de crisis (comenzando en 1975, 1992 y 2007), en los que se retrocedía de forma notable. El resultado final, a día de hoy, es que la distancia entre los países modernos y nuestro país se ha ensanchado. Ello no quiere decir que España sea más pobre, sólo que la riqueza de los países “modernos” ha aumentado más que la nuestra.
Este resultado es exactamente el que cabría esperar si uno tiene presente el trabajo de el economista Anthony Thirlwall, influido por las enseñanzas del conocido keynesiano Nicholas Kaldor. Según Thirlwall el crecimiento de un país está constreñido por el crecimiento de sus exportaciones, de forma que a medio o largo plazo haya un equilibrio entre estas y las importanciones. Los hechos parecen dar la razón a Thirlwall ya que lo que se ha podido observar experimentalmente es que en condiciones de libre comercio (las que se dan en la Unión Europea), al no existir ningún límite a las importaciones, se producen oscilaciones cíclicas como las descritas en el párrafo anterior.
En la fase alcista del ciclo, al no ser el país todavía competitivo en el momento de su apertura total al comercio exterior, las importaciones crecen más deprisa que las exportaciones, originando un saldo financiero negativo respecto al resto del mundo. En ese momento expansivo, la inversión suele ser alta, y el saldo negativo en el sector exterior hace que los beneficios empresariales sean bajos (1). Este último punto no es ninguna teoría, sino consecuencia de las igualdades que se deducen del balance de sectores de la contabilidad nacional (2). En consecuencia, los beneficios empresariales bajos hacen que el nivel de inversión no sea sostenible, lo cual fuerza una crisis y corrección. Esta descripción se ajusta perfectamente a lo que ha ocurrido en España en las crisis de finales de los 70, principios de los 90, y la última cuyo detonante fue la crisis financiera internacional de 2008.
La situación española es tan sólo un caso particular de una situación que se ha replicado con precisión milimétrica a nivel mundial, con las honrosas excepciones de la convergencia lograda por Taiwan y Corea del Sur tras la segunda guerra mundial (en el contexto de la Guerra Fría no hay que ser aficionado a las teorías de la conspiración para sospechar una intencionalidad política en ello), y de China e India en la actualidad.
Es cierto que según los datos disponibles el número de personas en la pobreza absoluta se ha reducido considerablemente, pero ello es consecuencia de la elevación del nivel de vida, no de que se esté logrando una convergencia económica. Por otro lado la elevación del nivel de vida es consecuencia de un crecimiento económico superior al crecimiento de la población. Sin embargo, la diferencia en estas dos tasas se reduce para los países en vías de desarrollo a partir de los años ochenta del siglo pasado, momento en el que se comienzan a retirar las limitaciones a las importaciones y adoptar una política de libre comercio.
Si se divide la gráfica en dos periodos, uno 1951-1979 y otro 1980-2008, resulta que en el primero el promedio de crecimiento del PIB es de 4,85% y el de la población de 2,14% (una diferencia del 2,71%), frente al segundo en el que el promedio de crecimiento del PIB es del 4,26% y el de la población del 1,7% (una diferencia del 2,56%).
Resuelto el fárrago económico, estamos ahora en condiciones de analizar el núcleo de la cuestión. El europeísmo que profesa nuestro presidente pretende unir de forma cada vez más estrecha a los europeos, reducir sus diferencias y aumentar la fraternidad entre ellos. Un esfuerzo loable y unos valores que comparto, si bien me atrevería a decir que ese acercamiento es más urgente con otros pueblos, con los que parecen existir más conflictos, que con los europeos. Sin embargo, nuevamente un término que nos remite a unos valores admirables, resulta ser un marco conceptual para buscar el consentimiento hacia unas políticas que en realidad están agrandando la brecha que separa a los pueblos de Europa.
La Unión Europea fue en sus orígenes un cártel, para controlar la producción de acero y carbón (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), con una finalidad claramente económica. No es de extrañar entonces que el paso hacia una mayor integración europea se diese poniendo en primer lugar la economía, bajo esa idea tan extraña de que el comercio aumenta la fraternidad entre los pueblos. Algunas expresiones de esta filosofía de chirigota siguen siendo desafortunadamente célebres, como la frase de Fréderic Bastiat “Si los bienes no cruzan las fronteras, lo harán los soldados”.
Es extraño pensar que el apretón de manos de dos comerciantes puede acercar a los pueblos. El acercamiento surge de la empatía, para lo que es necesario un conocimiento mutuo que no se da, para el conjunto de la población, en ese apretón de manos entre dos emprendedores. Es especialmente extraño cuando ese pacto comercial puede suponer la importación de productos que ya son producidos dentro de un territorio, poniendo de esta forma a empresarios y trabajadores de dos países en competencia. Cerrar una fábrica y dejar sin empleo a sus trabajadores no parece la forma más sensata de reducir conflictos y hacer florecer la fraternidad.
No es de extrañar en ese caso lo que ha pasado entre los europeos. Tras la crisis financiera internacional y el comienzo de la crisis del euro allá por el año 2010 se impuso una narrativa mediática que dividía a los europeos en dos clases, trabajadores virtuosos y ahorradores “modernos” del norte y holgazanes derrochones del sur. Se acuñó un acrónimo, PIIGS, no demasiado respetuoso pero acorde con la narrativa subyacente, no en vano los cerdos no suelen ahorrar para el invierno, más bien comen y engordan todo lo que pueden. Tras ello llegó el Brexit, la crisis de los refugiados y el auge de partidos con una retórica nacionalista y cercana a la xenofobia en toda Europa.
Quizás Bastiat estuviese más acertado de lo que parece a simple a vista, aunque fuese sin querer. Los ejércitos y las mercancías han ido de la mano de forma habitual. Tenemos el ejemplo del tráfico de esclavos africanos a las colonias y como ello permitió el comienzo de la industrialización, al formarse un "imperio del algodón" del que era pieza esencial la importación de materia prima de las plantaciones esclavistas en las colonias. Los británicos también impusieron el comercio por la vía militar con la India, arruinando la floreciente industria hindú de la época, lo que dejó una herencia de pobreza durante siglos. También obligaron a China a aceptar el comercio de opio con las cañoneras, y de paso se quedaron Hong Kong durante casi dos siglos.
El comercio no deja de fundamentarse en la competencia, al igual que la guerra, si bien bajo unas reglas. Podemos establecer un símil y decir que el comercio es como un combate de boxeo, y la guerra una pelea a muerte. En cualquier caso boxear no es la mejor forma de hacer amigos.
Programas de intercambio como el Erasmus, o el turismo alternativo que nos permite sumergirnos en las comunidades de destino, así como los programas de voluntariado en el extranjero pueden ser formas de fomentar la fraternidad y el entendimiento a pequeña escala. El trabajo conjunto de los países para solventar los retos comunes, convenientemente difundido y publicitado, puede jugar el mismo papel a una escala mayor. El cambio climático y otros problemas globales nos presentan oportunidades de colaboración que pueden ser aprovechadas en este sentido.
Podemos imaginar muchas propuestas concretas, no es nuestro objetivo presentar un listado exhaustivo, que sería muy largo, sino señalar que, lejos de la narrativa convencional, la fraternidad universal requiere una cierta relocalización económica, creando espacios ligeramente protegidos de la competencia en los que pueda florecer la autonomía, en los que podamos dedicar tiempo y espacio mental para resolver cuestiones más allá de la mera supervivencia económica.
(1) En realidad no tiene que ser necesariamente así, pero lo es siempre que los hogares y el Estado mantengan constante su ahorro/endeudamiento, lo que suele ser cierto para los hogares, siendo el Estado bastante más variable en este punto.
(2) La formula que resulta es que Beneficios = - (C/N Estado + C/N Hogares + C/N Resto del mundo) + Inversión. C/N es Capacidad o Necesidad de financiación. La capacidad de financiación del resto del mundo, que implica que nos venden más que de lo que nos compran, como vemos incide negativamente en los beneficios. Para una explicación más detallada se puede leer The Corporate Profit Equation Derived, Explained, Tested: 1929 – 2013 o Where Profits Come From.
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Todas las ayudas que hemos recibido de Europa estaban supeditadas a que les compraramos todo. Nadie nos ha dado nada por ser simpáticos.