We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Cómic
Yo quería ser Tormenta
De pequeña yo quería ser Tormenta, tener el pelo blanco y dominar los elementos. No para ser venerada como diosa, ni temida como mutante, ni admirada como compañera dentro de un club de frikis variaditos con superpoderes, sino más bien por la conciencia aquella de tener el poder sobre lo exterior, sobre el ambiente de afuera, sobre lo que nos trasciende y supera. Me seducía, creo, que su rol no fuera adaptarse a lo que había, mandato femenino por excelencia, sino intervenir sobre su medio, así un poco a lo bestia, en una fiesta de rayos y huracanes.
Tormenta era otra historia: la que interviene a lo grande en su entorno. Una capacidad que la deja exhausta, que le da una potencia que no siempre quiere, no porque desee evadir su responsabilidad, sino porque es consciente de lo que implica el poder
Ya había otras superheroínas, todas bien enlicradas, de largos cabellos rubios, pelirrojos y oscuros. Algunas eran la Eva de un Superadán primigenio —Superwoman, Batgirl…—, otras tenían poderes un tanto femeninos como mover hilos en la invisibilidad, arte de la única mujer de Los Cuatro Fantásticos. Luego llegaron las compis de La Patrulla-X: Jean Grey, la deseada mujer del líder, con esa telepatía que posibilita desde la empatía traumatizante hasta la manipulación, y que cuando se pasa de poderosa se convierte en Fénix, un rollo jodido y oscuro; Pícara, que absorbe su poder del otro; Gata Sombra desmaterializándose a voluntad. Capacidades todas ellas que, con perspectiva y un poco de coña, asimilo a formas entendidas de poder femenino. Pero Tormenta era otra historia: la que interviene a lo grande en su entorno. Una capacidad que la deja exhausta, que le da una potencia que no siempre quiere, no porque desee evadir su responsabilidad, sino porque es consciente de lo que implica el poder.
Cómic
Cómic La Patrulla-X de Chris Claremont: los mejores años de los tebeos mutantes
De pequeña no hubiese entendido gran cosa de esta oda a Tormenta que escribo mientras aún espero que mis canas se extiendan y adquieran el carisma de Ororo. A mí lo que me gustaba era otra cosa, algo de lo que quizás no era consciente: venía de que me comparasen a todas horas con la hija de Bill Cosby, la gente más o menos negra que salía en los medios lo hacía en estas sitcom de familias afroamericanas, que hacían cosas graciosas y emulaban el sueño aspiracional estadounidense ya cambiado de color. Poco hablaban de sus historias, porque su historia no importaba mucho, habían aparecido en salones familiares donde se juntaban con el objetivo de hacer chistes. Luego estaban los negros africanos, que salían en los telediarios mientras algún presentador o presentadora repasaba con afectación rutinaria la última tragedia del continente.
Ororo se movía en un mundo diverso, tenía una historia, países concretos de África figuraban en su biografía (aunque, todo hay que decirlo, desde narrativas bastante exóticas), y su lugar no era quedarse con los “suyos”, sino ser ella entre otros
Frente a esto, Ororo se movía en un mundo diverso, tenía una historia, países concretos de África figuraban en su biografía (aunque, todo hay que decirlo, desde narrativas bastante exóticas), y su lugar no era quedarse con los “suyos”, sino ser ella entre otros, en una diversidad de gentes, trayectorias y tristezas aunadas por objetivos comunes, alianzas para defenderse pero también para transformar.
De pequeña me hubiese gustado tener el pelo blanco, quizás en aquel entonces no sabía por qué, más de tres décadas después —que han incluido debates feministas y antirracistas, reflexiones sobre el poder, la vulnerabilidad, y la violencia— me doy cuenta de que, quizás, el pelo blanco era lo de menos en esta historia, y aun así, bendigo cada cana que se asoma.