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Contigo empezó todo
Cullera, 1911: huelga contra la guerra
Jacobo López Rueda era juez de Sueca, en la Ribera Baja valenciana. Jacobo López Rueda era la Justicia. Jacobo López Rueda era el Orden. Jacobo López Rueda era la Ley. Jacobo López Rueda, por lo tanto, odiaba a la chusma que vulneraba la Justicia, el Orden y la Ley. Por eso no dudó un segundo cuando le llegaron las noticias desde la vecina localidad de Cullera ese 18 de septiembre de 1911. Las sociedades obreras habían cerrado los negocios, cortado las líneas telegráficas y levantado las vías del ferrocarril. López Rueda iba a acabar con este desmadre en un abrir y cerrar de ojos. Para eso era el juez, el sheriff, el jefe. Se puso una coraza de cartón-piedra, cogió la pistola y se subió en una tartana (carromato) junto a cuatro o cinco personas más. Lo justo y necesario para finiquitar el caos creado por esos subversivos que recobrarían la sensatez en cuanto le vieran. Para algo era él la Justicia, el Orden y la Ley personificados.
“No volem la guerra”
La clase trabajadora estaba agitada esos días. La Confederación Nacional del Trabajo había declarado la huelga general desde el 16 de septiembre, y la Unión General de Trabajadores se había unido. La reivindicación era, primordialmente, contra el reclutamiento forzoso para la Guerra de Marruecos, lo cual ya había motivado la Semana Trágica de 1909. Además, se demandaba el abaratamiento de los productos de subsistencia y se mostraba apoyo a los obreros de Bizkaia, involucrados en un duro conflicto laboral. El seguimiento fue más o menos importante según el territorio, pero en algunos lugares como Levante el paro había adquirido gran fuerza, cobrando carácter cercano a la insurrección no solo en Cullera, sino también en otras localidades como Gandia o Xàtiva.
Al llegar a la estación de Cullera, López Rueda comenzó a tratar de identificar a los huelguistas. Estos, para sorpresa del juez, no se comportaron dócilmente y en sus mismas narices siguieron levantando raíles. El juez justiciero, no podía ser de otra manera, sacó el arma y se produjo una discusión entre la comitiva judicial y los militantes. López Rueda decidió detener a dos de ellos, a ver si así los demás tomaban nota.
Se los llevaron en la tartana al centro de Cullera. Sin embargo, la voz ya había corrido y el vehículo fue apedreado durante el trayecto, lo que permitió escapar a los detenidos. Al juez le dominó la furia y empezó a disparar al aire. Humillado, el magistrado se vio obligado a correr hasta el Ayuntamiento en busca de refugio, ya que la turba que le perseguía no parecía muy interesada ni en la Justicia, ni en el Orden ni en la Ley.
El alcalde y algunos concejales republicanos consiguieron calmar a la gente, pero López Rueda no se andaba con paños calientes. A primera hora de la tarde, salió al balcón del Consistorio y se enzarzó dialécticamente con la multitud, que le gritaba su principal motivación: “No volem la guerra”. El protagonista de esta historia respondió en su idioma: más tiros al aire. Los huelguistas ya habían tenido suficiente y procedieron a asaltar el Ayuntamiento. Poco después, Jacobo López Rueda, la Justicia, el Orden y la Ley de la Ribera Baja, era un cadáver con un hacha clavada en la cabeza. Dos de sus desafortunados ayudantes, el escribiente y el alguacil, compartieron el destino de su líder. El primero murió días después en el hospital por las heridas infligidas, mientras que el segundo logró huir del lugar, hasta que un grupo de huelguistas le capturó y le tiró al río Júcar con una piedra atada al cuello.
Torturas y calumnias
En cuanto la noticia llegó a oídos del presidente del Gobierno, José Canalejas, llegó la inevitable represión. Fue declarado el estado de guerra, un clásico en esos tiempos, y decenas de personas fueron detenidas en Cullera. Siete de ellas serían condenadas a muerte.
Unos días después de los hechos, dos diputados republicanos visitaron la cárcel de Sueca, donde descubrieron que los presos habían sido objeto de tortura durante los interrogatorios. Las acusaciones fueron rechazadas por el régimen. Para Canalejas, quienes se hacían eco eran “calumniadores del honor nacional”, mientras que para el director del Abc, Torcuato Luca de Tena, “en pocas naciones de Europa llegan al límite que en la nuestra la libertad y la tolerancia”. Aun así, el Gobierno se vio obligado a designar una comisión médica que comprobó, de forma hilarante, que no había ni rastro de tortura en el cuerpo de los acusados, aunque sí de “forúnculos” y de “vacunas”.
La campaña de denuncia se extendió, hasta el punto de alcanzar las torturas españolas fama internacional. Se recogieron 50.000 firmas a favor del indulto, entre ellas las de personalidades como el Nobel Santiago Ramón y Cajal, el escritor Benito Pérez Galdós o los pintores Joaquín Sorolla o José Benlliure. Finalmente, en enero de 1912, el rey Alfonso XIII accedió a conmutar las penas de muerte de los condenados. Canalejas, en desacuerdo, presentó su dimisión, que fue rechazada. El presidente del Gobierno no tendría que esperar mucho para poder dejar el cargo: en noviembre el anarquista Manuel Pardiñas lo ejecutaría en la Puerta del Sol.
En cuanto al juez López Rueda, es desde entonces considerado un mártir por el poder judicial español, en cuyos edificios oficiales aún se pueden ver placas en su honor. Uno de los homenajes que se le prodigaron poco después de su muerte ya no se puede disfrutar. Se trataba del monumento “A la Justicia ultrajada”, en la ciudad de Sueca, que representaba a una matrona, símbolo de la justicia, y a un obrero en actitud de arrepentimiento y sumisión. En los primeros meses de la Guerra Civil, militantes anarquistas acordaron que decorara el fondo de un río.