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Coronavirus
Apuntes para el mundo del post virus
narrativa y matemática
En los primeros días, todos los enfermos tenían una historia. Un hombre había participado en un congreso. Aquel habló con su amigo. Otros estaban en una residencia o habían ido a un funeral. Todos tenían familiares. Sabíamos sus oficios y sus edades: uno era un comercial, otro un maestro.
La narrativa era tranquilizadora, volvía concretos los casos, únicos. No éramos nosotros. Eran otros. Un día el número de enfermos aumentaba a cuatro y otro a nuevo, pero aún no eran guarismos sino personas reconocibles, sabíamos donde vivían y en qué trabajaban. Sin embargo, bajo la narrativa crecía ya silenciosa la semilla de la matemática. Y, ya entonces, cualquiera que hubiese sentido la curiosidad de aplicar la fórmula del cálculo de interés compuesto se habría percatado de que apenas empezaba a mostrarse un incipiente patrón de porcentaje de aumento que se repetía tercamente día a día, con tanta exactitud que incluso permitía predecir los casos de los días siguientes.
Todavía la narrativa intentó resistirse pero llegó el momento en que ya no se podían contar cientos de historias que serían mañana miles. Ahora nos habíamos convertido en números. La enfermedad ya no atacaba solo a esos otros concretos sino que su amenaza nos incluía a todos.
El poder de la matemática nos igualaba eliminando cualquier diferencia. Y, al tiempo, introducía un nuevo concepto: el de la dimensión. Todas las muertes importan, pero no es lo mismo una que cien. Ni cien que mil. Ni mil que diez mil. La narrativa era consoladora, la matemática es inexorable.
EL DISCURSO DEL REY
Sin embargo, las letras no se dejan someter tan fácilmente y tienen otros poderes. Los números nos asimilan, nos nivelan en un espacio yermo donde lo individual y específico se desvanece en un páramo estadístico. Pero frente a ellos la literatura se alza como única fuente de sentido, como la condición necesaria para la emergencia de la vida futura. El Gobierno de las cifras nos convierte en víctimas potenciales, pero la rebelión de las palabras nos ofrece a todos la posibilidad del heroísmo.
Pedro Sánchez lo comprendió enseguida e introdujo en sus discursos párrafos más emotivos, con frecuentes apelaciones a la épica. No así el Rey, que apenas fue capaz de enumerar cansinamente su retahíla de lugares comunes y banalidades, de un modo tan falto de emoción como de empatía. Dudo mucho que hubiese siquiera una persona que se sintiese reconfortada o animada por un discurso que causó incluso asombro por su mediocridad.
La imagen que inaugura un tiempo nuevo es la de los aviones chinos aterrizando en Europa cargados de ayuda
Tanto así que cualquier guionista de película de bajo presupuesto podría poner en boca de su personaje expresiones más emotivas que las que pronunció el monarca. Las palabras de Felipe VI, más que ninguna otra cosa, sonaban a cansancio, a fin de ciclo. Y dejan una pregunta terrible en el aire: Si ni para esto sirve... ¿para qué sirve?
Podría quizá perdonársele a la monarquía su falta de honradez, pero no se le perdonará su insignificante pusilanimidad y su total falta de empaque. Abundan en la historia proclamas de los grandes nombres en momentos cruciales. Aníbal a sus tropas dirigiéndose a Roma; Isabel I y Churchill a los británicos; o Pericles a los griegos. Todos ellos ofrecieron con sus palabras consuelo, determinación, coraje y, sobre todo, una idea de destino común, de participación colectiva. Tuvieron la virtud de levantar el espíritu de las personas a las que se dirigían en momentos terribles y de inspirarlos en una causa común. ¿Pero a quién inspira Felipe VI? ¿A quién le importa siquiera lo que diga?
BIENVENIDO MR. XI JIMPING Y EL VIRUS CHINO
Si una imagen vale más que mil palabras, la imagen que inaugura un tiempo nuevo es la de los aviones chinos aterrizando en Europa cargados de ayuda. Mi amigo J.B. dice que es en ese momento exacto de tomar tierra cuando podemos fechar con exactitud el fin de la hegemonía mundial estadounidense. Las mascarillas y respiradores chinos son el equivalente de mantequilla y la leche en polvo que tomaron nuestros padres y abuelos en la postguerra.
Frente a eso, lo más parecido a una muestra de solidaridad del “amigo americano” fue tratar de robar la vacuna contra el virus a una empresa alemana para tenerla en monopolio.
En los mismos días, un dirigente de VOX conocido por ser capaz de sobresalir y brillar sobre la media de estupideces –ya de por sí elevada- de sus compañeros hablaba de sus “anticuerpos españoles” luchando contra “el virus chino”. Más allá de la ridiculez de la invectiva y de que desprecia a los únicos que ayudan a sus compatriotas, tales expresiones encajan con el discurso de su líder en una televisión sudamericana disculpando a Trump por los aranceles a productos agrarios españoles y culpando al gobierno de España por no ser lo suficientemente sumiso.
Las palabras de Felipe VI, más que ninguna otra cosa, sonaban a cansancio, a fin de ciclo. Y dejan una pregunta terrible en el aire: Si ni para esto sirve... ¿para qué sirve?
La nueva narrativa del mundo que se impone se escribirá con los tres mil sinogramas del alfabeto chino. Frente a esto, por fin se desvela con absoluta claridad el papel de los partidos de extrema derecha europea amamantados desde Estados Unidos. Y no es otro que el de servir de quinta columna para la defensa de los intereses norteamericanos ante el ya imparable vuelco de hegemonía. De la UE, como dice el chiste, ni hablamos.
¿PARA QUÉ SIRVE LA DEMOCRACIA?
El éxito de China en las medidas de contención y su ascenso como potencia hegemónica suponen la introducción de un nuevo discurso en el ágora política: la democracia no es necesaria ni eficiente. A finales de los años 50, Theodor Adorno diseñó un estudio de grupos para indagar acerca de la relación de la sociedad alemana con respecto a su asunción de responsabilidad o culpa con respecto al nazismo. Una de las conclusiones era que el pueblo alemán no tenía un gran apego por la democracia ni la sentía como un asunto propio, con conciencia de ser sus sujetos políticos y como expresión de su emancipación colectiva. Más bien se percibía como un sistema entre otros, como si fuese indiferente elegir entre comunismo, fascismo, democracia o monarquía pues cualquiera era útil mientras funcionase.
Si “lo que funciona”, lo que impulsa el crecimiento, protege la salud y promueve el consumo es el llamado modelo chino de capitalismo autoritario, ¿para qué sirve la democracia dentro del sistema neoliberal? ¿Qué la hace mejor? La democracia es entender que existe una unidad entre el interés propio y el interés común. Sin embargo, parece que pedimos a gritos ser súbditos en lugar de ciudadanos. Siempre que nos garanticen, eso sí, nuestra capacidad de compra.
LA UTOPÍA ERA BAJAR A PASEAR AL PERRILLO
Naturalmente, el capitalismo autoritario no tiene por qué ser el único horizonte posible. Si hay un aspecto positivo en la pandemia que padecemos es que se ha efectuado una quiebra en el imaginario de la sociedad capitalista. Se ha rasgado el telón y podemos ver por primera vez en nuestra existencia que hay algo tras la escena. Lo que volvía al sistema del capitalismo neoliberal invencible era la incapacidad de imaginar un OTRO posible. Su carácter totalizador, su integración en todos los ámbitos de la existencia hacía impensable que siquiera pudiésemos oponerle una utopía ni aún formulada en términos vagos.
La pandemia ataca a las lógicas subyacentes al mercado (al individualismo, a la competitividad, a la aceleración como síntoma patológico de nuestra sociedad…) y en su lugar introduce una cuña temporal en la que todo transcurre más despacio, en la que las relaciones personales y de cuidado se perciben con su auténtico sentido y la que quedan al descubierto como insignificantes y despreciables nuestros comportamientos de ayer como consumidores compulsivos.
¿No puede el ejército cuidar a los sin techo todo el año? ¿Es que tiene algo mejor que hacer?
¿Era necesario tener a un ejército de repartidores trayéndonos días sí y día también baratijas de ínfimo valor? ¿Todavía hoy ponemos en riesgo a esos trabajadores para recibir fruslerías? ¿Era necesario enjambrar las ciudades con nuestro turismo? ¿Quedarán estúpidos que vuelvan a tomar cruceros? ¿Volveremos a desperdiciar la comida que ahora racionamos? ¿Habremos aprendido a ser frugales cuando todo acabe? ¿Recordamos los gastos ostentosos en luces navideñas ahora que padecemos una necesidad tan acuciante por cosas como una simple mascarilla? ¿Entenderemos que nos va la vida en los servicios públicos? ¿Qué hacíamos abandonando a nuestros mayores? ¿No puede el ejército cuidar a los sin techo todo el año? ¿Es que tiene algo mejor que hacer? ¿Volverán cuando esto termine las enfermeras y enfermeros que hoy se juegan la vida a sus contratos precarios por horas? De repente, a ojos de todos, el emperador que gobernaba nuestra existencia está desnudo.
En otro texto hablamos de que eran precisamente las actividades no productivas y de cuidados (pasear, cuidar, hablar, jugar) las únicas susceptibles de alzarse como “muro de resistencia” y generar “un otro posible a la ubicuidad del mercado”. Quizá el coronavirus inicie un tiempo nuevo en el que las relaciones humanas estén en el centro, en el que se deban articular medidas colaborativas y un amplísimo espacio de lo común, de lo que es de todos: lo público.
Frente a las arengas de los grandes nombres quizá se abra paso al fin el discurso de las personas corrientes, sus narraciones, sus gestas y sus mitos. Entendemos hasta hoy la historia como el “cortejo triunfal de los dominadores”, mas quizá llegó el momento de redimirla y convertirla en intrahistoria, en nuestra voz, la de los anónimos, los que más allá de las palabras huecas de los caudillos llevamos a cabo las proezas cotidianas. Los que ponemos los héroes y los mártires.
Quienes tenemos perrillos sabemos que no somos nosotros los que los paseamos sino que son ellos los que nos pasean a nosotros. Son ellos los que todos los días nos liberan de las series, las redes sociales y el resto de opiáceos y nos proporcionan pequeños instantes para observar a los pájaros, para fijarnos en el paso de las estaciones, y para establecer relaciones amistosas con vecinos con los que en otro caso no cruzaríamos palabra.
Paseo con el perrillo y desde el parque veo en las ventanas de mi edificio a vecinos que nos miran sin poder salir, quizá envidiando esos minutos en que nosotros percibimos el viento nordés en el rostro y vemos cómo las aves recogen material para sus nidos. ¡Qué activas están en esta temporada y qué bien les vendrá nuestra cuarentena en periodo de cría! Entonces quizá la utopía era esto: simplemente bajar a pasear con el perrillo.
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Seguimos siendo la misma escoria. Lo primero que hemos demandado es salir a gastar.... Tiendas, bares, vacaciones.... En nombre de una economia precaria... Bueno. Los del norte quieren playas y diversión baratas. Los empresarios del turismo ganancias rápidas a coste cero.... Cuando sigan muriendo la culpa será del gobierno de turno, no nuestras gilipolleces....
Qué lucidez!!!! Muchísimas gracias por tus palabras son iluminadoras!!!!