Coronavirus
La desmemoria de las pandemias (y lo que ello implica)

Un poco de memoria histórica de cómo se recuerda, o más bien se olvida, la amenaza de la enfermedad, y cómo se recuerda, o más bien se ensalza, la memoria de la guerra.

Sociólogo e historiador
28 may 2020 10:00

En estos tiempos de coronavirus y cuarentena puede que nos sorprenda la fragilidad de nuestro sistema sanitario, que ha visto cómo iba mermando su presupuesto y su capacidad mientras que el gasto militar crecía año tras año sin apenas protesta. Detrás de esto están quienes pretenden hacer negocio con las dos cosas, con la privatización de la Sanidad, y por tanto comerciando con la salud, y con el negocio de la muerte, ambos curiosamente relacionados entre sí, como Bayer y Monsanto. No vamos a hacer aquí un recuento de ambos procesos, sino un poco de memoria histórica de cómo se recuerda, o más bien se olvida, la amenaza de la enfermedad, y cómo se recuerda, o más bien se ensalza, la memoria de la guerra. Se crea así una imagen distorsionada acerca de nuestras prioridades en seguridad, de manera que se permite que los que quieren hacer negocio de la salud y la muerte puedan campar a sus anchas.

La primera gran plaga histórica que se recuerda es la Peste de Atenas, una epidemia de tifus procedente de Etiopía, vía Egipto, que entre el 430 y el 435 a.C. mató unas 150.000 personas, un tercio de la población de Atenas, cuando estaba iniciándose la guerra del Peloponeso, y con ella la pugna por la hegemonía en el mundo griego. Es bien sabido que esta enfermedad acabó con Pericles y que probablemente fue uno de los factores que posibilitó la victoria espartana en esa contienda. Si bien esta plaga sí que es recordada, seiscientos años después hubo otra muchísimo más letal de la que apenas se habla en los libros de historia. No nos referimos a la Peste Negra, de la que luego también hablaremos, sino a la viruela, esa enfermedad que deja esas marcas en la cara y que tiene el macabro récord histórico de muertes en humanos.

Esta pandemia empezó en el año 165 d.C. cuando las legiones romanas la introdujeron en el Imperio tras su victoria sobre los partos en Persia. Los datos de la que se conoce como Plaga Antonina son terroríficos: 5 millones de muertos en el imperio romano (de un total de unos 70 millones de habitantes que pudiera tener en esa época), 2.000 muertos por día en Roma (solo en la ciudad), y eso que parece ser que “solo” moría uno de cada cuatro infectados. En los quince años que duró la epidemia se llevó la vida del corregente, Lucio Vero, en el año 169, y también del propio emperador Marco Aurelio en el 180 (que no murió asesinado por Cómodo, como podrían creer los espectadores de la película Gladiator). Esa fecha coincide con el fin de la plaga y es ampliamente reconocida como el fin del apogeo del Imperio Romano y supuso el preludio de lo que se conoce como la Crisis del Siglo III.

Es por influencia de esa grave pandemia por lo que en ese momento, finales del siglo II, se produjeron cambios drásticos de tipo social, cultural, religioso y político, aunque el Imperio sobrevivió todavía casi tres centurias más en Occidente, y más de mil años en Oriente

Es por influencia de esa grave pandemia por lo que en ese momento, finales del siglo II, se produjeron cambios drásticos de tipo social, cultural, religioso y político, aunque el Imperio sobrevivió todavía casi tres centurias más en Occidente, y más de mil años en Oriente. La enfermedad se transmitió sobre todo por las legiones de las fronteras, lo que incitó el ataque constante y repetido de los pueblos bárbaros del norte, que trajo consigo sensación de inseguridad. En el plano político esto marcó el ascenso del poder de los grandes generales, que tras la muerte de Cómodo (el hijo y sucesor de Marco Aurelio) y tras luchar entre sí varios de ellos, consiguieron el ascenso a la púrpura en la persona de Septimio Severo, que impuso una terrible dictadura militar. A partir de entonces y durante más de un siglo sería una constante la inestabilidad y fragilidad del Imperio, el fin de la pax romana y el inicio de la llamada anarquía militar (un dato: entre los años 230 y 280 hubo más de veinte emperadores y solo dos no tuvieron una muerte violenta). En el plano socioeconómico destaca la decadencia del comercio y la producción artesanal, debido a la inseguridad pero también al descenso demográfico. Esto degeneró en bandolerismo (más inseguridad) y aumento de la presión fiscal, con el resultado lógico del empobrecimiento masivo de las clases inferiores. En la cultura y el arte, el pensamiento racional helenista sería suplantado por el irracionalismo mágico de nuevas prácticas espirituales, mágicas y ascéticas, muchas veces de origen oriental, que finalmente acabarían con el culto a Júpiter y el resto de dioses y diosas tradicionales.

De esta manera, la religión acabaría copando todos los aspectos de la vida, en un preludio a lo que ocurriría en la Edad Media. La gran diferencia con respecto a la situación anterior a la pandemia sería la promesa de salvación individual que ofrecían estos cultos orientales o iniciáticos, gracias a una comunión con los poderes divinos, frente al carácter comunitario que tenían los cultos paganos, que proporcionaban prebendas colectivas. Entre los nuevos cultos que se expandieron por el imperio destacan varios: el culto a Sol Invictus (otra versión del muy extendido también culto solar a Mitra) sustituiría al culto a Júpiter y se convertiría en la religión oficial en varios momentos: brevemente en 218, cuando el emperador adolescente Heliogábalo ascendió al trono, o definitivamente en el 271 cuando el emperador Aureliano lo consagró como divinidad principal tras unificar el imperio tras la escisión de Galia y Palmira. Esta era la religión oficial del Imperio Romano a la que sustituyó en el año 380 el cristianismo, y de ahí que la nueva religión tuviera tantas similitudes con los cultos al Sol que llevaban siendo durante más de cien años la máxima figura de la religión oficial romana, junto con el culto al emperador (a su vez personificación del propio sol).

Hay que decir además que todos estos cambios sociales acaecidos en el Imperio Romano se vieron fortalecidos con la llegada poco después de una nueva pandemia, puede que de viruela o sarampión (o incluso gripe o ébola), en el año 249, en la epidemia conocida como Peste Cipriana y que en los veinte años que duró causó casi tantas muertes como la propia Plaga Antonina, entre 3 y 5 millones de personas. Todo ello en pleno periodo de anarquía militar, debilitando aún más a un imperio que estaba ya en plena crisis. Esto acentuó brutalmente todos los cambios culturales, religiosos, económicos y sociales que había producido ya la plaga anterior.

Al igual que en el siglo XIV, la peste viajaba en barco, gracias a las ratas que portaban las pulgas que contagiaban la enfermedad

La siguiente gran plaga olvidada también sacudió al Imperio Romano, en este caso el de Oriente, ya en la Alta Edad Media, y fue causada por la primera pandemia mundial de la peste bubónica, conocida como Plaga de Justiniano. Corría el año 542 y el ahora conocido como imperio bizantino estaba en el apogeo de su edad dorada. El general Belisario había derrotado a los ostrogodos en la península itálica y a los visigodos en la península ibérica, arrebatándoles importantes plazas, como Sevilla o la propia Roma, y había conseguido derrotar a los vándalos del norte de África. Bizancio tenía provincias por todo el Mediterráneo y parecía que iba a poder recuperar todo el territorio del Imperio Romano de Occidente. Como muestra de ese esplendor el emperador Justiniano acababa de construir Hagia Sofía, máximo exponente del arte cristiano hasta la llegada del románico más de quinientos años después. No obstante, desde el 535 se estaba produciendo un fenómeno meteorológico que no solo causó hambre y malas cosechas, sino también favoreció el surgimiento de las enfermedades, como fue la disminución de la luz solar que llegaba a la tierra por un oscurecimiento del sol entre los años 535 y 550. Esto no era un fenómeno nuevo pues era en cierto modo similar, aunque con menor intensidad, al que había producido las edades glaciales en el Pleistoceno. Fue entonces cuando llegó a Constantinopla la peste procedente del Mar Rojo, en ese momento un importante centro comercial que servía de enlace entre oriente y occidente. El primer brote aparecería en 541 y duraría hasta 547, aunque la plaga siguió activa nada menos que hasta 750, llevándose consigo a entre 25 y 30 millones de personas, entre el 13 y el 26 % de la población estimada en el siglo VI.

Al igual que en el siglo XIV, la peste viajaba en barco, gracias a las ratas que portaban las pulgas que contagiaban la enfermedad, y pronto todos los puertos del Mediterráneo y del Mar Rojo se vieron afectados, perdiendo muchos de ellos entre el 50 y el 70% de la población y desapareciendo para siempre la mayoría de los de este último. Una primera consecuencia es que las rutas comerciales entre Oriente y Occidente pasarían a estar controladas por las caravanas de árabes que atravesaban la península arábiga, marcando el inicio del apogeo de la civilización islámica que empezó justo después de los primeros brotes de esta pandemia. El segundo brote, en 558, fue especialmente grave en Constantinopla. Existen testimonios sobre miles de muertos diarios en Constantinopla: 5.000, 7.000, 12.000, hasta un total de 300.000 muertos en total en la ciudad (el 50% de su población en esa época). El papa Pelagio II murió de peste, e incluso el propio Justiniano enfermó.

La peste tuvo efectos catastróficos sobre la economía al disminuir los ingresos por impuestos, paralizó las actividades comerciales y devastó grandes asentamientos y núcleos urbanos dedicados a la agricultura que eran vitales para el desarrollo del Imperio causando graves conflictos. Las ciudades dejaron de ser un foco de resistencia y seguridad ante las invasiones y no pudieron controlar el territorio como habían hecho hasta entonces. Esto se agravó con los conflictos continuos con Persia, y la debilidad militar sería aprovechada por el Imperio Islámico para conquistar totalmente al imperio de los shas y reducir el bizantino a sus posesiones europeas, al arrebatarle Egipto y demás posesiones en Oriente Medio y el norte de África, a la vez que los godos recuperaran el sur de Europa.

La segunda visita de la peste bubónica a Occidente en el siglo XIV es bien conocida, aunque se suele olvidar que se expandió fácilmente gracias a las muchas guerras del momento, en pleno apogeo del feudalismo

Tras estos duros episodios Bizancio sobrevivió a la crisis, aunque se fue helenizando poco a poco, instaurando el griego como idioma oficial, distanciándose cada vez más de la cultura latina hasta el punto de separar totalmente su iglesia de la católica en el año 1054 con el Cisma de Oriente.

La segunda visita de la peste bubónica a Occidente en el siglo XIV es bien conocida, aunque se suele olvidar que se expandió fácilmente gracias a las muchas guerras del momento, en pleno apogeo del feudalismo. Su entrada en Europa tuvo como origen un cruel acto de guerra efectuado por los mongoles de la Horda de Oro en su asedio a Caffa en 1347, colonia genovesa, con lo que la enfermedad se trasladó inmediatamente a Mesina y a Génova en ese mismo año, haciendo su entrada oficial en Europa en 1348. El propio rey de Castilla Alfonso XI moriría de la peste cuando estaba en pleno asedio a Gibraltar a los benimerines, donde había llegado la enfermedad probablemente portada por algunos de sus aliados genoveses, que buscaban el fin de la amenaza musulmana al comercio mediterráneo. En Hungría también entraría la enfermedad traída por los soldados que venían de la campaña contra Nápoles. Desde entonces los soldados, que solían vivir bajo presión y no mantenían una higiene mínima, fueron grandes transmisores de la enfermedad, aunque solo se ha acusado a las ratas de ello. También se olvida que de los aproximadamente 50 millones de muertos, muchos murieron por el hambre y la falta de cuidados (menores, mayores y otros grupos de dependientes) causados por la mortalidad directa de la enfermedad y que generó muchas tensiones sociales: crisis del feudalismo y antisemitismo. La comunidad judía, al no participar en las procesiones y rituales cristianos donde se contagiaba la mayoría y vivir aislados en las juderías, sufrió mucho menos las consecuencias de la enfermedad. Esto se volvió contra ellos cuando se les acusó de propagarla, acentuando el antisemitismo hasta el punto que en muchas ocasiones se les linchó masivamente, como en Sevilla y otras muchas ciudades castellanas y aragonesas en 1391.

Además se suele olvidar que la segunda pandemia de peste bubónica duró hasta el siglo XVIII, probablemente porque se la logró controlar en cierto grado con medidas de aislamiento y confinamiento (de hecho la palabra cuarentena surgió en este contexto, con la medida de cuarenta días de confinamiento decretada en algunas ciudades italianas para los que llegaban de fuera). Gracias a este proceder, los brotes posteriores solo afectaban a determinadas ciudades y no se expandía. Así le sucedió a Sevilla de 1649 (60.000 muertes, el 46% de la población de una de las ciudades más importantes de la época, gracias al monopolio del comercio con América) o Milán en 1629, de la que conviene recordar que rebrotó en 1630 por culpa del relajamiento de las medidas de contención y confinamiento en carnaval, o Londres 1665-6, Viena 1679 o Marsella en 1720.

La otra gran pandemia de la que se tiene una visión distorsionada es la del retorno de la viruela y sus devastadores efectos, no solo en Europa sino, sobre todo, cuando fue llevada por los castellanos a Cuba

La otra gran pandemia de la que se tiene una visión distorsionada es la del retorno de la viruela y sus devastadores efectos, no solo en Europa sino, sobre todo, cuando fue llevada por los castellanos a Cuba, desde donde pasó a México con las tropas de Cortés y antecedió a Pizarro en la conquista de Perú. La conquista de Perú y México no fue posible solo gracias a la superioridad militar y las alianzas con facciones indígenas contrarias al régimen azteca o inca, sino que la viruela ya había masacrado previamente esas sociedades, como resultado de la introducción deliberada de la misma por los castellanos. De hecho, cuando Pizarro llegó a Perú se encontró en plena guerra civil debido a la prematura muerte del inca (emperador) Huayna Capac y la disputa por el trono entre sus hijos Huascar y Atahualpa. La violencia de los conquistadores, que en Haití por ejemplo no dudaban en cortar las manos a los indígenas que no les llevaran un oro que allí no había (tal y como relató Bartolomé de las Casas), los suicidios masivos y principalmente por las enfermedades (pues tras la viruela llegaron el sarampión, la gripe, tifus, etc.) no es que diezmaran a la población nativa, sino que acabaron en unas decenas de años con el 95% de su población. Esto hace que sea totalmente coherente hablar de genocidio americano, sobre todo teniendo en cuenta el uso militar que los conquistadores dieron a la viruela, de la que se cree que por sí misma mató a más de 50 millones de personas en ese continente.

Así mismo, el olvido de la transcendencia de otras plagas como las del cólera, la gripe española o el paludismo, de gran impacto todavía en pleno siglo XX, así como la reminiscencia de la viruela (muy activa hasta el XIX), hace que cuando hablemos de seguridad pensemos en militares y armas en vez de una cultura de prevención de conflictos y enfermedades. A todo esto hay que añadir que la devastación de la naturaleza, con los cambios que sobre los cuerpos y hábitats de los animales se está generando artificialmente, es un factor fundamental en el surgimiento y propagación de nuevas enfermedades de origen animal, al cambiar estos sus pautas de comportamiento habitual por la presión que se ejerce sobre su ambiente. Por otro lado, el calentamiento global está desenterrando cadáveres antiguos que permanecían helados en el permafrost y que son portadores de enfermedades ya erradicadas y podrían volver a propagarse, como ya ha pasado con varios casos de ántrax, peste bubónica y viruela.

Urge, por tanto, redefinir la seguridad para llevarla hacia una concepción holística y humana de la misma, basándola en la gestión integral de la salud y la alimentación, la educación para la paz, la soberanía alimentaria, la prevención de las enfermedades y conflictos así como la restauración del medio ambiente para una convivencia armoniosa en y con la naturaleza. La agricultura agroecológica y las energías renovables son nuestros mejores aliados en este cambio de paradigma, así como la cultura de la noviolencia, aspectos en los cuales ya hay mucho trabajo desarrollado.

En definitiva, se trata de hacer la paz con la Tierra, nuestra madre herida, antes de que ella nos aniquile como mal menor para su propia supervivencia.




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